"Tres formas de escribir para niños", por C.S. Lewis

12/05/2022

A continuación comparto la traducción del ensayo "On Three Ways of Writing For Children", de C.S. Lewis, publicada en su libro Of Other Worlds: Essays and Stories (1966). La fuente en español es la siguiente:

Lewis, C.S. Tres formas de escribir para niños. De este y otros mundos. Ensayos sobre literatura fantástica. Trad. Amado Diéguez. Alba, pp. 63-79.

Realicé dos modificaciones a la traducción original de Diéguez, salvo algún error de transcripción: eliminé las tildes diacríticas según las nuevas normas de la RAE y reemplacé "fantástico" por "[de] fantasía" en las partes que resultase conveniente, por razones obvias.

Mi intención al compartir este ensayo por aquí es que sus palabras puedan anclarse en el corazón de algún narrador de historias infantiles de Fantasía que, como yo, las más de las veces se sienta dando palos de ciego en el entorno editorial. Que estas palabras anclen en él o ella, en ti, y que puedan despertar la esperanza de todos los que la necesitemos.





Tres formas de escribir para niños

C.S. Lewis

En mi opinión, quienes escriben literatura infantil tienen tres maneras de enfocar su trabajo; dos son buenas y, por lo general, la tercera es la mala.

He tenido noticia de la mala hace bien poco y gracias a dos testigos involuntarios. El primero de estos testigos es una dama que me envió el manuscrito de un relato escrito por ella en el que un hada ponía a disposición de un niño un artilugio maravilloso. Digo «artilugio» porque no se trataba de un anillo, ni de un sombrero, ni de un manto mágicos, ni de ningún objeto tan tradicional. El artilugio en cuestión era una máquina, una cosa con llaves, palancas y botones. Si el niño accionaba uno de aquellos mecanismos, la máquina le daba un helado; si accionaba otro, un cachorro, etcétera. Tuve que decirle a la autora que, sinceramente, aquella especie de cosa no me interesaba mucho, a lo que ella me replicó: «Ni a mí tampoco; me aburre soberanamente, pero es eso lo que le gusta a los niños modernos». El segundo testimonio es el siguiente. En el primer relato que escribí, describía con cierta extensión lo que a mí me parecía el muy elegante té que un hospitalario fauno ofrecía a la pequeña heroína de mi cuento. Un hombre con hijos me comentó: «Ah, ya comprendo lo que usted pretendía. Cuando se desea complacer a los lectores adultos, se les da sexo, de modo que usted se ha dicho: "A los niños no les gusta el sexo, ¿qué puedo darles en su lugar? ¡Ya sé! A esos pequeño granujas les encanta la buena comida" ». En realidad, sin embargo, es a mí a quien me encanta comer y beber, así que escribí lo que me habría gustado leer cuando era niño y lo que todavía me gusta leer ahora que paso de los cincuenta.

La dama de mi primer ejemplo y el caballero casado del segundo concebían la literatura para niños como una sección aparte cuyo lema podría ser: «Hay que darle al público lo que quiere». Por supuesto, los niños son un público muy especial y hay que averiguar lo que les gusta y dárselo, por poco que a ti te agrade.

Hay otra manera de escribir literatura infantil. A primera vista, puede parecer muy semejante a la anterior, pero creo que esa semejanza es solo superficial. Es la manera de escribir de Lewis Carroll, Kenneth Grahame y Tolkien. La historia impresa nace a partir de la que se cuenta a un niño en particular, de viva voz, y quizá ex tempore. Se parece a la manera a la que acabo de referirme porque esta también procura darle al niño lo que desea. Pero, en esta, el autor se dirige a una persona en concreto, a ese niño que, por descontado, es distinto a todos los demás niños. No podemos concebir a los «niños» como una especie extraña cuyos hábitos «reconstruimos» como antropólogos o viajantes de comercio. Sospecho que, cara a cara, tampoco sería posible obsequiar a un niño con algo especialmente calculado para complacerle pero que el autor considerara con indiferencia y desdén. El niño, estoy seguro, le calaría enseguida. El autor cambia ligeramente el tono porque se está dirigiendo a un niño y el niño cambia a su vez porque es un adulto quien se dirige a él. De este modo se crea una comunidad, una personalidad compuesta, y de ella surge la historia o la fábula.

La tercera manera de escribir para niños, la única que yo soy capaz de cultivar, consiste en escribir un relato infantil es la forma artística que mejor se adecua a lo que tienes que decir, de igual modo que un compositor escribe una marcha fúnebre no porque haya ningún funeral público a la vista sino porque se le han ocurrido ciertas ideas musicales que encajan mejor en este tipo de composición. Este método puede aplicarse a otros tipos de literatura infantil y no solo a los cuentos. Me han dicho que Arthur Mee nunca habló con ningún niño y que jamás tuvo deseos de hacerlo. Desde su punto de vista, que a los chicos les gustase leer lo que a él le gustaba escribir no era más que una cuestión de suerte. Es posible que esta anécdota no sea cierta, pero ilustra lo que quiero decir.

Dentro del género de «relato infantil», el subgénero que, según ha resultado, más se adecúa a mí, es el de fantasía o, en su sentido más amplio, el cuento de hadas. Existen, por supuesto, otros subgéneros. La trilogía de E. Nesbit sobre la familia Bastable es un buen ejemplo de uno de ellos. Es un «relato infantil» en la medida en que los niños pueden leerlo y lo leen, pero es también el único modo que E. Nesbit encontró para ofrecernos una visión amplia del humor y talante de la infancia. Es cierto que los niños de la familia Bastable aparecen en una de sus novelas para adultos —tratados, con éxito, desde el punto de vista de los mayores—, pero esa aparición dura solo un momento. En mi opinión, no creo que hubiera podido prolongarse. Es muy posible que cuando escribimos sobre niños desde el punto de vista de sus mayores caigamos en el sentimentalismo. De este modo, la realidad de la infancia, tal y como todos la experimentamos, se desvanece. Y es que todos recordamos que nuestra infancia, según la vivimos, fue inmensurablemente distinta a como la vieron nuestros mayores. De ahí que, cuando le pedí su opinión sobre un nuevo colegio experimental, sir Michael Sadler me respondiera: «Nunca doy mi opinión sobre ninguno de esos experimentos hasta que los niños han crecido y puedan contarnos lo que realmente ocurrió». La trilogía de los Bastable, por improbables que puedan ser muchos de sus episodios, proporciona incluso a los adultos, al menos en cierto sentido, una lectura más realista del mundo infantil que de la que podemos encontrar en la mayoría de los libros dirigidos a los mayores. Al mismo tiempo, por el contrario, permite que los niños que la leen lleven a cabo una actividad que, en realidad, es mucho más madura de lo que piensan. Y es que se trata de un autorretrato inconscientemente satírico de Oswald Bastable, un estudio del personaje que todo niño inteligente puede apreciar plenamente —mientras que ningún niño se sentaría a leer un estudio de personajes escrito de cualquier otra forma—. Existe otro subgénero de la literatura infantil que también transmite este interés sicológico, pero me reservo el comentario para más adelante.

Creo que tras esta escueta mirada a la trilogía de los Basta­ble, podemos sacar en claro un principio literario: cuando el relato infantil es, sencillamente, la forma más adecuada para lo que el autor quiere decir, los lectores que desean oír eso que el autor quiere decir leerán o releerán esa historia indepen­dientemente de la edad que tengan. No leí El viento en los sau­ces ni los libros de los Bastable hasta tener cerca de treinta años, pero dudo de que por eso los haya disfrutado menos. Estoy pensando en establecer el siguiente canon: un relato infantil que solo gusta a los niños es un mal relato infantil. Los buenos perduran. Un vals que solo nos gusta cuando valsamos es un mal vals.

Este canon me parece más evidentemente cierto cuando lo aplicamos al tipo particular de relato infantil que yo más apre­cio: el relato de fantasía, o cuento de hadas. La crítica moderna utiliza «adulto» corno término aprobatorio, pero se muestra hostil con eso que llama «nostalgia» y desdeñosa con eso que califica de «peterpanteismo». De ahí que una persona que aprecie a enanos y gigantes y afirme que, a sus cincuenta y tres años, las bestias y las brujas aún le gustan tiene muchas menos probabilidades de recibir elogios por su perenne juventud que de ser objeto de mofa y compasión por atrofia en su desarrollo. Si dedico unas líneas a defenderme de estos cargos no es tanto porque me importe gran cosa que se mofen de mí o me compa­dezcan, sino porque mi defensa guarda relación con mi punto de vista sobre el cuento de hadas y la literatura en general. Mi defensa, en efecto, consiste en las tres alegaciones siguientes:

1. Respondo con un tu quoque. Los críticos que emplean «adulto» como término laudatorio en lugar de hacerlo en un sentido meramente descriptivo no pueden ser adultos. Estar preocupado por ser adulto, admirar lo adulto solo porque lo es y sonrojarse ante la sospecha de ser infantil son señas de identidad de la infancia y de la adolescencia. Con moderación, en la infancia y en la adolescencia constituyen síntomas saluda­bles, porque el que es joven quiere crecer. Pero trasladar a la edad adulta, incluso a los primeros años de esta, esa preocupa­ción por ser adulto es, por el contrario, un signo de atrofia en el desarrollo. Cuando yo tenía diez años, leía cuentos de hadas a escondidas. Si me hubieran descubierto, habría sentido ver­güenza. Ahora que tengo cincuenta los leo sin ocultarme. Cuando me hice hombre, abandoné las chiquilladas, incluidas las del temor a comportarme como un chiquillo y el deseo de ser muy mayor.

2. En mi opinión, el punto de vista moderno implica una falsa concepción de lo adulto. Los modernos nos acusan de atrofia en el desarrollo porque no hemos perdido los gastos de la infancia, Pero ¿y si la atrofia en el desarrollo consistiera no en negarse a perder lo que teníamos, sino en no poder aña­dirle nada nuevo? Me gusta el codillo, pero estoy seguro de que en mi infancia no me habría gustado nada. Sin embargo, sigue gustándome la limonada. Yo llamo a esto crecer o desa­rrollarse porque ahora soy más rico de lo que era: si antes solo disfrutaba de una cosa, ahora lo hago de dos. Si tuviera que perder el gusto por la limonada para que me gustase el codillo, yo no llamaría a eso crecimiento, sino simple cambio. Ahora me gustan Tolstói y Jane Austen y Trollope, pero también los cuentos de hadas, y a eso yo le llamo crecer. Si tuviera que dejar de leer cuentos de hadas para leer a los novelistas, no diría que he crecido, sino tan solo que he cambiado. Un árbol crece porque añade anillos a su tronco, un tren no lo hace cuando deja atrás una estación y se dirige resoplando a la siguiente. Pero, en realidad, la cuestión es más profunda y compleja. Creo que mi crecimiento se manifiesta tanto cuan­do leo a los novelistas como cuando leo cuentos de hadas, que ahora disfruto mejor que en la infancia: como soy capaz de poner más en ellos, también, cómo no, saco de ellos más. Pero no quiero recalcar aquí ese extremo. Aunque solo se tratara de añadir el gusto por la literatura adulta al gusto inalterado por la literatura infantil, a esta adición también podría llamársele «crecimiento», cosa que no podríamos llamar al proceso de dejar un paquete para coger otro. Es, por supuesto, cierto que el proceso de crecimiento supone, por casualidad y por des­gracia, algunas otras pérdidas, pero no es esto lo esencial en él ni, ciertamente, lo que lo hace admirable y deseable. Si fuera así, si dejar paquetes y abandonar estaciones constituyeran la esencia y virtud del crecimiento, ¿por qué íbamos a detener­nos en lo adulto? ¿Por qué no habría de ser «senil» un término igualmente aprobatorio? ¿Por qué no íbamos a alegrarnos de perder el cabello y los clientes? Al parecer, algunos críticos con­funden el crecimiento con los costes del crecimiento y desean que esos costes sean mucho más altos de lo que, en virtud de su naturaleza, tienen que ser.

3. La asociación entre cuentos de hadas y fantasía e infancia es local y accidental. Espero que todos hayan leído el ensayo de Tolkien sobre los cuentos de hadas, que tal vez sea la contri­bución al tema más importante que se haya hecho hasta la fecha. Si es así, sabrán que en la mayoría de las épocas y luga­res el cuento de hadas no se ha elaborado especialmente para niños, ni han sido estos quienes lo han disfrutado en exclusiva. Gravitó hacia el parvulario cuando pasó de moda en los círcu­los literarios, igual que los muebles pasados de moda eran tras­ladados a la habitación de los niños en las casas victorianas. En realidad, y al igual que a otros muchos no les agradan los sofás de crin, a muchos niños no les agradan este tipo de libros; tam­bién hay muchos adultos a quienes sí les gustan, por el mismo motivo que a otros tantos les encantan las mecedoras. Por lo demás es probable que a aquellos, mayores o pequeños, a quienes les gustan les agraden por la misma razón. Claro que ninguno de nosotros puede decir con certeza qué razón es ésa. Las dos teorías en las que pienso más a menudo son la de Tol­kien y la de Jung.

Según Tolkien el atractivo de los cuentos de hadas reside en el hecho de que el hombre ejercita en ellos con gran pleni­tud su función de «subcreador»; no, corno ahora les encanta decir, haciendo «un comentario sobre la vida», sino creando, en la medida de lo posible, un mundo subordinado del suyo propio. Puesto que esta, en opinión de Tolkien, es una de las funciones más características del hombre, siempre que se cumpla bien, el disfrute surge de manera natural. Para Jung, los cuentos de hadas liberan Arquetipos que habitan en el sub­consciente colectivo, así que cuando leemos un buen cuento de hadas estamos obedeciendo al viejo precepto «Conócete a ti mismo». Me atrevería a añadir a estas mi propia teoría, no, desde luego, del Género en su conjunto, sino de uno de sus rasgos. Me refiero a la presencia de seres distintos a los huma­nos que, sin embargo, se comportan, en diferentes grados, humanamente: los gigantes, los enanos y las bestias parlantes. Creo que todos ellos son, cuando menos (y es que pueden tener otras fuentes de poder y belleza), un admirable jeroglífi­co que tiene que ver con la psicología y con los tipos, y que transmite ambos elementos con mayor brevedad que las nove­las y a lectores que aún no pueden asimilar su presentación novelesca. Consideremos al señor Tejón de El viento en los sau­ces, esa extraordinaria amalgama de altivez, hosquedad, mal humor, timidez y bondad. El niño que ha conocido al señor Tejón adquiere, en lo más profundo, unos conocimientos de la humanidad y de la historia social de Inglaterra que no podría conseguir de ninguna otra forma.

Por supuesto, al igual que no toda la literatura para niños es de fantasía, no toda la literatura fantástica tiene por qué ser para niños. Todavía es posible, incluso en una época tan, feroz­mente antirromántica como la nuestra, escribir relatos fantás­ticos para adultos, aunque para publicarlos normalmente sea preciso haberse labrado un nombre en otro género literario más de moda. Puede haber un autor a quien en determinado momento le parezca que no solo la literatura de fantasía, sino la literatura de fantasía infantil, es la forma más precisa y adecua­da para expresar lo que desea. La distinción es sutil. Las fanta­sías para niños de ese autor y sus fantasías para adultos tendrán mucho más en común entre sí que ambas con la novela corriente o con lo que algunos llaman «la novela de la vida infantil». De hecho, es probable que algunos lectores lean sus novelas «juveniles» y también sus relatos fantásticos para adul­tos. Porque no necesito recordar a personas como ustedes que la división nítida de los libros por grupos de edad, a la que los editores son tan afectos, no guarda más que una relación muy laxa con los hábitos de los lectores reales. A quienes nos amo­nestan de adultos por leer libros infantiles ya nos amonesta­ban de niños por leer libros demasiado maduros. Ningún lec­tor que se precie progresa por pura obediencia a un calendario. La distinción, como he dicho, es sutil. Yo no estoy seguro de qué me hizo sentir, en un año concreto de mi vida, que lo que debía escribir —o proclamar— no era solo un cuento de hadas, sino un cuento de hadas para niños. En parte, pien­so, este género te permite, o te impele, a dejar de lado ciertos elementos que yo quería dejar de lado. Te impele, en efecto, a depositar toda la fuerza de la obra en las acciones y los diálo­gos. Pone a prueba lo que un amable pero exigente crítico llamó en mi «el demonio de la exposición». Y, además, impo­ne necesariamente ciertas restricciones de extensión que resultan muy fructíferas.

Si he permitido que la literatura infantil de fantasía domine esta charla es porque es la que más conozco y más me gusta, no porque esté en mi ánimo condenar otros subgéne­ros. Muy al contrario y con mucha frecuencia, los mecenas de esos otros subgéneros sí desean condenar la literatura infantil de fantasía. Más o menos una vez cada cien años, algún sabelo­todo alza la voz y se esfuerza por desterrar el cuento de hadas del territorio de la literatura para niños, de modo que es mejor que diga algunas palabras en su defensa.

Al cuento de hadas se le acusa de imbuir en los niños una impresión falsa del mundo que les rodea; sin embargo, yo creo que, de todos los libros que un niño lee, no hay ninguno que le dé una impresión menos falsa. Creo que es más probable que le engañen esas otras historias que pretenden pasar por literatura realista para niños. Yo nunca esperé que el mundo fuera como un cuento de hadas, pero creo que sí esperé que el colegio fuese como un cuento de colegios. Todas las historias en la que los niños experimentan aventuras y éxitos, posibles en el sentido de que no quiebran las leyes de la naturaleza pero de una improbabilidad casi absoluta, corren más peligro de despertar falsas expectativas que los cuentos de hadas.

Respuesta casi idéntica puede darse a la frecuente acusación de escapismo que se cierne sobre este tipo de literatura, aunque en este caso la cuestión no es tan sencilla. ¿Enseñan los cuentos de hadas a los niños a refugiarse en el mundo de ensoñación —«fantasía», en el sentido técnico en que la sicología emplea la palabra— en lugar de a enfrentarse a los problemas del mundo real? Es en ese punto donde el problema se vuelve más sutil. Comparemos de nuevo el cuento de hadas con el cuento escolar o con cualquier otro tipo de relato que lleve la etiqueta de «cuento para niños» o «cuento para niñas» en oposición a «cuento infantil». Tanto el cuento de hadas como el cuento de ambiente escolar excitan deseos y, al menos desde un punto de vista imaginario, los satisfacen. Deseamos atravesar el espejo, llegar al país de las hadas. También deseamos ser ese chico o chica inmensamente popular y reconocido, o ese niño o niña que tiene la suerte de descubrir ese complot de espías o montar ese caballo que ningún cowboy ha podido domar. Pero se trata de deseos muy distintos. El segundo, especialmente cuando se centra en algo tan cercano como la vida escolar, es voraz y terriblemente serio. Su cumplimiento en el nivel imaginativo es en verdad compensatorio: nos precipitamos hacia él por las decepciones y humillaciones del mundo real —claro que luego él nos devuelve a la realidad profundamente descontentos—, y es que no es otra cosa que una adulación a nuestro ego. El otro deseo, el de alcanzar el país de las hadas, es muy distinto. Un niño no desea conocer el país de las hadas como otro puede desear convertirse en el héroe de los once elegidos de su equipo de cricket. ¿Supone alguien que ese niño desea, en verdad y con los pies en la tierra, experimentar todos los peligros e incomodidades de un cuento de hadas? ¿De verdad desea que haya dragones en la Inglaterra de nuestros días? Desde luego que no. Es mucho más exacto decir que el país de las hadas despierta en él el deseo de algo indeterminado. Le excita y le preocupa (enriqueciéndole de por vida) con la vaga sensación de que algo está más allá de su alcance y, lejos de aburrirle o vaciar su mundo real, le permite conocer una visión nueva y más profunda. No desdeña los bosques reales porque haya leído cuentos de bosques encantados: esa lectura, por el contrario, hace que esos bosques reales le parezcan un poco encantados. Este deseo, ciertamente, es de un tipo especial. El niño que lee la clase de cuento escolar que tengo en mente desea el éxito y se siente desgraciado (en cuanto concluye el libro) porque no puede conseguirlo. El niño que lee el cuento de hadas desea y es feliz por el solo hecho de desear. Pues su mente no se ha visto dirigida a él mismo, como sucede con frecuencia con los relatos más realistas.

No pretendo decir que los relatos para chicos y para chicas ambientados en el mundo escolar no deberían escribirse. Lo único que digo es que tienen muchas más posibilidades de convertirse en «fantasías», entendido el término en su sentido más clínico, que los cuentos de fantasía, una distinción que también puede aplicarse a las lecturas de los adultos. La fantasía peligrosa siempre es superficialmente realista. La verdadera víctima de la ensoñación del deseo ni se inmuta con la Odisea, La tempestad o La serpiente de Uróboros; prefiere las historias de millonarios, bellezas despampanantes, hoteles de lujo, playas con palmeras y escenas de cama, cosas que podrían ocurrir en la realidad, que tendrían que ocurrir, que habrían ocurrido si al lector le hubieran dado una oportunidad. Porque, como yo digo, hay dos clases de deseo: el primero es una askesis, un ejercicio del espíritu; el segundo es una patología.

Un ataque mucho más serio al cuento de hadas como litera­tura infantil proviene de aquellos que no desean que se atemo­rice a los niños. He padecido demasiados terrores nocturnos en mi infancia para infravalorar esta objeción y no pretendo avivar los fuegos de ese infierno íntimo en ningún niño. Por otra parte, ninguno de mis miedos se debía a los cuentos de hadas. Los insectos gigantes eran mi especialidad, seguidos de los fantasmas. Supongo que eran los cuentos los que directa o indirectamente me inspiraban los sueños de fantasmas, pero, desde luego, no los cuentos de hadas. En cambio, no creo que los insectos se debieran a los cuentos. Tampoco creo que mis padres pudieran haber hecho o dejado de hacer nada que me salvara de las pinzas, mandíbulas y ojos de aquellas abomina­ciones de múltiples patas. Y en esto, como tantos han señala­do, reside la dificultad. No sabemos qué asustará o no asustará aun niño de este modo tan particular. Digo «de este modo tan particular», porque es preciso establecer una distinción. Quie­nes dicen que a los niños no se les puede asustar pueden que­rer decir dos cosas. Pueden querer decir que (1) no debemos hacer nada que pueda inspirar en un niño esos miedos obsesi­vos, paralizantes y patológicos, es decir, esas fobias, frente a las cuales es inútil la valentía corriente. Su mente debe, si es posi­ble, verse libre de esas cosas en las que no puede soportar pen­sar. Pero también pueden querer decir que (2) debemos intentar que no piense en que ha venido a un mundo donde hay muerte, violencia, dificultades, aventuras, heroísmo y cobardía, el bien y el mal. Si quieren decir lo primero, estoy de acuerdo con ellos, pero no estoy de acuerdo con lo segundo. Hacer caso a lo segundo sería, en realidad, dar a los niños una impresión falsa y educarles en el escapismo, en el peor sentido de la palabra. Hay algo absurdo en la idea de educar de ese modo a una generación que ha nacido con la OGPU (policía secreta soviética) y la bomba atómica. Puesto que es tan probable que tengan que vérselas con enemigos muy crueles, dejemos al menos que hayan oído hablar de valientes caballeros y del valor de los héroes. De otro modo, solo conseguiremos que su destino sea más oscuro, no más brillante. Por otro lado, la mayoría no pensamos que la violencia y la sangre de los cuentos cree nin­gún miedo obsesivo en los niños. En lo que a esto respecta, me pongo, de un modo impenitente, del lado de la especie huma­na frente al reformista moderno. Bienvenidos sean los reyes malvados y las decapitaciones, las batallas y las mazmorras, los gigantes y los dragones, y que los villanos mueran espectacu­larmente al final del relato. Nada me convencerá de que esto induce en un niño normal ningún miedo más allá del que desea, y necesita, sentir. Porque, por supuesto, el niño quiere que le asusten un poco.

La cuestión de los otros miedos —las fobias— es bien distin­ta. No creo que haya nadie capaz de controlarlas por medios literarios. Al parecer, venimos al mundo con las fobias pues­tas. Sin duda, esa imagen concreta en que se materializa el miedo de un niño puede a veces tener su origen un libro. Ahora bien, ¿es esa imagen el origen o la concreción casual de ese miedo? Si el niño no hubiera visto esa imagen, ¿no tendría el mismo efecto otra distinta e impredecible? Ches­terton nos habla de un niño que tenía más miedo al Albert Memorial que a cualquier otra cosa en el mundo y yo conoz­co a un hombre cuyo gran terror infantil era la edición de la Enciclopedia Británica en papel biblia... por un motivo que les desafío a descubrir. En mi opinión, es posible que, si usted confina a su hijo a esas pulcras historias de la vida infantil en las que jamás ocurre nada alarmante, fracase en su intención de desterrar sus miedos y le niegue, sin embargo, el acceso a todo lo que puede ennoblecerlos o hacerlos soportables. Y es que, en los cuentos de hadas y estrechamente ligados a los personajes terribles, encontramos consuelos y protectores brillantes y memorables; además, los personajes terribles no solo son terribles, sino también sublimes. Sería estupendo que los niños no sintieran miedo, cuando están tumbados en su cama y oyen o creen oír un ruido. Pero, si han de tener miedo, creo que es mejor que piensen en dragones y gigan­tes que no en ladrones. Y san Jorge, o cualquier otro caballe­ro de brillante armadura, me parece mejor consuelo que la idea de la policía.

Voy incluso más allá. Si yo me hubiera librado de todos mis terrores nocturnos al precio de no haber conocido el mundo de las hadas, ¿habría salido ganando con el cambio? No hablo por hablar. Aquellos miedos eran horribles, pero, en mi opi­nión, ese precio habría sido demasiado alto.

Pero me he desviado demasiado del tema. Algo inevitable, porque de las tres formas de escribir para niños solo conozco por experiencia la tercera. Espero que el título de esta charla no induzca a engaño y nadie piense que voy a darle al lector consejos sobre cómo escribir un relato para niños. Tengo dos buenas razones para no hacerlo. En primer lugar, son muchas las personas que han escrito relatos mucho mejores que los míos, así que, en lugar de enseñar el arte de la escritura, prefe­riría aprender más cosas de él. Además, y en cierto sentido, yo nunca he «hecho» ningún relato. El proceso que sigo se pare­ce más a la observación de las aves que al habla o a la construc­ción. Yo veo imágenes. Algunas de esas imágenes tienen en común algún sabor, casi un olor, que las agrupa. Hay que guar­dar silencio y escuchar, y las imágenes comenzarán a reunirse. Si se tiene mucha suerte (yo nunca he tenido tanta), puede que muchas se agrupen con tanta coherencia que conformen una historia completa sin que tú hagas nada. Lo más frecuen­te, sin embargo (es lo que a mí siempre me ocurre), es que existan lagunas. En este caso es cuando, por fin, hay que recu­rrir a la invención deliberada, ideando motivos que justifiquen por qué los personajes se encuentran donde se encuentran y hacen lo que hacen. No tengo ni idea de si esta es la forma habitual de escribir historias, y mucho menos sé si es la mejor, pero es la única que conozco: las imágenes siempre son lo pri­mero  

Antes de terminar me gustaría retomar lo que dije al princi­pio, cuando rechacé cualquier forma de abordar la cuestión que comience con la pregunta: «¿Qué les gusta a los niños modernos?». Alguien puede preguntarme si también rechazo todo enfoque que comience preguntándose: «¿Qué necesitan los niños modernos?», es decir, si también rechazo una aproxi­mación moral o didáctica a la cuestión. Pues bien, creo que la respuesta sería «sí», y no porque no me gusten los cuentos morales, ni tampoco porque piense que a los niños no les gus­tan las moralejas, sino porque estoy seguro de que la pregunta: «¿Qué necesitan los niños modernos?» no conduce a una buena moraleja. Cuando hacemos esa pregunta, damos por sentada cierta superioridad moral. Sería mejor preguntarse: «¿Qué moraleja necesito yo?», y es que creo que si algo no nos preocupa profundamente a los autores, tampoco les preocu­pará a nuestros lectores, con independencia de la edad que tengan. Pero lo mejor es no hacerse ninguna pregunta. Hay que dejar que las imágenes nos revelen su propia moraleja, porque la moral inherente a ellas surgirá de las raíces espiri­tuales, sean estas cuales sean, que hayan arraigado en el curso de toda nuestra vida. Si esas imágenes no dejan entrever nin­guna moraleja, no les añadamos una, y es que la que podamos añadir será, muy probablemente, una moral tópica, incluso falsa, rebañada de la superficie de nuestra conciencia. Y ofre­cerles algo así a los niños es una impertinencia. Porque la autoridad nos ha dicho que, en la esfera moral, los niños son, probablemente, al menos tan sabios como nosotros. Si alguien puede escribir un cuento para niños sin moraleja, que lo haga, si es que se ha propuesto escribir cuentos para niños, claro. La única moraleja valiosa es la que se deriva de la forma de pensar del autor.

En realidad, los elementos de la historia deberían surgir de la forma de pensar del autor. Debernos escribir para niños a partir de los elementos de nuestra imaginación que comparti­mos con los niños; hemos de diferenciarnos de nuestros lecto­res niños, no por un menor o menos serio interés por los temas que manejamos, sino por el hecho de que tenemos otros intereses que los niños no comparten. El tema de nues­tro relato debería formar parte del mobiliario habitual de nuestro pensamiento. Es algo que les ha sucedido, supongo, a todos los grandes autores de literatura infantil, cosa que nor­malmente no se comprende. No hace mucho tiempo, un críti­co que se proponía elogiar un cuento de hadas dijo muy serio que el autor «nunca decía nada ni siquiera medio en broma». Caramba, ¿y por qué iba a hacerlo? Nada me parece peor para este arte que la idea de que todo lo que compartimos con niños es «infantil», en el sentido peyorativo del término, y que todo lo infantil es, en cierto sentido, cómico. Debemos tratar a los niños como a nuestros iguales en esa área de nuestra natu­raleza en la que somos sus iguales. Nuestra superioridad con­siste, por una parte, en que en otras áreas somos mejores y, por otra (más relevante), en que contamos historias mejor que ellos. No hay que tratar a los niños con condescendencia ni idolatrarlos, tenemos que hablar con ellos de hombre a hom­bre. La peor actitud de todas es la del profesional que conside­ra a los niños una especie de materia prima que hay que mane­jar. Por supuesto, debemos procurar no hacerles daño y, al amparo de la omnipotencia, atrevemos a esperar hacerles algún bien, pero solo un bien que no suponga dejar de tratarlos con respeto. No debernos imaginar que somos la Providencia o el Destino. No diré que nadie que trabaje en el Ministerio de Educación puede escribir un buen cuento para niños por­que todo es posible, pero apostaría bastante dinero a que no puede.

Una vez, en el restaurante de un hotel, dije, seguramente en voz demasiado alta: «Odio las ciruelas»; «Yo también», respon­dió la inesperada voz de un niño de seis años desde otra mesa. La conexión fue instantánea. A ninguno de los dos nos pare­ció una situación divertida, pues ambos sabíamos que las ciruelas son demasiado malas para que lo sea. Ese es el tipo de comunicación idónea entre un hombre y un niño que no tie­nen una relación muy estrecha. De las más intensas y difíciles relaciones entre un niño y su padre o entre un niño y su profe­sor, no diré nada. Un autor, como mero autor, es ajeno a todo eso. Ni siquiera es un tío, es un hombre independiente y un igual, como el cartero, el carnicero y el perro del vecino.

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