A propósito de Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez

10/30/2020


Tiempo después de haber leído algunos cuentos de Mariana Enríquez, a partir de los cuales tuve una impresión irregular respecto al interés que me despertaban como lectora, me enteré de la existencia de esta novela. Puesto que mis relatos favoritos compartían el efecto de que hubiera deseado leerlos de manera expandida, me pregunté si no encontraría aquello, justamente, en esta nueva obra. 

Pero la verdad es que en ella me encontré con muchísimo más de lo que hubiera podido esperar. Di no solo con una novela que me pareció extraordinaria, mi lectura de ficción favorita del año, sino también con una que me apasionó profundamente y que me mostró, de manera (paradójicamente) casi providencial, una senda estética inesperada en torno al desarrollo de lo imaginativo en nuestro continente.

A continuación iré desglosando algunos elementos que quisiera desarrollar en detalle, a fin de explicar lo anterior.


Esa “otra” historia de terror: a vueltas con el género y la tradición angloparlante


Nuestra parte de noche narra una tragedia familiar focalizada en los desesperados intentos de un padre, Juan Peterson, por proteger a su hijo Gaspar del destino que le ha sido impuesto como futuro médium de la secta que rinde culto a una hermética entidad llamada la Oscuridad. La obra se estructura en 6 partes, que abordan desde distintos enfoques esta tensión entre las bondades, miserias y tristezas del mundo cotidiano y los ominosos poderes sobrenaturales que parecen regirlo todo por debajo. A lo largo de sus 672 páginas, vemos crecer a Gaspar de niño a joven y reformular su relación con su padre; conocemos el alcance de la larga mano de la Oscuridad y de todas las intrigas tendidas a lo largo de varios años para asegurar su posición; y, de paso, nos encontramos con una visión transversal de la situación sociopolítica de Argentina en el contexto de las diversas épocas abordadas.

Como puede intuirse a partir de esta sinopsis, Nuestra parte de noche es una novela de terror. Enríquez ha conseguido una proeza que aún pocos autores consagrados han podido lograr bien: hacerle tragar a los críticos y académicos más normativos una buena y explícita dosis de ficción imaginativa, forzándolos incluso a relamerse de gusto. 

Creo que esto se debe a dos circunstancias: al talento literario de Enríquez y a las sutiles concesiones que hace su obra hacia este mundo normativo. Los críticos no pueden obviar que están leyendo literatura imaginativa, sobre todo porque la misma autora ha insistido en su filiación a ella, pero su pericia es tal que todo lo que normalmente ellos asocian, con ademanes de asco, a códigos de género, Enríquez los refina a su máximo esplendor. Enríquez además elige justamente una parcela imaginativa que, como el fantástico, tiene una raíz muy fuerte en lo mimético: el terror. Ya con sus antologías de cuentos había posicionado una manera muy distintiva de trabajar el terror, desde una mirada tan intimista como colectiva (“El desentierro de la angelita" y “Chicos que vuelven”), y tan local como universal ("Las cosas que perdimos en el fuego" y  “La casa de Adela”, relato sobre una casa embrujada que se refundió en esta novela). 

Lo anterior ha propiciado lecturas bastante dispares, sostenidas en la gran riqueza de la obra y en los diferentes perfiles lectores. Una de las líneas de lectura más notorias que distinguí es la obsesión de ciertos críticos y lectores por interpretar los elementos imaginativos de la novela como “alegóricos”. Incluso llegué a leer que estos eran apenas una “excusa” para desarrollar cosas más “importantes”, como la relación entre padre e hijo y el difícil contexto dictatorial y pos dictatorial de Argentina. Coincidentemente, esta línea de lectura solía entrecruzarse con otra, que planteaba que esta novela se apartaba de los códigos europeos y norteamericanos de la ficción de género para mostrar una mirada latinoamericana. 

Desde luego, estoy en desacuerdo con ambas propuestas de lectura, por reduccionistas. Negar el estatuto estético de terror de la obra me parece un error, acaso herencia del desprecio de este continente a las obras más imaginativas, que PERSONALMENTE he visto (y sufrido) de manera sistemática a lo largo de toda mi vida. Que la estupenda obra de Enríquez sea de terror no me parece una mácula que deba intentarse borrar a toda costa para tratar de ensalzar todos los otros elementos que la literatura latinoamericana lleva décadas entera llevando a la palestra, sino un inesperado triunfo de la ficción imaginativa y una evidencia concreta de que pueden abordarse esos elementos desde miradas no miméticas. 

En cierto sentido, podría plantear que lo no mimético abre vías (aún) poco concurridas para narrar el horror latinoamericano. Pienso: no es que debamos leer lo imaginativo (la Oscuridad, los poderes sobrenaturales, los espacios mágicos) escindido de lo realista (Argentina, la vida cotidiana amenazada) o subordinado a ello, sino como dos caras de una misma moneda monstruosa. No pueden eliminarse los elementos no miméticos de la obra sin hacerle perder su sentido último, del mismo modo en que esta no podría haber sido escrito descontextualizada de esos años en Argentina, o aun de aquella Inglaterra de los 60-70.

Este doble vínculo es magnífico para la riqueza de la obra, pues puede ser apreciado tanto por quienes valoramos la imaginación en tanto lámpara en medio de la noche como por los que necesitan llevar a todas partes un espejo porque o si no se desesperan. El problema de los portaespejo es, como suele suceder, su falta de lecturas imaginativas, lo que se traduce en una visión preujiciosa y limitada de lo que estas pueden llegar a ofrecer cuando se presentan tan pulidas como en la novela de Enríquez.

En el caso de los portaespejo hispanoamericanistas, además, el problema se conecta con el desconocimiento de la tradición angloparlante con la que dialoga, también, Enríquez. Por Dios, ¡la novela debe su nombre a un verso de Emily Dickinson! [1] La narración está salpicada de todo tipo de referencias, más o menos explícitas, a clásicos ingleses (sobre todo poesía) y populares obras norteamericanas de terror, e incluso se incrustan fragmentos directamente en inglés. Aun cuando yo misma sea mayormente ignorante en lo que refiere al estudio formal de estas tradiciones, al menos puedo sentir que sus voces están ahí, hablando entre las páginas. 

Lo que sí creo que hace Enríquez, por concederle un punto a aquella crítica de lo “no anglo”, es que hace suyos estos códigos foráneos, y con gran oficio. Pero esto no tiene que ver con negarlos o rechazarlos desde el desconocimiento. Por el contrario, Enríquez parece conocerlos y disfrutarlos bien como lectora, lo suficientemente bien como para dominarlos como autora y hacer que hablan desde el argentino. El trabajo de la autora podría considerarse así como otra manifestación de la recepción productiva; en este caso, del género de terror primermundista y de su rica genealogía [2]

Creo que en esto, también, se distingue Enríquez a otros autores latinoamericanos menores de terror: su aproximación al género, por más “popular” que se lo conciba, sigue siendo propiamente literaria. No se queda con el tizne de la superficie de sus códigos, sino que se zambulle en el origen mismo de su tinta, que a la vez conecta con otras fuentes que los autores menores desconocen o que derechamente desprecian, acusándolas de falso elitismo.

Las anteriores disquisiciones me hacen pensar que una lectura que pueda aprovechar las numerosas virtudes estéticas de la novela debiera tener, al menos, una doble articulación: la normativa (“literaria”) y la imaginativa. Cojear significativamente de una de estas podría redundar en una interpretación insuficiente, ya sea porque se demuestre incapacidad de entender la función y valor de los elementos no miméticos o porque solo se pueda acceder a una lectura despolitizada y “entretenida” del imaginario de terror.

En cierto modo, creo que Enríquez representaría un paradigma de modelo autorial que me atrae muchísimo, por estar en el intersticio entre género y norma. Aunque me parece que la argentina, por el prestigio que ha adquirido en los últimos años, está cada  vez más cerca de las parafernalias emperifolladas de la crítica y la academia, creo que su obra logra con éxito extraerse de diversos tipos de corsé. Por un lado, de la constricción de estos espacios formales y poderosos, pero también de la construcción de los también estúpidos y miserables espacios de los fandoms, que seguramente deben rendirle una suerte de culto gótico a la autora.

Lo mejor de esta liberación, creo, es que esta obra no se aparta de esta miríada de lecturas, por más limitadas que puedan resultar algunas. La obra está ahí, en todas partes, al alcance de todos nosotros, en parte gracias a la relevancia que adquiere Anagrama y su premio y en parte gracias al bello hecho de que sea una novela de género. Aun cuando personalmente me moleste el enfoque de algunas visiones ajenas, así sean elogiosas o deprecatorias, esa ubicuidad y las discusiones que esta propiciaría son algo que desearía para todas las obras imaginativas. 

Pero, principalmente, que todas estas estuvieran tan bien escritas como la novela de Enríquez.


La triada perfecta: historia, personajes, lenguaje


Mi lectura de Nuestra parte de noche la destaca como una obra de intersticio, híbrida, y creo que esta visión puede sostenerse también desde su fascinante engarce de elementos estilísticos y narrativos.

En efecto, una de las cosas que más me llamó la atención al momento de adentrarme en la lectura de Nuestra parte de noche fue su énfasis en un aspecto que no suelo ver en la literatura latinoamericana contemporánea normativa (razón por la que cada vez me siento más desentendida de ella): lo netamente narrativo. 

Aunque estoy consciente de que esta es una apreciación sesgada y quizá estúpida, siento que en Latinoamérica colisionan aún dos formas muy generales de entender la literatura. Una sería la que es considerada como propiamente literaria, centrada en un uso muy particular (correcto) del lenguaje, llena de omisiones y silencios, o focalizada en banalidades autoficcionales de gente normie. La otra sería aquella que se suele asociar más a la ficción imaginativa, pues se ocupa de contar una historia y desarrollar personajes a partir de determinadas reglas narrativas de composición (que, en el peor de los casos -es decir, en la ficción de género más comercial y estilísticamente mediocre-, vendrían siendo los infumables consejos de escritura importados del mundo gringo). En otras palabras, algo así como lo que Damián Tabarovsky llamaba en Literatura de izquierda, despectiva pero muy graciosamente, la literatura del café con leche (o de la hidromiel, o la absenta, podríamos decir, para ir a tono).

He estado pensando en esta extraña distinción, justamente, porque varias de mis excursiones hacia la narrativa chilena contemporánea me han deparado el encuentro con obras anémicas en extensión, triviales en sucesos narrados y, en última instancia, plenamente olvidables. Dos ilustres excepciones, que corresponden a la obra de Andrés Montero y de Cristián Geisse, se salvan ante todo en mi experiencia por su esmero estilístico, que recoge fraseos del mundo de la narración oral y algunos tópicos (la metaficción y el diablo del folclor chileno, por ejemplo) que me resultan interesantes.

La idea de una novela gordita, con muchos personajes, en la que pase mucho tiempo y los veamos crecer, es algo que he encontrado mucho más frecuentemente en la ficción imaginativa. Por desgracia, algunos de sus exponentes contemporáneos se me han hecho decepcionantes justo por el elemento estilístico, como explicaba en mi ensayo sobre El priorato del naranjo.

En cierto modo, pensaba que mis esperanzas de encontrarme con algo así como un novelón decimonónico adaptado a lo contemporáneo, lleno de diversión, angustia y buen lenguaje, estaban truncas. 

Pero he ahí que aparece Nuestra parte de noche.

Desde luego, es necesario comenzar por la obviedad de que me ha parecido una novela estupendamente bien escrita. Si bien soy una lectora que se siente mucho más a gusto con estilos altamente poéticos y de fraseo complejo, de esos que hoy el establishment detesta y que considera poco literarios (¡ah, las veleidades del poder!), quedé cautivada por la prosa de Enríquez. O, mejor dicho, de las prosas, pues cada parte de la obra poseía una focalización, un ritmo y un estilo con ciertas particularidades. Más allá de eso, el texto se abre en general a la narración de visiones poéticas y a descripciones externas e interiores precisas, a la frialdad y a la ternura, a lo cotidiano y lo horroroso, a la dicción europea y a la argentina. Y todo sin que estos cambios de registro se sientan irregulares. Y todo sin sacrificar la fluidez de la narración, que encanta al lector (para no usar el verbo horroroso de “enganchar”) y lo lleva por todas las mieles y hieles de su historia. 

Pero, en realidad, hablar de valor de estilo en Enríquez puede parecer redundante, considerando el antecedente de sus cuentos. Lo que creo importante aquí es destacar que todos sus andamiajes estilísticos parecen estar en función de delinear a sus personajes y la historia que ellos viven (o sufren).

La verdad es que hacía muchísimo tiempo que no me encontraba con una novela regional que me despertara cariño por sus personajes, e interés orgánico por la historia misma. La leí con tal fervor adolescente que en cada pausa me quedaba pensando en sus protagonistas y sus desventuras. Pensaba en el cuerpo castigado del hermoso Juan, en la confusión creciente de Gaspar, en el malgenio de Victoria, la ternura atontada de Pablo y la extrañeza de la manca Adela, en la maldad de gruesas tintas de Mercedes, en la bondad de Luis, en la repugnancia de la Oscuridad.

Una cita muy bella de Chesterton dice: “Literature is a luxury; fiction is a necessity”. Al leer a Enríquez, comprendí de pronto cuánto echaba de menos esa necesidad pura y simple de leer una buena historia, en el contexto de las narrativas latinoamericanas. 

El título de esta sección puede parecer un tanto engañoso, en ese sentido: no es que el manejo de Enríquez de todos ellos sea “perfecto”. Por otro lado, la perfección me tiene sin cuidado; no creo que sea algo a lo que alguien debiera aspirar. 

Quienes contemplan los relieves de una obra como defectos de composición han identificado algunas pérdidas de ritmo significativas. Con ellos concuerdo en que la primera parte de la novela, “Las garras del dios vivo”, es la mejor conseguida. Discrepo ya cuando critican la parte “La cosa mala de las casas solas”. Sospecho que en varios de estos casos lo que se da es un rechazo al foco en las vidas preadolescentes de Gaspar y sus amigos. A mí me gustó muchísimo ese cambio de registro, y creo que es funcional también a la suerte de Bildungsroman monstruosa del pobre Gaspar: un periodo de aparente calma, en el que lo sobrenatural va rascando poco a poco lo cotidiano, hasta descascararlo por completo en el clímax de la entrada en la casa maldita. 

De hecho, me encantó esta sección como una historia de literatura juvenil. La pandilla me pareció entrañable, y la manera en que las oscuridades (la simbólica y la con mayúsculas) iban colándose progresivamente en el relato me pareció muy bien lograda. En efecto, siento que en algunos tramos la narración se atascaba o aceleraba de manera más brusca, pero en ningún caso me resintió la vida de los chicos. De hecho, la presencia constante de la casa maldita, en contraste con aquellas acciones de Juan que ya no podíamos ver desde su focalización, actuaba como un eje de esta parte. Quienes previamente habíamos leído “La casa de Adela” sabíamos lo que ocurriría en esta sección, pero mi emoción no decayó en ningún momento al releer el episodio refundido. Al contrario, se potenció más por lo que ya conocía de los niños, con quienes me había encariñado.

Tuve una relación más distante con el resto de las partes, aunque todas me parecieron bien conseguidas, incluso aquellas que funcionaban como interludios y que se narraban desde las voces de personajes más bien periféricos. En particular, me resultaron un tanto ingratas las partes que se centraban en vidas adultas rendidas al mundanal ruido, como la de la juventud casquivana de Rosario en Inglaterra o las peripecias bohemias de un Gaspar ya adulto, porque es exactamente el tipo de imaginario del que detesto leer (y del que detesto participar). Aun así, la pericia narrativa de Enríquez logró mantener mi interés en ellas, pues nunca dejaban de pasar cosas relevantes (¡y terribles!), y los personajes seguían siendo entrañables.

Ese factor de íntimo nexo con los protagonistas es algo que tampoco solía ver en este tipo de narrativas actuales. Acaso sea porque la obra abarca una gran cantidad de años, y porque las diversas secciones abordan diferentes estadios de sus vidas (a veces con mucho dolor en medio), junto con sus diversas interacciones y sus naturales cambios en el tiempo, es muy difícil no cogerle afecto a sus personajes centrales en su (de)formación, todos enfrentados a un destino que pareciera excederlos y ante el que, sin embargo, se plantan con una entereza tan hermosa como dolorosa. 

Sin ir más lejos, la dupla de Juan y Gaspar me ha parecido una de las más bellas y conmovedoras que he leído en literatura contemporánea. Sufrí con ellos cada requiebro, cada herida y dolor físico, cada torva esperanza. Juan se me aparece de pronto como una suerte de Abraham luciferino que se resiste por todos los medios ante la obligación de entregar a su Isaac para el sacrificio de la deidad, en este caso corrupta. (Existen muchos alcances bíblicos en la historia, partiendo por el nombre de padre e hijo).

¿Y qué decir del propio Gaspar? Un protagonista genérico más allá de sus poderes (o precisamente por estos), ¡un elegido!, y que sin embargo es tan, tan adorable. ¿Cómo lo consigue Enríquez? No estoy muy segura, pero creo que algo puede tener que ver justamente con lo que he comentado antes: el esmero y el cariño sinceros (o así los he leído yo) por el detalle de la narración de su vida, de su desarrollo. El contraste fascinante entre su titánico destino y sus pequeñas actividades cotidianas. De nuevo, hibridez, intersticio: Gaspar es lo que es, en mi corazón, por el encuentro de esas dos dimensiones en la obra.

Quisiera cerrar este errático apartado citando un fragmento casi insignificante, que está lejos de ser representativo de las virtudes de la obra (supongo), pero que resultó muy significativo para mí. Desde luego, es un fragmento dedicado a Gaspar.

En particular, corresponde a cuando un Gaspar adolescente está viviendo con su tío y, en una reunión social de este con sus amigos, se detiene a pensar en la distancia que media entre él y el resto de las personas:

[…] Gaspar sentía que él no podía subir hasta ese escalón. Se lo había dicho a Isabel. Es como si subiéramos juntos una escalera y en un momento yo digo «hasta acá llegué». Y en ese escalón, más arriba, ellos son felices y yo los miro. ¿Habría sido siempre así? No era timidez ni retraimiento ni adolescencia, como pensaban los demás. No se le iba a pasar. Podía bailar solo, podía emocionarse en su habitación con un libro, pero cuando llegaba la fiesta se desconectaba, los demás se convertían en una película que podía ver y en la que no podía participar.


Podría justificar esta elección señalando que, aun en un detalle tan nimio como aquel, se expresa sencilla y poderosamente la marginación de la que es víctima Gaspar por su condición, por su posición por siempre ambigua entre el mundo cotidiano y el mundo de la Oscuridad, por la angustia que transmite toda la novela respecto a la imposibilidad aparente de Juan de proteger a su hijo a pesar de todos sus esfuerzos, y de entregarle, como el más singular presente, la posibilidad de una vida vulgar.

Pero en realidad no quisiera justificar nada. La verdad es que tan solo me parece un fragmento muy significativo emocionalmente para quienes, siendo más o menos operativos en el mundo exterior, no calzamos ni calzaremos jamás en ninguna parte, Oscuridades aparte. 

Al leer este pasaje, me vi como un adolescente otra vez, encontrando en ciertos fragmentos de ciertas novelas aquellas grandes verdades que definirían mi vida adulta, mi destino.

Aunque solo fuese por eso, le debo mucho a la novela de Enríquez y a su Gaspar, cuya amistad me hubiera honrado profundamente.


El Otro Lado y la posibilidad de una Faërie en Latinoamérica


Si bien la novela de Enríquez es de terror, la construcción del Otro Lado me remitió a una visión torcida de nuestra Faërie, de nuestra Fantasía. Incluso hay una alusión explícita en el texto, que me hizo sonreír de sincera alegría: 

Estuve a punto de tocar el agua pero Juan me detuvo, con bastante violencia, como si me hubiese arrancado de una hipnosis. Tiene razón, todos sabemos lo que pasa si robamos algo de faery. Pero este no es el país de las hadas. Las reglas, sin embargo, no tienen por qué ser diferentes. Las reglas casi nunca lo son. Las formas pueden variar, las reglas no.


Aquel ominoso espacio liminal que parece estar fuera del mundo y del tiempo conocidos y que surge asociado a la Oscuridad y sus dominios, es uno de los elementos que más me gustaron de la obra. No se explica nunca de manera formal, concreta, y sus particularidades paisajísticas (¿y ontológicas?) están descritas con un gran detalle para aumentar la sensación de incomodidad que el lector ha de compartir con los personajes que se aventuran en sus parajes. 

Me gusta mucho además su inclusión porque remarca que esta se trata de una obra imaginativa y no alegórica, reiteración que, como demostré en el primer apartado de este ensayo, nunca sobra tratándose de Latinoamérica. En ese sentido, creo que, felizmente, es imposible reducir por completo el Otro Lado a una alegoría de algo en particular porque es bastante poco lo que se define de él. Esto es algo que por desgracia no ocurre con obras como la compilación Pobres diablos de Cristian Geisse, en la que la vinculación constante entre la figura del diablo y la precariedad de sus personajes han inspirado lecturas de lo demoníaco como alegoría del capitalismo. Que no se malinterprete: esto me parecería fascinante si el capitalismo fuese concebido como expresión en sí diabólica y no como un mero mal secular que la figura del diablo ficcionalizaría desde la metáfora o el símbolo. 

Me interesa poderosamente el retrato del mal metafísico en la ficción porque creo en su existencia en nuestro mundo. 

Ciertamente Nuestra parte de noche traza una vinculación entre el capitalismo y el mal, condensado en el poder de la dinastía Bradford y sus diversas atrocidades, conectadas a su vez con la dictadura. Tampoco puede omitirse que las expresiones más recurrentes de religiosidad, aunque bien sincréticas, provienen sobre todo del pueblo argentino. Pero creo que es justo la existencia del Otro Lado lo que ayuda a desviar la posibilidad de las aburridas lecturas alegóricas. Es como si aquel universo formara parte no ya de un mal de concepción judeocristiana, sino de uno perteneciente a un orden primordial de un mundo antiguo ya olvidado. 

La Oscuridad devora, sí, pero es casi amoral en sus apariciones explícitas en la obra. En ese sentido, me pregunto si no será en efecto una versión torcida de lo feérico, que claramente posee una dimensión terrible, aunque tendamos a postergarla en favor de sus encantamientos (“Las formas pueden varias, las reglas no”).

Esta sería la primera vez que me encontraría con Faërie desde Latinoamérica, en una obra ambientada mayormente en Latinoamérica. Y, aunque esta iteración particular no sea exactamente lo que hubiera deseado, su existencia me llena de gozo.

Lo que quiero decir aquí, lo que he tratado de decir a lo largo de este ensayo, es que Mariana Enríquez ha hecho en Nuestra parte de noche lo que deberíamos hacer los Fantasistas latinos con historias de gran envergadura, y que hasta ahora solo se ha hecho de manera brillante desde mundos más o menos secundarios, a través de los sendos trabajos de Liliana Bodoc y Verónica Murguía.

La obra más cercana a este propósito suyo desde nuestro terruño, a mi juicio, ha sido El tren marino, de Daniel Villalobos, pero me pareció malograda por su obsesión gore, una protagonista adulta insufrible, un ritmo excesivamente best sellero que me tendía a sacar de quicio y una dicatástrofe mal desarrollada y decepcionante. Pero, curiosamente, sus virtudes me parecen un pálido pero evidente eco de algunas que me gustaron mucho en la obra de Enríquez, por estar mucho mejor desarrolladas, y que ahora al fin puedo identificar bien: la voz trágica y poderosa de los niños, el Mal de turno anclado ineludiblemente a la historia y trasfondo mitológico de nuestros azotados países latinos, la narración de viajes desesperados por nuestros territorios y la sensación constante de una angustia y un desamparo transversales.    

Creo que Enríquez, con su novela, podría plantear un modelo alternativo de escribir Fantasía en Latinoamérica, complementario a aquellos dos que esbocé en mi ensayo “La idea de una ‘Fantasía latinoamericana’ ”.

No me refiero con esto a que haya que seguir a pies juntillas su modelo narrativo, porque creo en la individualidad de los proyectos poéticos por sobre toda colectividad o subordinación a la hegemonía de los populares y poderosos, pero sí analizar sus virtudes más evidentes. Enríquez ha hecho que incluso me haya despertado la curiosidad por narrar una historia imaginativa desde Chile, que como país en general no me ha inspirado más que desilusiones, esperanzas delirantes y estúpidas y amarguras, y con el que tengo un nulo vínculo experiencial-geográfico. 

¿Qué más se le puede pedir a una obra literaria hermosa, siendo alguien que ama escribir, sino que su lectura te mueva a seguir escribiendo desde nuevos senderos, a pesar de todo el dolor que ello podría implicar?

Desde luego, me siento muy frustrada de que una novela como Nuestra parte de noche sea de terror y no de Fantasía, pero creo entender porque fue o tuvo que ser así. Como consuelo, me digo que al menos no fue de ciencia ficción (JA), y que hay un remedo o iteración de Faërie, algo que cuenta casi como un milagro o una gracia. 

Acaso sea que aquella tercera vía para la Fantasía latinoamericana no pueda sino recargar las voces en el oscuro tintero del terror de nuestro continente, algo que me llena de pasmo pero que, al mismo tiempo, ahora, también me tienta mucho explorar.

Lo único que tengo claro que, si algún día me animara a seguir la senda de Enríquez desde la Fantasía, brechas de talento, de carisma y de éxito aparte, escribiré para mi historia la eucatástrofe que ella no pudo o no quiso darle a la suya.


Notas

[1] 

Our share of night to bear—

Our share of morning—

Our blank in bliss to fill,

Our blank in scorning—


Here a star, and there a star,

Some lose their way!

Here a mist – and there a mist –

Afterwards—Day!”


[2] Enríquez también ha tenido un curioso rol promoviendo la ficción imaginativa. Uno de los casos más elocuentes fue su decisión, como directora del Letras del Fondo Nacional de las Artes de Argentina, de impulsar un concurso nacional centrado en literatura de género. Entonces sucedió lo delirante: personas (sobre todo autores normies) que se quejaron amargamente… ¡de ser excluidos por tan rígidas categorías! Escritores como Cecilia Pavón incluso llegaron a comentar, con un desplante e ignorancia insólitos, que a nosotros jamás se nos perdonaría en el medio normie, “Sigo sin entender cuál es la poesía de terror y ciencia ficción […] ¿Le agrego un par de aliens al libro de poema que ya tengo y pensaba mandar y es de ciencia ficción?”.

Es decir, nos encontramos nuevamente con un patético ejemplo del “Are they going to say this is fantasy?” / “I’m on the side of the pixies” de Kazuo Ishiguro, en su aún más patética diatriba contra Ursula K. Le Guin. 

En esta nota, las declaraciones de Enríquez resultan bastante graciosas por la irónica obviedad de sus respuestas.

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