“Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, sostenía T.W. Adorno. ¿Qué podría aportar la expresión estética superior del lenguaje a un mundo que ha visto las atrocidades más grandes? El horror de la deshumanización, entre muchas otras cosas, destruye nuestra capacidad para expresarnos y comunicarnos con otros.
Por otra parte, la literatura, por desgracia, se ha visto histórica y cotidianamente asociada al privilegio de los letrados, un capricho que requiere al menos cierta formación decodificadora para adentrarse en sus misterios, a diferencia de otras manifestaciones artísticas que aparentemente solo requieren de la percepción sensorial para permitir una primera aproximación, como la pintura, la escultura o la música. Pero, como apuntaba Nicanor Parra en su “Manifiesto”: “Para nuestros mayores / la poesía fue un objeto de lujo /pero para nosotros / es un artículo de primera necesidad: / no podemos vivir sin poesía.”
Por lo demás, la palabra, la materia prima de la literatura, aquella a partir del cual el cincel del artista (escritor) ejercita su formatividad, es un instrumento poderosísimo, aterrador. Ella sola, ella y todo lo que abarca simbólicamente, ha resultado más peligrosa que la espada. Su sola pronunciación maligna ha desencadenado matanzas contra los más débiles; su sola representación valiente ha desencadenado quemas de libros que osaban desafiar la voz autoritaria.
¿Qué decir de la palabra en tiempos como estos, en Chile?
Nada mejor que esta estrofa de un poema muy bello de Blas de Otero para sintetizarlo: “Si abrí los labios para ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos, / me queda la palabra”.
En efecto, consigas poderosas se han tomado las calles y los cabildos; viejas líricas de músicos socialmente conscientes han sonado en gargantas nuevas; los recurrentes insultos a las fuerzas de poder han cobrado una belleza nueva, inusitada; los muros rayados con todo tipo de consignas que dialogan con la comunidad. Se han vertido también ríos de tinta digital en diversas plataformas virtuales sobre lo que ha ocurrido. En algunas, las palabras han surgido mancilladas por la necesidad de mantener un status quo que favorezca a los poderosos de siempre; en otras, han sido voces individualizadas que han escrito desde sus experiencias o la de sus antepasados, todas aplastadas por una misma bota.
Las redes sociales arden con una constelación de clamores y hashtags enarbolados como banderas tan llamativas como las del legendario perro Matapacos, la del pueblo mapuche, las de los partidos de fútbol históricamente enemistados que ahora se unen bajo un mismo cántico, o carteles llenos de memes o diversas alusiones a cultura popular o animé, que por un momento abandonan el estigma de superficialidad para convertirse en señas de lucha y resistencia.
¿Y qué decir de la palabra literaria? La crítica Patricia Espinosa, que se ha dedicado a estudiar la producción literaria chilena de los últimos años, principalmente la realista y validada por el sistema cultural, entrega un diagnóstico sumamente interesante:
Muchos dicen que no vieron venir esta crisis, pero desde las artes, desde lo que más me importa, que es la literatura, estaba todo esto que ocurre hoy en las calles. […] La literatura de autoafirmación del yo nos dio las claves de una juventud atrapada en la neoliberalización.
Personalmente, nunca me ha interesado la literatura chilena como producción local. Nunca conecté con sus realismos, su corriente estética principal, salvo en el caso de obras muy puntuales. Por mucho tiempo creí que esto se debía a mi desinterés general por el realismo frente a narrativas imaginativas, que me parecían más enriquecedoras y cercanas a mi propia experiencia. Mi descubrimiento tardío del realismo decimonónico, sobre todo ruso, que satisfacía plenamente mis inquietudes estéticas, derrumbó esta idea. Pero la rotundidad de Espinosa me ha ayudado a aclararme: lo que más me repelía era lo que ella llama “literatura [realista] de autoafirmación del yo”. Es decir:
[Obras que] Apelan a que todo acabe y comience, pero siempre el principio y ese fin soy sólo yo. Es una suerte de negación de lo colectivo y de predominio del individualismo. Un narrador que se mira a sí mismo y que no tiene utopía, y que al no tener una utopía queda a la deriva, porque ya no cree en nada. La estética posmoderna es parte de la literatura neoliberal y nos habla de una caída de los grandes relatos. Es muy parecido a la lógica del consumo. […] Ese letargo es sintomático. Yo he dicho “tanta autoficción, me tienen harta”. Sí, me tienen harta, pero hay que mirar eso mismo ahora bajo el prisma del postestallido social y hay que ir recogiendo las huellas de lo que hay ahí, de ese malestar, de gente muy joven, sin expectativas, viviendo en un continuo presente y más preocupado de las cosas nimias.
Las palabras de Espinosa son decidoras, porque también piensan este tipo de ficción como síntoma de los tiempos. Además, me han hecho pensar con más detenimiento mi propia identidad, que yo siempre he considerado, precisamente, como individualista. Tras el fin de Fantasía Austral, nunca he vuelto a experimentar un sentido de comunidad total como en el de sus primeros dos años, y sé que ya no volveré a hacerlo. He participado en otras instancias grupales en el tiempo, y he tenido buenas experiencias con algunas, pero siempre me he sentido como una voz discordante. Lo que más me importa no parece ser lo mismo que a los demás, aunque se compartan algunos objetivos centrales. La verdad es que siempre he sido una persona solitaria, y mis más recientes momentos de mayor soledad los he sentido todos en compañía.
Pero, al margen de todo eso, nunca se me había ocurrido pensar que mis desavenencias, roces o distancias con el concepto mismo de colectivo literario de ficción imaginativa (proyectos, comunidades editoriales o lectoras, campos culturales en general) pudiera deberse ante todo a lo que identificaba Espinosa: el neoliberalismo traspasado al arte literario.
Porque algunas de estas instancias de las que me he apartado, por lo que he visto durante años, no han surgido al alero de deseos honestos de crear una comunidad como las que hemos visto surgir estos días en la sociedad, en el pueblo, por una lucha moral en común, que se opone justamente a la tiranía del modelo y sus grotescas consecuencias. Estas instancias surgen más bien por lógicas mercantiles de crear redes de poder y de contacto que validen a sus integrantes como “escritores” o “lectores”. En el fondo, son muchas individualidades genéricas, paradójicamente desprovistas de verdadera identidad artística o crítica, unidas por conveniencia.
No es sorpresa para nadie que me conozca mi desprecio y rechazo por los modelos de mercado explícitamente aplicados a la ficción. El escritor como marca, que reemplaza al escritor como artista. La networking entre autores, que reemplaza la amistad genuina entre creadores distintos. El “compra mi libro” intrusivo como consiga que reemplaza un anuncio sobrio sobre la existencia de la obra, abierto a los verdaderos interesados. Los consejos de escritura como homogeneización de una palabra que debería ser frondosa, inhóspita. Las entradas de blog con mucho punto aparte, párrafos cortos y memes con bajadas de texto forzosamente ingeniosas, porque o si no el lector web se aburre. Los reseñadores que solo cubren los libros que les regalan las editoriales, que solo generan reseñas elogiosas para seguir obteniendo ejemplares gratis y cuyos comentarios orbitan exclusivamente en torno al “me divertí / me aburrí con este libro”, sin articular una lectura real del trabajo. Los autores que se ven forzados a publicar periódicamente para mantenerse vigentes en un mercado cada vez más fugaz, que literalmente les ruegan a los lectores que compren sus libros antes que las editoriales los destruyan, o que incluso organizan caros desayunos con desconocidos que son reseñadores poderosos y que sin embargo se pasan toda la velada pegados en el celular sacándole fotos a la comida para subirlas a Instagram, sin ningún interés ni en la obra ni en el autor.
Nada de eso tenía que ver con lo que yo concebía como “ser escritor” en mi adolescencia, cuando decidí consagrar mi vida a la Fantasía.
Por largos años me pregunté si no sería que yo estaba equivocada. Nunca me interesó ser best seller o “vivir de mis libros”, pero quise animarme a ver qué pasaba si procuraba difundir mi trabajo desde algunos de estos canales, tratando de no traicionar en el proceso mis ideales.
Pero no resultó ni lo uno ni lo otro. No solo me sentía sucia y ridícula, sino que además la gente seguía sin interesarse mayormente por mis cosas. Empezó a nacer en mí la sospecha de que ese tipo de procedimientos —intenté muchísimos— no serían jamás efectivos en una obra (literaria o crítica) como la mía, que no prestaba atención a los lineamientos hegemónicos y que a veces hasta los criticaba abiertamente. Quiero aclarar que no es que creyese que mi trabajo fuese superior por esto, sino que simplemente tenía otros intereses, unos que no calzaban con lo que se pedía o validaba en el medio.
Pero entonces ¿qué opciones podía tener alguien como yo?
No saber qué hacer ante ese panorama me hundió en la desesperación. Sabía que jamás podría escribir una obra apta para un gusto masivo porque no me interesaba y porque tampoco sabía cómo hacerlo, y la angustia de saberme rechazada por diversos públicos me hacía mucho ruido al momento de sentarme a escribir solo para mejorar mi estilo, mi voz, mi músculo narrativo. También reconocía estar en un estado en que aún no podía escribir una obra realmente buena, que pudiera vencer por su propio peso las barreras, y no estaba segura de que pudiera hacerlo alguna vez.
En el fondo, siempre he sabido que no hay un espacio aquí, ni para mí ni para mis historias.
Eso me llevó a pensar en un momento que lo mejor era apartarme de este mundo y escribir solo para mí, como antes, pero nunca pude encontrar la fuerza para abrazar esa decisión de manera efectiva y rotunda. Aunque nunca he sido más feliz como cuando escribo exactamente lo que sé que debe ser escrito, más allá del acto de recibir algún comentario elogioso honesto o del hecho mismo de publicar (que ha sido casi siempre una experiencia miserable), descubrí que se me había instalado una ansiedad ajena, paralizante.
Hoy, por fin, comprendo que esa desesperación proviene, en el fondo, del mismo enemigo que buena parte de la sociedad chilena está combatiendo: el neoliberalismo.
Una consigna en particular estalló en mi mente: “no era depresión, sino capitalismo”. Al margen del complejo concepto de “calidad literaria”, no es necesariamente que yo no sirva para esto en general: principalmente, no sirvo para el sistema. Ese planteamiento mismo, “servir para [algo]” ya da cuenta del profundo problema de mi capitalismo interiorizado, concepto que me reveló Emilio Araya. No tengo por qué servir para nada o nadie, y menos para el mercado.
Ahora bien, respecto de esto, ¿en qué están los pares escritores de ficción imaginativa?
Creo que muchos están en sintonía con la lucha social, porque las desgracias del poder nos han oprimido a todos de una forma u otra. Sin embargo, me parece sorprendente esa aparente desconexión entre la lucha contra el neoliberalismo social y el conformismo del neoliberalismo artístico o cultural. Me espanta que gente que está inserta de lleno en el modelo anteriormente descrito, ya sea por afición personal o resignación ante la imposibilidad aparente de alternativas, grite las mismas consignas sociales que la gente destruida por el mismo principio que ellos sostienen con sus propios procedimientos literarios.
Bertolt Brecht se preguntaba: “Entonces, ¿de qué sirve decir la verdad sobre el fascismo que se condena si no se dice nada del capitalismo que lo origina?”.
No entiendo estas dinámicas de otros escritores. Apoyan editoriales de copago (vanity press) que cobran millones por editan chapuceramente obras aún inmaduras, se valen de los propios acontecimientos nacionales para promocionar sus obras o, mientras en Twitter se difunden crudos videos de gente herida, tuitean constantemente la cantidad de palabras diarias que han escrito en el #NaNoWriMo.
No digo que no podamos hablar de nuestro trabajo para difundirlo, ni de que no deba buscarse en la escritura un consuelo o refugio de todo lo que está sucediendo; por el contrario, creo que ambas cosas son necesarias. Sin embargo, creo pertinente apuntar que estamos en un contexto excepcional, uno en el que debieran primar otras formas de vivir estas cosas. Uno que nos fuerza a pronunciarnos de una forma u otra ante lo sucedido, precisamente porque esa expresión forma parte del corazón de nuestra palabra.
Por supuesto, podemos abocarnos a lo nuestro, a lo de siempre, para desconectar un rato del horror constante y recuperar un poco de salud mental. Pero considero que, en algunos de los casos que he visto, estas acciones no se han hecho tanto por autocuidado como para seguir haciendo ese despliegue utilitario público de la figura del autor comercial: “estoy produciendo”, “estoy produciendo según la lógica normativa que indica que debo participar del #NaNoWriMo para hablar de ello en RRSS”, “estoy difundiendo mi libro que trata de estos mismos temas contingentes, para que la gente los compre y vea que soy una persona consciente y me ponga 5 estrellas en Goodreads”.
Es decir, no hay conciencia de que ese modelo de ser escritor es parte del problema. Una parte pequeña y muchísimo menos urgente que otros asuntos, por supuesto, pero parte al fin y al cabo.
Eso es lo que me parece una vergüenza.
Mucho se ha compartido en redes en el último tiempo un fragmento del ya emblemático discurso de Ursula K. Le Guin en la recepción del National Book Award de 2014: “We live in capitalism, its power seems inescapable. So did the divine right of kings: any human power can be resisted and changed by human beings”. Al margen de que el mensaje haya sido compartido por algunas personas que no han leído ni la ficción ni los ensayos de Ursula y que, por tanto, no están en condiciones de entender realmente el peso de sus palabras como escritora imaginativa (ni saben que Ursula pronunció su discurso ante directivos de Amazon), Emilio hizo notar algo más importante, esto es, la recurrente omisión de lo que continúa la cita: “Resistance and change often begin in art, and very often in our art, the art of words.”
Mi vergüenza hacia el campo literario imaginativo surge también al ver cómo otras artes sí han conseguido crear bellos gestos simbólicos combativos, sin pensar en el rédito económico o la fama, a partir de una coherencia completa entre manifestación artística y malestar social.
Una de las experiencias más hermosas al respecto fue el concierto abierto del Requiem de Mozart, en honor a los asesinados por el Estado, frente a una iglesia (¡una misa popular, artística, frente a una iglesia cerrada!). Rompí a llorar al inicio. Después, hacia el Lacrimosa, nos sobrevoló un helicóptero militar, justo cuando la música de los violines se hacía más intensa, desafiando su espantoso estruendo.
Eso es, me dije entonces. Eso es lo que tiene que hacer el arte: entregar consuelo a los desdichados, rendir honor a los caídos, desafiar el poder y todo lo que es malo.
Y bien, evidentemente la Fantasía, el arte que yo he elegido, puede hacer todo eso.
Hace años, escribí un artículo sobre cómo la Fantasía debía trascender el compromiso político y social. Mi problema entonces, ahora puedo entenderlo, era que confundía este compromiso con el partidismo y el panfleto. La literatura realista y sus lecturas sociales, que desde mi juventud se habían alzado ante mí como un monolito impositivo y normativo, me habían llevado a alejarme de ese tipo de postura ético-estética por cansina insistencia, de la misma forma en la que ahora me distancio de la ciencia ficción o los géneros híbridos por ubicuos y hegemónicos (y despectivos hacia la Fantasía). Todo lo que yo veía era que esa era la única literatura que merecía ser leída, comentada y estudiada, y así me lo remarcaba la gente que me rodeaba, que de paso deslizaba su indiferencia u odio a todo lo que fuese imaginativo.
Paradójicamente, aquella era una literatura poderosa y popular. Pero yo nunca he estado con los poderosos o con los populares.
Adicionalmente, tampoco puedo dejar de considerar que, por largo tiempo, durante mi infancia, mi adolescencia y mis primeros años de adultez, mi único propósito real fue sobrevivir; los conflictos sociales me afectaban, por supuesto, pero mi mayor problema eran los conflictos familiares y existenciales, que eran inmediatos e individualistas, y que no importaban en lo absoluto a la comunidad que me rodeaba, aunque estuvieran al tanto de ellos.
En pocas palabras, no tenía ni mente ni corazón para pensar en alguien que no fuese yo misma porque estaba realmente sola; posteriormente, solo pude pesar en la Fantasía, la única entidad que me dio una verdadera razón por la que no morir.
Mi error fue no ver que todo lo que yo defendía ya entonces de la Fantasía, aquello que me había salvado de la muerte o la desolación absoluta, sí era político, además de espiritual: el derecho a la esperanza, la redención de la Caída, el despertar y crecimiento de los marginados y humillados, y la posibilidad de imaginar un mundo mejor, uno que no eludiera los dolores de este mundo, pero que al menos pudiera brindar alternativas de dicha en la eucatástrofe.
Todo esto también era político, sí, y ello me lo hizo ver Ursula K. Le Guin en sus ensayos y en la relectura un poco más madura de sus obras, desde toda la serie Terramar hasta la extraordinaria Los desposeídos, probablemente una de las pocas novelas de ciencia ficción que realmente ha resonado conmigo.
Ahora, el pináculo de este proceso fue, naturalmente, su discurso del National Book Award, que, junto con una reivindicación magnífica de los autores imaginativos que la antecedieron, históricamente marginados y humillados, planteó una feroz crítica a la mercantilización del arte. Sostenía Ursula: “Right now, we need writers who know the difference between production of a market commodity and the practice of an art.”
¡Y por Dios que esto es relevante en relación con la Fantasía! Estéticas imaginativas más normativas y validadas, como la ciencia ficción, el terror y los híbridos de todo tipo, han entregado numerosas obras que han logrado ser consideradas excelentes piezas artísticas. La Fantasía, en cambio, no ha tenido igual suerte: su obra angular, El Señor de los Anillos (1954-1955), ha sido dura, ignorante y cobardemente agredida. En tanto, otras obras extraordinarias y esenciales para entenderla como literatura son nulamente conocidas: Pequeño, grande (1981) de John Crowley, Entrebrumas (1926) de Hope Mirrlees, La llave dorada (1867) de George Macdonald o Gormenghast (1946-1956) de Mervyn Peake, por ejemplo. Y ni hablar del ámbito hispanoamericano, que nos ha legado trabajos bellísimos en la prosa de Liliana Bodoc (Saga de los Confines, 2000-2004), Verónica Murguía (Auliya, 1997; El fuego verde, 1999/2016; Loba, 2013) y Ana María Matute (Todos mis cuentos, 2003; Olvidado rey Gudú, 1996), entre otros, pero que el público lector fan rara vez conoce y que tampoco parece desear conocer.
La Fantasía ha sido una gran víctima de este proceso de mercantilización literaria, y en él tanto sus autores como sus lectores han participado activa y acríticamente. Han contribuido a ello desde la cantinela constante de que la Fantasía “nos saca de la realidad”, que debe ser siempre “entretenida”, que en ella “todo vale, porque no es realista”, que debe incluir referentes latinoamericanos a la fuerza, sin darse el trabajo de realizar una investigación profunda y respetuosa ni elaborar un estilo pertinente, no metropolitano, porque tienen una idea sesgada de imaginario europeo y creen que algo autóctono puede ser más llamativo (comercial). Y han contribuido también, indirectamente, en la tendencia a solo basarse en los juegos de rol, en los videojuegos o en el animé como influencias, sin preocuparse por leer también obras importantes del género, sobre todo las anteriores a Tolkien y aquellas que discurren fuera del fandom, para forjar su prosa. Si somos escritores, debemos leer a otros escritores y lustrar nuestra herramienta: la palabra.
En suma, autores y lectores han contribuido a mercantilizar la Fantasía a partir de la valoración de sus obras por motivos ajenos a los propios de la literatura como expresión artística que se basa en el lenguaje, en la palabra, y que por ello conlleva una profunda visión ética y estética.
De ahí que resulte de vital importancia, como siempre, pensar la Fantasía. Pensarla como arte, como literatura, como texto imaginativo con un potencial transformador que hoy parece más importante que nunca. Pensarla con más o menos tropiezos; fallar una y mil veces (como yo; este blog es un testimonio de ello), pero volver a alzarse, por consagración a ella. Pensarla, escribirla, amarla, entregarla a los necesitados e interesados; no venderla o degradarla, como tantos otros han hecho.
Pensarla, y escribirla desde estos pensamientos.
Desde luego, no se puede derrumbar este sistema de Fantasía comercial siendo tan pocos los que estamos en esta sintonía; el tiempo de los mitos ha pasado y nuestra pequeña honda no podrá derrotar a Goliat, podríamos decir. Pero sí podemos pensar en alternativas que presentar a quienes, quizá sin saberlo, las estén buscando. No ya asumir la cobarde postura de “el medio (el mercado) es así y hay que someterse a él”. No. Las personas que no escriben nos han demostrado que se puede ofrecer resistencia, y ellas han arriesgado algo bastante más importante que su “renombre” o la venta de libros. Esas personas son heroínas en toda regla; ellas son la reactualización del mito, arquetipo puro en llamas. Por ellas, también, hay que intentarlo.
Muchas preguntas surgen entonces, a propósito de estas alternativas. Cómo escribir Fantasía después del 18 de octubre chileno. Cómo procurar acercar una visión redentora y subversiva de la Fantasía a un público profano que la desprecia por culpa de los que la han convertido en un objeto de consumo. Cómo encontrar otros Fantasistas que entiendan estas cosas, o que al menos deseen pensarlas, para enriquecer nuestras ideas mutuamente. Cómo buscar una coherencia entre nuestros habituales actos consumistas y este tipo de ideas, que debieran restringirlos todo lo posible, o al menos volverlos plenamente conscientes de lo que implican. Cómo procurar abrir nuevos canales de circulación para las obras, dentro de un sistema que muchas veces requiere ponerles un precio y promocionar su existencia, sin dejarse contaminar por las prácticas más neoliberales. Cómo, en el caso de publicaciones más tradicionales, poder adoptar igualmente una postura crítica, en la que la habitual promoción del autor se aparte del culto del yo y se vuelva un espacio para plantear ideas que atraigan a los pensantes y espanten a los serviles.
Porque creo que la misma estructura mercantil puede ser subvertida poco a poco, desde adentro. Seamos nosotros, por una vez, el gusano en el corazón de la torre.
No tengo estrategias para lograrlo; las estrategias quizá aún estén demasiado cercanas al ámbito mercantil, al ámbito de poder, a una concepción sólida y racional del mundo. Pero sí vislumbro una luz que puede ser una guía: la eucatástrofe, concepto que Tolkien identificó como verdadero corazón de la verdadera Fantasía y que acuñó ya en 1939, siendo difundido en 1947 en su clásica conferencia On Fairy Stories.
Al respecto, uno de los torpes reproches que le he oído a personas que desprecian la Fantasía es el tema del “final feliz”, enlazado con la eucatástrofe. ¿Podría haber algo más inapropiado para este contexto?, podría decir alguien. No estamos para los finales felices, ¿no? Sucede que el concepto de “final feliz” en la tradición imaginativa, heredero del desenlace de los cuentos de hadas, está totalmente bastardizado. No se trata de una solución escapista, falsa o irrespetuosa, sino, cuando está bien hecho, en una delicada transformación desde la palabra que entrega una esperanza que tanto parece resistirse en el mundo real.
Una esperanza que, inesperadamente, hemos visto encarnada en Chile en cada marcha, en cada palabra de aliento, en cada cacerolazo.
La palabra imaginativa, principalmente la palabra de la Fantasía, plantea y crea esa posibilidad de esperanza y redención, como no podrá plantearla el realismo. Ursula otra vez:
Hard times are coming, when we’ll be wanting the voices of writers who can see alternatives to how we live now, can see through our fear-stricken society and its obsessive technologies to other ways of being, and even imagine real grounds for hope. We’ll need writers who can remember freedom – poets, visionaries – realists of a larger reality.
Pero, por supuesto, los cambios de la Fantasía en la realidad no suelen ser inmediatos ni fáciles de rastrear, y acaso por ello no suelen ser reconocidos ni validados por los amantes del realismo, inmediatistas y literalistas.
A veces los triunfos de la Fantasía no tienen que ver con las luchas más épicas, contrario a lo que se pueda creer, sino más bien con esa pequeña chispa que enciende las llamas más grandes. Como en ese dulce cuento de Liliana Bodoc, “El último viernes”, en el que Santiago Teruel termina perdiendo su presa porque una simple pregunta lo hace titubear: “¿Los hobbits matarían pájaros?”.
Episodio este hermano de aquel otro, bellísimo también, de Verónica Murguía en Loba, de la mano de Soledad, la guerrera que decide no matar: “Una mañana lo escuchó cantar y tuvo que ocultarse de la vista de los otros para llorar, sacudida de pies a cabeza por el regocijo. Esa canción era gracias a ella. Esa garganta que cantaba una brusca canción de amor era gracias a ella. Atalai seguía vivo porque no había podido matarlo, y su vida la alegraba.”
La Fantasía resplandece como nunca en episodios redentores como esos, en esas preguntas o reflexiones que de pronto transforman desde adentro el mundo a nuestro alrededor y lo irisan de bondad, dicha y esperanza, hasta volverlo tal y como debería ser, como lo fue alguna vez, antes de la Caída.
Pero son aquellas esperanzas y redenciones, como nos enseñó Tolkien y como ambas autoras entendieron bien, que no vendrán exentas de dolor, de pérdidas, de caídas. Como las que vivimos hoy, cada día. Pero también vienen junto con inusitadas muestras de coraje, compañerismo y heroísmo, como lo demostraron aquellos niños que saltaron los torniquetes del metro y cuyo empuje social puso en jaque a la Constitución de 1980, casi hobbits recorriendo Mordor.
En gente así vive el espíritu genuino de la Fantasía.
Hoy, para mí, no existe una narrativa más importante que la de su esperanza. Siempre ha sido así, claro, pero ahora su dimensión política y social, en clara pugna con su mercantilización neoliberal, adquieren un nuevo destello, que no puedo ni quiero negar. Un destello del que, como Fantasista, debo hacerme cargo, en honor a quienes luchan hoy afuera.
Tal vez, a diferencia de ellos, no pueda cambiar Chile por mi sola palabra. Pero tal vez mi palabra pueda hacer que alguien, como los protagonistas del cuento de Liliana, chicos precarizados y desesperanzados, o simplemente gente espiritualmente marginada como yo lo he sido, puedan ver por un momento el cielo encendido de la tarde y ver un dragón en él, un dragón custodiando un tesoro que pertenece solo a ellos.
Como yo lo vi, ahora comprendo, cuando decidí quedarme aquí.
Como yo lo vi, ahora comprendo, cuando decidí quedarme aquí.
Y por esa eucatástrofe, esa chispa pequeña que enciende una llama, he de luchar, sabiendo que el fracaso late en la composición misma de la palabra. Pero ahora siento que, incluso si fracaso, no morirá la esperanza. Alguien más cumplirá lo que yo no pude lograr, pues nadie debería preguntar por el nombre de aquel que cuenta la historia. Pero la historia contada en sí misma es suficiente, siempre y cuando esté lo mejor contada posible, y la Providencia, quiero creer, se encargará de hacerla llegar a quienes la necesitemos o la busquemos, aunque sea descascarada en sus palabras.
Por ahora, me quedo con la imagen de Sam contemplando una estrella remota en Mordor, en el corazón del mal, porque siento que ese bellísimo episodio condensa todo lo que he intentado esbozar torpemente aquí:
Tanta belleza, contemplada desde aquella tierra desolada e inhóspita, le llegó al corazón, y la esperanza renació en él. Porque frío y nítido como una saeta lo traspasó el pensamiento de que la Sombra era al fin y al cabo una cosa pequeña y transitoria, y que había algo que ella nunca alcanzaría: la luz, y una belleza muy alta.
Fuente. |
- 11/21/2019
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