A True Guardian, de geryri |
A principio del año pasado, publiqué en este blog una entrada personal sobre mi revalorización de las formas de la Fantasía épica y sobre cómo esto me había despertado el deseo de escribir una obra tan honesta como sencilla en ese estilo, algo que curiosamente no se me había ocurrido en los inicios de mi escritura. A lo largo del 2021, junto con este trabajo de creación, tuve la oportunidad de releer El Señor de los Anillos tras mucho tiempo sin hacerlo, y disfruté también otras historias que, sin ser necesariamente similares en enfoque o valor, me entregaron también una sensación de acogida. Es curioso entonces que haya sido justamente una historia que no logró provocarme este efecto la que me espoleó un pensamiento que ahora quisiera articular con más espacio: la importancia de preservar una parcela en la literatura en la que las historias aún puedan reparar lo que la vida ha roto.
Para el caso, creo que poco interesa qué novela me dejó insatisfecha. Lo relevante es que quise buscar razones para esta insatisfacción más allá de las obvias (mero tema de gustos o problemas de composición, por ejemplo), y me encontré con que me había molestado mucho el final aparentemente inconcluso.
Como veo que necesitaré de todos modos algo de contexto, comentaré brevemente el argumento de esta novela. La obra trata de dos hermanos que son separados a la fuerza, que crecen distanciados y que se reencuentran en medio de una guerra, cuando ninguno de los dos es ya el mismo que cuando compartían infancia. Por supuesto, el reencuentro es más bien un desencuentro y sus caminos vuelven a separarse. La narración continúa con la sosa historia de amor de uno de los hermanos. El otro apenas obtiene precipitadamente el cierre de su conflicto de identidad junto a su perversa madre adoptiva.
Bueno, me dije, ¿cuál es el problema? Esto pasa en la vida real.
La gente se encuentra y desencuentra, de maneras más o menos dramáticas, todo el tiempo. La gente también vive sosas historias de amor que desplazan el foco de un interés que desde afuera podríamos considerar más importante. Si hacemos a un lado creencias espirituales personales, la vida en sí no es exactamente teleológica; somos nosotros los que, sobre todo si tenemos inclinaciones a la desesperación, le asignamos causas, consecuencias, sentidos, propósitos y destinos. A algunos incluso nos gusta ver nuestra vida como una historia artistotélica, o como una especie de novela de formación, porque necesitamos pensarnos en términos narrativos de crecimiento y resolución que podamos entender bien y que incluso disfrutamos.
Se crece ante la adversidad, podríamos decir; la piedra solo puede adquirir una forma hermosa al ser agredida por el cincel.
Pero quienes empezamos a pensar que la vida es más una noche eterna salpicada de estrellas antes que un largo túnel oscuro que de pronto se abre a la luz del exterior, llegamos también a sentir que algo profundamente verdadero se ha torcido en esta apropiación del pathos como vía de purificación. Ejemplo de ello es la manera en la que nuestra sociedad se refocila en las historias personales de éxito de quienes padecieron muchos percances antes de llegar a esos sitiales de poder, mientras que ignora a los que solo acumulan fracasos hasta el final (o que obtienen logros invisibles o insuficientes para la norma). Es justamente una narrativa que se ha instalado con fuerza, aunque nos cueste asumirlo: todo este dolor que he sufrido, tantas veces gratuito, debe tener algún significado superior que me prepare para un futuro más luminoso, y quizá aún mejor que el de otros que no pasaron por esto.
Pero no hay en nuestra vida real una relación de causa y consecuencia efectiva entre nuestro dolor y el triunfo que alguna vez soñamos o esperamos. Por ejemplo, los últimos diez años he debido lidiar con el pensamiento de que no importa cuánto nos esforcemos en el trabajo de la obra que amamos, si arrastramos una o dos de estas carencias: el talento que pudiese convertirla en algo genuinamente hermoso, o el capital social que pudiese moverla más allá de las constricciones de su imperfección.
Es decir, ni nuestro esfuerzo ni nuestras convicciones por sí solos nos hacen merecedores de nada que deseemos. En una mirada algo más pesimista, incluso nuestros deseos tampoco tienen más relevancia que su inspiración para hacernos seguir caminando en los senderos que alguna vez escogimos para nosotros y no entregarnos prematuramente a la muerte.
Si hay algún sentido de justicia o de compensación para conflictos así, este probablemente no se expresará en nuestra vida, sino en otra parte, y eso quiere decir que quizá ni siquiera sea como lo pensamos desde el aquí y el ahora.
Vivimos en un mundo Caído, y creo que no hace falta tributar a un credo religioso específico para compartir esa visión. Nos basta tan solo amar las historias, diría. Y las historias más tradicionales, acotaría, ante todo en sus formas preliterarias, porque muchas de ellas contienen precisamente esos sentidos de justicia, de trascendencia y de enmienda o consuelo que parecen tan escasos ya en nuestra vida contemporánea. Solo en ellas lo que está torcido se endereza, lo que está roto se compone, y lo que es mutilado vuelve a florecer.
El héroe abandona su patria, viaja por la ancha y ajena tierra para vivir mil y un aventuras, restaura una herida profunda en el mundo y regresa el origen, a su casa de siempre, donde descubre que ya no puede ser el mismo y que solo cuenta con la compañía de sus tropelías ardiendo en la memoria.
El niño es expulsado de su hogar por sus miserables padres, se pierde en un bosque, recibe el auxilio de animales o criaturas mágicos, se descubre hijo de reyes, asciende al trono que le pertenece, castiga o premia a quienes corresponda y se asegura que nunca más un niño sea violentado por un adulto.
Al escribir los párrafos anteriores traté de pensar en mi imaginario más genérico e instantáneo del mito y el cuento de hadas. Curiosamente, me ha salido mucho más intervenido por ciertas nociones actuales de ficción. Así, estas síntesis narrativas expresan más mis deseos y carencias personales que las inquietudes colectivas de las comunidades humanas a lo largo de los siglos, aunque se sostengan en sus huesos.
En otras palabras, se podría decir que las he escrito desde un imaginario que abreva en lo que para mí significa la Fantasía. Porque creo que cualquier depuración propiamente estética de la Fantasía literaria que surja de su tallado del mito y el cuento de hadas no puede (o no debería) esterilizar sus semillas originales de esperanza y sentido.
Acaso por lo anterior, mi redescubrimiento de la gramática de la Fantasía de John Clute y John Grant me resultó sumamente cálido. En ella, se plantea la existencia de cuatro núcleos temáticos que permiten el desarrollo prototípico de una historia de Fantasía como una narrativa de recuperación: amenaza, atenuación, reconocimiento y restauración.
Ah, la estructura tradicional de una obra tradicional de Fantasía épica, me dirán. Y sí, claro. No hay ningún problema real en ello, salvo por ansiedades importadas por el mercado primermundista, obsesionado con la novedad y la violencia como espectáculo. Pero me tardé bastante en comprender el verdadero encanto de esta estructura para mí, como Fantasista escritora y lectora. Y este reside en su coincidencia con mi propia forma de entender esta vida, este mundo: el reconocimiento de la Caída, pero también de la necesidad de albergar una esperanza y luchar por ella desde el llamado de la subcreación imaginativa.
Como en las historias de muchas de nuestras Fantasías bienamadas, partiendo por la de El Señor de los Anillos, es posible reconocer en nuestro mundo la existencia de una herida fatal en sus cimientos. Una mácula que cambia para siempre el proyecto de lo que alguna vez fue plenamente bello y perfecto en sí mismo; la aceptación de que las cosas no funcionan ya como deberían hacerlo. La expulsión del Paraíso.
Eso acarrea, por supuesto, una decadencia espiritual y existencial profunda que lo pervierte todo, incluso lo que aún hay de bueno y noble en el mundo y en nosotros. Incluso nuestras virtudes han de arder en el Cielo, como contaba Flannery O’Connor; lo mejor y más puro de nuestras obras no es sino una hoja en el gran País de Niggle, cuyo árbol no estamos destinados a completar aquí.
Y es aquí, en este mundo decadente, atenuado, en el que vivimos. En el que yo vivo. Y es un mundo en el que, como la vida se ha empeñado a demostrarme, no parece haber indicios claros de que se vayan a presentar los otros dos núcleos temáticos que faltan. “La vida real no es una fantasía, ni un cuento de hadas”, dirían los miserables. Pues ese es justamente el problema: permitirse ser así de miserable. Continuar escindiendo la realidad de la imaginación que crece en y desde ella y que tendría el potencial para sanarla, o al menos transformarla.
Desde luego, nuestros alcances como seres humanos precarizados no suelen ser muy amplios como para efectivamente sanar o transformar extensas parcelas de la realidad. Me parece que antes, hace mucho tiempo, he escrito ya aquí sobre mi identificación creciente con las pequeñas luchas cotidianas por sobre las grandes épicas: ser y actuar más desde lo hobbit que desde lo humano, elfo o enano, porque también nosotros tenemos un rol crucial en el entramado de las cosas.
Y creo que precisamente una de esas pequeñas luchas, entrecruzada con la gran épica, es la del escritor, en especial la del Fantasista.
Porque en nuestro mundo no parecen haber teleologías ni indicios explícitos de reconocimiento y restauración, nos corresponde a nosotros, subcreadores, plasmarlos en nuestras propias obras. Porque nuestro mundo está Caído, pero nuestro espíritu humano aún recuerda un destello de las cosas como tendrían que haber sido, hemos de esforzarnos por hacer de nuestra vida y la de nuestros seres queridos al menos un poco más cercanas a un cuento de hadas.
Nuestro mundo y nosotros mismos ya estamos bastante roídos por todo tipo de males, desde los más involuntarios a los más arteros. ¿Por qué insistir acríticamente en ello desde la ficción? En entradas anteriores, recuerdo haber ya comentado mi apreciación sobre este asunto a propósito del auge de ciertas corrientes contemporáneas de la Fantasía que parecían solazarse en lo que hay más de oscuro en nuestra naturaleza. Aunque claramente se trata de un tema complicado, al que tal vez valga la pena dedicarle mayor pensamiento, creo que muchos lectores de género entenderán a priori a qué me refiero: la noción absurda de que la insistencia en ciertos temas (la violencia, los partidismos políticos, los derivados aguados de nihilismo) es lo que haría a la obra más adulta, respetable o compleja. Es decir, una forma bastante torpe de lidiar con las críticas igualmente torpes de que la Fantasía se había vuelto una expresión literaria demasiado naif, cuando el problema no reside tanto en la existencia misma de la luz como en la aplicación superficial de su valor en la composición.
Desde luego, mi reparo anterior no implica que rechace toda obra de deprimentes conclusiones. Si el artificio literario es de buena factura, la valoraré desde su técnica. Y, naturalmente, una obra puede también movernos al cambio justo desde la tragedia que nos presenta. Se trata, creo, de un asunto de ética y de enfoques temáticos, pero también de la manera en la que, como lectores individuales, asignamos un sentido a estas narrativas. Y sucede que a mí, como lectora, me molesta que el sistema busque orillarme a justificar obras deprimentes solo porque sí, porque se trate (o se promocione) como la evolución normativamente deseada de la Fantasía.
No he dicho nada nuevo hasta ahora, en el contexto de mis ensayos previos en este blog. Pero ahora he descubierto un nuevo factor que refuerza estas impresiones.
Existe una expresión del mal que no tiene por qué ser tan nítida como las que apunté antes: la incompletitud. Nuestra vida está llena de vacíos, de experiencias inconclusas. Caminos que se emprendieron con una ruta determinada y que se extraviaron en atajos o desvíos eternos, o que derechamente condujeron a otros destinos. Personas que quisimos y con las que deseábamos seguir compartiendo aventuras y que terminaron, por responsabilidades propias, ajenas o compartidas (o mero azar torcido) en las sombras de nuestros recuerdos. Nombres, rostros y voces que alguna vez significaron tanto, ahora perdidos en el tiempo. Tantas, tantas palabras que deberían haberse dicho y que no se pronunciaron, o palabras (tantas, tantas ellas también) que nunca deberían haberse pronunciado y que se articularon en la peor de las formas.
En un mundo prístino, estos baches, olvidos o cismas no deberían haber ocurrido nunca. O bien, deberían haberse presentado con la promesa de su redención a cuestas: el reconocimiento, la restauración.
Pero no vivimos en un mundo prístino. Solo nos quedan las historias, y la propia Fantasía, porque en ellas brilla aún lo que perdimos o lo que creemos que alguna vez debimos tener.
La peor autoayuda y ciertos consejos genéricos de salud mental de redes sociales nos sugieren que todo depende de nosotros, o que son los demás siempre los que están mal. Al margen de la burda simplificación de esto, hay una certeza que una buena introspección terapéutica no puede eludir: hay veces en la que todo está irremediablemente perdido. Cuando algo se rompe, quedan al menos dos pedazos. Para unirlos, habría que hacerlos coincidir o conectarlos otra vez. Y a veces, en el caso de los vínculos humanos, un pedazo no puede o no quiere coincidir o conectar, por las más diversas razones. Y no hay nada más que se pueda hacer… en este mundo.
Pero sí se puede hacer algo desde una historia de Fantasía.
El poeta Samuel Taylor Coleridge, antecedente importante en la historia del pensamiento de la ficción imaginativa, planteó que la imaginación misma tenía una cualidad esemplástica. Es decir, una capacidad de unir elementos dispares en una unidad coherente en sí misma.
Caprichosa y erráticamente, me gusta pensar en este bello concepto junto con el no menos hermoso kingtsugi japonés, un arte basado en la reparación de cerámicas fracturadas a partir de oro. El principio que subyace a esta práctica, si la aplicamos metafóricamente a la experiencia humana, es la idea de que nuestras fracturas y heridas forman parte de nuestra vida y que, en lugar de negarlas o de procurar reemplazar sin más lo que está roto, debiéramos exhibir y embellecer estas cicatrices desde algo luminoso.
Siempre he creído que el Fantasista ama las posibilidades de la imaginación porque siente algo roto dentro de sí, o porque anhela algo justamente perdido que quizá no pueda nombrar sino con las palabras de la maravilla. Es decir, desde esa “esemplasticidad” que logra unir lo que la vida, el destino o la Caída misma fraccionó alguna vez, haciéndonos creer que nunca podrían estar juntos.
La Fantasía, para mí, está escrita con letras de oro; sus voces son las cicatrices con relieve de nuestros espíritus.
Y esa Fantasía que tanto me interesa es la que se esfuerza por plasmar en sus historias esa restauración que en nuestro mundo parece tan ausente. Por reparar lo roto, unir las bifurcaciones del camino, reencontrar los corazones por siempre alejados, imprimir en la memoria todo lo olvidado, pronunciar lo que debía ser dicho y difuminar el eco de lo que no debía decirse.
Es decir, esta Fantasía debería pretender despertar en nosotros al menos un viso de reconocimiento de nuestra verdadera naturaleza inmaculada: podemos ser héroes por un día o un momento, dragones en el viento de la mañana, un nombre que crece tanto como una historia interminable.
No se trata de que la Fantasía tenga un poder cuasi beato, desde luego, pues la fractura inicial y todas las que vienen después son ineludibles. De ahí el camino (el verbo) de oro. Sí pienso en la Fantasía como una especie de puente simbólico entre nuestro mundo caído y aquel otro, que puede recibir diferentes nombres según las creencias de cada cual. O como un fruto que nos refuerza la existencia del árbol del que ha venido. En fin: un tenue acercamiento desde la subcreación a esa redención definitiva que anhelamos, la gran eucatástrofe. Y un acercamiento que puede o debiera ser tan íntimo como generoso, pues quienes podrían oír la Nota han de ser siempre pocos; siempre se necesitarán más instrumentos o voces que puedan al menos replicar un eco de esa certeza. Se lo debemos a quienes sufrieron, sufren o sufrirán dolores o esperanzas homólogas a las nosotras.
Por todo lo anterior, como lectora, me siento impaciente ante las historias de Fantasía que escamotean burdamente estas visiones ético-estéticas que busco. Puedo racionalizar que pretendan otros propósitos, pero eso no evita mis molestias. Me parece ahora que hay algo de extraño privilegio o morbo en el deseo de buscar historias “oscuras” solo porque sí, por mero espectáculo o capricho de reflejar la aleatoriedad de la existencia, cuando la vida real necesita tanta luz.
Yo necesito una teleología, una eucatástrofe, una tinta de oro, o la esperanza de todas ellas, o desesperaré.
Entiendo que no pueda conseguir todo esto siempre en mis lecturas del género, razón por la que evito historias ajenas cuya oscuridad carezca hasta de las más nimias estrellas, pero al menos puedo comprometerme para que las historias de mi autoría sí conlleven esto que anhelo para mí. Acaso haya más Fantasistas allá afuera que estén en una búsqueda similar, y he de llevarles este modesto eco de la Nota a sus propias obras, a sus corazones. Es posible que falle muchas veces en este cometido, pero al menos habré definido más la imagen de lo que persigo.
Incluso si no llego a muchos, los necesarios, o si no llegara realmente a nadie en el sentido de salvación que he deseado, me queda la esperanza de restauración personal.
Evidentemente, como todo el mundo, acarreo mis propios males y mis propias vivencias inconclusas. Y aunque las haya y esté trabajando aún con ayuda, de pronto se me ocurrió algo que ahora me parece muy evidente como ruta a seguir: quizá no he podido sanar del todo ciertas heridas porque no he podido transmutar su dolor desde la Fantasía. Quizá, en la medida en que pueda reparar a través de historias estas vivencias, transformadas en ficción, pueda trazar una senda de oro en su recuerdo.
No es como que no haya escrito ya de estas heridas en mis historias previas (la mayoría inéditas), pero creo que de una forma u otra estas visiones han tendido a surgir de maneras más inconscientes. ¿Qué pasaría si me dedicara a abrir los bordes de esas heridas mal cerradas y escribir directamente desde esa sangre?¿Qué pasaría si la Fantasía me planteara, desde la imaginación, un camino de reparación imposible en este mundo?
La Fantasía como terapia, sí, si se quiere (estoy consciente de que no se lee muy bien), pero a la vez como un arte exploratorio que sane de formas poco normativas o esperables estas heridas. Pues ¿a quién se le ocurriría usar oro para unir pedazos de una materialidad tan vulgar o irrelevante como ciertas fracturas que acarreo? A mí me gustaría intentarlo y ver qué sale de ello.
Quizá esas vías doradas formen un rostro o deletreen un nombre insospechado, y quizá ambos sean lo que hay aún de verdadero en mí.
- 2/08/2022
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