Rhapsody o la eternidad de un cuento legendario
5/21/2017
Portada de un disco recopilatorio. |
En un aspecto mucho más íntimo y acotado, en todo caso, he ido recordando este final en numerosas experiencias de mi vida adulta, a propósito de lo imposible que llegué a considerarlas alguna vez cuando sólo era una muchacha. La oportunidad más reciente en que sentí esto fue a propósito de mi asistencia al concierto de celebración de los 20 años de Rhapsody, que a su vez se presentó como una despedida en la que participarían algunos de los principales miembros históricos de la banda y en la que se interpretaría de manera íntegra su disco más importante, Symphony of Enchanted Lands (1998).
Rhapsody es una de las bandas más reconocidas de aquella expresión del power metal centrada en un imaginario medieval fantástico, con insertos y composiciones inspirados en la música clásica. Quizá sea conveniente mencionar también que, tras la digresión de sus integrantes fundadores, "Rhapsody" como tal dejó de existir. Así, la banda en la que toca el tecladista se llama "Rhapsody of Fire", mientras que aquella en la que toca el guitarrista se llama "Luca Turilli's Rhapsody". Me atrevería a decir que ninguna de estas encarnaciones ha logrado superar el material del Rhapsody original, sobre todo en sus dos primeros discos. De ahí que este concierto se haya presentado como despedida: sería la última vez en la que miembros de estos trabajos pasados, a excepción del tecladista Alex Staropoli, estarían juntos tocando canciones de su época más decisiva; tras esto, volverían a sus nuevos proyectos, que parecen estar cada vez más alejados del medioevo, la épica y la Fantasía.
Rhapsody es una de las bandas más reconocidas de aquella expresión del power metal centrada en un imaginario medieval fantástico, con insertos y composiciones inspirados en la música clásica. Quizá sea conveniente mencionar también que, tras la digresión de sus integrantes fundadores, "Rhapsody" como tal dejó de existir. Así, la banda en la que toca el tecladista se llama "Rhapsody of Fire", mientras que aquella en la que toca el guitarrista se llama "Luca Turilli's Rhapsody". Me atrevería a decir que ninguna de estas encarnaciones ha logrado superar el material del Rhapsody original, sobre todo en sus dos primeros discos. De ahí que este concierto se haya presentado como despedida: sería la última vez en la que miembros de estos trabajos pasados, a excepción del tecladista Alex Staropoli, estarían juntos tocando canciones de su época más decisiva; tras esto, volverían a sus nuevos proyectos, que parecen estar cada vez más alejados del medioevo, la épica y la Fantasía.
Descubrir a Rhapsody ha sido una de las experiencias más bonitas de mi vida. Recuerdo exactamente el momento en que sucedió. Yo tenía 15 años y estaba en una clase de música. Un compañero pidió entonces que pusieran en la radio de la sala un disco, que él describió como "rock medieval" (sic). Fue ahí cuando oí por primera vez las cuerdas sintetizadas de "Epicus Furor", preámbulo de la primera canción propiamente tal: "Emerald Sword". No la escuchamos entera, pero por ese escaso minuto que debió haber durado la reproducción, me sentí fascinada. Sabía que algo había cambiado para siempre y que debía hacer lo imposible por conseguir que ese disco fuese mío.
Una de las razones por las que este álbum me impactó tanto fue por la pobreza musical en la que me movía hasta entonces, en donde sólo destacaban las bandas sonoras de videojuegos. Me había criado en una casa en donde sólo sonaba la música cebolla latinoamericana de las frecuencias AM (a la que sólo llegaría valorar, en parte y de manera muy dosificada, muchos años después), y mis propias búsquedas musicales solían quedar entrampadas en mi limitado acceso a radios o canales tipo MTV. A diferencia de muchas otras personas con un trasfondo similar al mío, no tenía amigos con los que hubiera podido compartir discos, casettes o pistas MP3, ni tampoco un plan de Internet en casa que me hubiera permitido ampliar mis exploraciones. En cierto sentido, creo que Rhapsody resultó ser mi primera aproximación real al metal, cuya sonoridad siempre me había atraído pero que sentía muy lejana aún a mi mundo.
No recuerdo ya cómo me las arreglé para conseguirme una copia pirata del disco, pero sí que desde ese día se convirtió en mi álbum de cabecera. Debe ser, sin duda, el disco que más llegué a escuchar en la vida. Todas las canciones me parecían maravillosas, perfectas. No entendía bien sus letras, en parte por mis conocimientos aún rudimentarios de inglés y en parte por el pobre acento del vocalista, pero me bastaba con reconocer algunas palabras importantes: dragón, espada, magia. Jamás había oído canciones en las que se hablara de lo que yo amaba. Descubrir que existían personas que compartían estas visiones y que celebraban este llamado desde sus propias creaciones, aunque pertenecieran a un entorno muy distinto y lejano al mío, me hizo sentir extraordinariamente contenta. ¡No era la única, no estaba loca! Allí, en esos versos que Fabio Lione cantaba con su apasionada voz de tenor, había una lengua en común que resonaba conmigo de una manera parecida a como lo habían hecho las bellas oraciones que Tolkien había escrito en El Señor de los Anillos y que ya había comenzado a leer.
Por supuesto, luego de Rhapsody vinieron otras bandas afines, que también cobraron gran importancia en mi vida, principalmente Nightwish, Sonata Arctica y Within Temptation. Pero fue Rhapsody la que comenzó todo; ninguna ha podido rozar siquiera la experiencia de esas primeras escuchas emocionadas, de sentir cómo un mundo entero se abría en tu interior.
La banda llegó también a mí en una etapa inmejorable: cuando mis historias comenzaron a cobrar forma. De hecho, aun hoy no sabría cómo expresar bien lo que me significó esbozar escenas, personajes y episodios de mi mayor proyecto con Symphony of Enchanted Lands de fondo, explotando en mis oídos.
Eran días mucho más nítidos que estos, días tristes llenos de episodios horribles y solitarios. Pero también eran días en los que la maravilla de los descubrimientos estaba ahí, en cada recodo, lista para rescatarme de la desesperación, acaso porque nunca la había necesitado tanto.
No sabía entonces de Sociedades Tolkien, de partidas de juegos de rol, de foros temáticos, de pre ñoñerías. No sabía de ninguna de esas cosillas que ahora tantos claman como indispensables en su formación como escritores de Fantasía, ni menos podría saber lo vanas que habrían de resultar al final de todo. Entonces estaba sola, pero sola con mi música, mis videojuegos y mis historias. Sola con la experiencia íntima e intransferible que estas obras despertaban en mí. Mucho tiempo pasaría antes de comprender que me seguiría sintiendo incómoda con otros, incluso cuando compartiéramos afinidades e intereses, porque no sería el mismo amor ni el mismo anhelo de lo perdido lo que nos uniría a aquellas cosas. Y aún más tiempo, ay, pasaría antes de descubrir que varias de estas personas no eran tan distintas de aquellas otras, las más mundanas, banales e intelectualmente limitadas, y que bastaría con que la Fantasía se pusiera de moda para que emergieran todas las ranciedades del otro lado: afán de éxito popularidad, aproximaciones superficiales, ausencia de compromiso vital, y tantas otras.
Pero entonces, en esos días solitarios, en los que me sabía sola y creía ser casi la única que amaba lo que amaba, todo ardía, y el calor y luz que se desprendían eran lo único que necesitaba para escribir, para sobrevivir.
Nunca hubo una espada de esmeralda en mis narraciones, ni guerreros musculosos que estuviesen marcados como elegidos, pero el espíritu ingenuo con el que se contaban esas aventuras en las canciones de Rhapsody me inspiró mucho para darle forma a mis propios personajes y sus propias búsquedas. Nunca rechacé entonces obras de Fantasía porque no tuvieran mejores modelos femeninos, y las canciones de Rhapsody, con sus alusiones a princesas indefensas y reinas demoniacas, no fueron la excepción. En esos días estaba demasiado ocupada intentando sobrevivir a la violencia que me sitiaba como para cuestionarme mi propio sentido de feminidad. Necesitaba ser un ser humano antes que una mujer. Necesitaba esperanza y belleza, y lo mismo me daba que me la trajera un hombre, otra mujer o un unicornio (los años me enseñaron que, si la traen los tres, siempre se debe preferir al unicornio). Curiosamente, mis primeros esbozos del gran proyecto incluían una misma cantidad de protagonistas masculinos y femeninos, y no como una respuesta a la ausencia de esta paridad, sino como una proyección natural de mis inquietudes personales, que no tenían por qué corresponderse con la de otros creadores. Ellos me entregaban otras cosas. Yo era la princesa asesinada, la reina oscura, el guerrero de hielo, el cronista Aresius, el ambiguo Dargor. Todos tenían algo que contarme sobre mi propia identidad en construcción, incluso el dragón Tharos —sobre todo el dragón Tharos—: "Happy to have found the freedom at least in death".
Rhapsody representa también una etapa en la que la vertiente más épica de la Fantasía no estaba contaminada por la brutalidad que hoy se ha transformado en tendencia. No había cinismos, ni "personajes grises", ni obsesiones por la fornicación heterosexual o el poder político. Había un mal primigenio que estaba destrozando el mundo en el que el héroe había crecido. Lo anterior no impedía que se apreciaran sutiles matices que volvían ligeramente más compleja la quest. Había en el guerrero de hielo indicios de caídas en la rabia, la ira y la inmisericordia, pero éstas siempre parecían brotar en un contexto de quiebre ante el dolor. Se trataba de una respuesta desesperada, no de una entrega pasiva a la resignación cínica. Estaba presente el recuerdo de una era hermosa y pacífica, expresada en una exaltación constante de la naturaleza y la voluntad de hacer algo para retornar a ella. Incluso la gloria misma de la batalla y la sed por combatir tenían los resplandores dignificados del heroísmo nórdico.
Pero claro, el tiempo no pasa en vano. Acumulamos lecturas, pensamientos, cuestionamientos. Años. Perdemos la ingenuidad, algunos sueños, algunas esperanzas. El paraíso de la infancia, ese bosque encantado lleno de peligros y tristezas, pero aun más dulce y acogedor que cualquier asentamiento lleno de humanos cobardes, se repliega en nuestro interior.
¿Qué podría decir de Rhapsody ahora? Sus letras son una completa ridiculez, tan cursis como agramaticales. La historia de sus discos está muy mal contada; resulta un embrollo y un festival de clichés que yo misma despreciaría más adelante en la Fantasía épica. ¿Y su música? Aunque se trate de un hito en el power metal, no puede negarse que su calidad y trascendencia fue decayendo con los años. El surgimiento del atroz concepto de Film Score Metal fue relegando poco a poco la vivacidad de los solos y los insertos clásicos de inspiración barroca, para ser reemplazados por orquestaciones genéricas en la línea de las bombásticas composiciones de las grandes producciones hollywoodenses.
Podría decir todas esas cosas de Rhapsody, y sé bien que son ciertas. Es el lastre de la maldita adultez. Pero sé igualmente que eso no tiene ninguna importancia, no al menos ante el verdadero valor de la banda y sus canciones en mí. Y ese el triunfo de la juventud.
Son días extraños estos. Mi fidelidad a las cosas que amo me ha deparado crueles desilusiones, algunas de las cuales han venido, por desgracia, de muchas de mis bandas de cabecera.
Tuomas Holopainnen, compositor de Nightwish, dio inicio al primer disco de la banda, Angels Fall First, con "Elvenpath". En esta pista, se incluía un extracto del prólogo de la adaptación animada de El Señor de los Anillos (1978), dirigida por Ralph Bakshi. En Wishmaster, tercer disco y uno de los más celebrados de su producción, cerraba con "Fantasmic", magnífica oda a las obras de Walt Disney como portento imaginador, que a la vez puede leerse como un canto de amor absoluto a la Fantasía. Basta leer estos versos, casi un himno:
The realm of the king of fantasy
The master of the tale-like lore
The way to kingdom I adore
Where the warrior's heart is pure
Where the stories will come true.
¿Y en qué está Holopainnen ahora? Bueno, por un lado compuso un extraordinario disco conceptual inspirado en la aún más extraordinaria novela gráfica Life and Times of Scrooge McDuck, una de mis lecturas literarias favoritas de todos los tiempos (lo que, considerando cuán aburridos me parecen en general el cómic y sus derivados, es algo bastante atípico).
Por otro lado, lo que Tuomas ha hecho con Nightwish no ha sido, precisamente, extra-ordinario, en el sentido más imaginativo. Para su más reciente disco, Endless Forms Most Beautiful, tuvo la brillante idea de invitar al infame Richard Dawkins, que odia los cuentos de hadas porque es incapaz de entender cómo funcionan las historias en la raza humana, a hablar algunas líneas. Otras joyitas del disco incluyen la canción "Sagan", en la que se canta, literalmente, "Listening to Sagan, dreaming Carl Sagan"... Y, al mismo tiempo, toda esta mescolanza convive con "Edema Ruh" un tema inspirado en las Crónicas del asesino de reyes de Patrick Rothfuss, suerte de cabeza de ratón de la Fantasía gringa contemporánea.
¿Qué clase de inconsecuencia creadora es ésa? Han pasado muchos años, sí, pero ¿cómo puedes traicionar tu imaginario de esa forma? Me he encontrado haciéndome esa misma pregunta al ver cómo, poco a poco, algunas bandas de mi plena simpatía han mudado de un imaginario de Fantasía a otro de ciencia ficción, o derechamente de ciencia, como quien se deshace de una prenda vieja que le queda chica, cuando no han pasado a mezclarlas sin ninguna coherencia conceptual. ¿Por qué? No puedo entenderlo. De hecho, siempre me ha sorprendido que muchos autores y lectores compartan amores por la Fantasía y la ciencia ficción, y admiro a aquellos que puedan hacerlas entrar en complejos diálogos en sus trabajos. Porque, por muy hermanas que sean, son bastante distintas. Yo me siento incapaz de amar la segunda; si he logrado acercarme poco a poco a ella, ha sido ante todo porque algunos escritores que adoro han escrito también desde ella.
Por otro lado, lo que Tuomas ha hecho con Nightwish no ha sido, precisamente, extra-ordinario, en el sentido más imaginativo. Para su más reciente disco, Endless Forms Most Beautiful, tuvo la brillante idea de invitar al infame Richard Dawkins, que odia los cuentos de hadas porque es incapaz de entender cómo funcionan las historias en la raza humana, a hablar algunas líneas. Otras joyitas del disco incluyen la canción "Sagan", en la que se canta, literalmente, "Listening to Sagan, dreaming Carl Sagan"... Y, al mismo tiempo, toda esta mescolanza convive con "Edema Ruh" un tema inspirado en las Crónicas del asesino de reyes de Patrick Rothfuss, suerte de cabeza de ratón de la Fantasía gringa contemporánea.
¿Qué clase de inconsecuencia creadora es ésa? Han pasado muchos años, sí, pero ¿cómo puedes traicionar tu imaginario de esa forma? Me he encontrado haciéndome esa misma pregunta al ver cómo, poco a poco, algunas bandas de mi plena simpatía han mudado de un imaginario de Fantasía a otro de ciencia ficción, o derechamente de ciencia, como quien se deshace de una prenda vieja que le queda chica, cuando no han pasado a mezclarlas sin ninguna coherencia conceptual. ¿Por qué? No puedo entenderlo. De hecho, siempre me ha sorprendido que muchos autores y lectores compartan amores por la Fantasía y la ciencia ficción, y admiro a aquellos que puedan hacerlas entrar en complejos diálogos en sus trabajos. Porque, por muy hermanas que sean, son bastante distintas. Yo me siento incapaz de amar la segunda; si he logrado acercarme poco a poco a ella, ha sido ante todo porque algunos escritores que adoro han escrito también desde ella.
Por supuesto, me parece muy bien que los creadores exploren otros territorios en sus obras. Pero la forma en la que he visto este proceso en algunos, sobre todo en estas bandas, me desconcierta. No parece ser un anhelo natural de cambio, sino una urgencia impuesta de "madurar", de ir a tono con el escepticismo y las tendencias racionalistas de nuestros tiempos, que han debido alzarse ante la inexplicable fuerza que han cobrado fenómenos como la posverdad. La pregunta es por qué debiéramos todos sumarnos a ese carro desde frentes ajenos. Nada parece más subversivo y necesario que seguir defendiendo la importancia de la imaginación, que vuelve a ser la gran despreciada por todo tipo de público, desde científicos hasta impulsores de los estudios culturales, pasando por ministerios educativos.
Aquellas bandas, en la fuerza vital de sus primeros discos, parecían amar sinceramente la Fantasía. Vuelvo a preguntarme qué pasó ahí, por qué se abandonó ese sendero con tanto rechazo, pero no tengo respuesta. La situación me recuerda a esa gente que dice, en un tono que fluctúa entre lo melifluo y lo condescendiente, tener buenos recuerdos de sus lecturas de Tolkien y Lewis, pero que no podía volver a ellos. Me pregunto qué es lo que se ha tenido que perder para que un lector supuestamente competente no pueda seguir encontrando nuevos tesoros en dos producciones literarias tan ricas como la de estos ingleses. Y me lo pregunto porque esta gente nunca profundiza mucho más allá, como si su solo tono impostado fuese respuesta suficiente, como si la norma fuese ese rechazo como rito de madurez. Pues bien: no lo es. Y si lo fuese, qué cosa más triste, repugnante y vergonzosa. Más valdría renunciar a la vida misma, ¿no?
Debo aclarar de que no es que hubiera deseado la repetición constante de las mismas composiciones y los mismos tópicos una y otra vez, claro, pero sí haber podido apreciar este proceso de cambio como algo más orgánico. Soy una persona bastante conservadora en mis afinidades, pero creo poder valorar transformaciones que surgen como genuina respuesta a un anhelo estético de corte experimental o arriesgado. Tristemente, no he podido apreciar esto en muchos de estos casos.
Rhapsody fue una banda que mantuvo, más o menos, esa coherencia de imaginario hasta el final. Los resultados no fueron óptimos, pero reconozco que me sentía aliviada de que al menos ellos intentaran innovar desde las fronteras del reino donde habían crecido. Eso me traía esperanza a mi propio proceso creador, en el que también buscaba tensar ciertas concepciones sin caer en las miserias del grimdark o de este patético historicismo barnizado de elementos fantásticos. Yo tampoco di con resultados óptimos, y opté por apartarme de la Fantasía épica porque sentí que ya no encontraba casi nada que amar en ella. En cierto modo, fue colonizada por aquellos intrusos que, como bárbaros o cristianos, impusieron sus creencias y costumbres hasta pudrir la tierra que honrábamos.
Escapé por ello al país del Kunstmärchen, bosque umbrío y añorada patria de mi infancia, que me descubrió por primera vez la senda a la tristeza de Faërie a través de historias como la del propio Patito Feo de Andersen o "El ruiseñor y la rosa" de Wilde, y que ahora me la redescubre en los trabajos de George MacDonald o Ana María Matute, entre otros ilustres viajeros. No hay nada que desee más en este período actual como autora que seguir adentrándome en su maraña boscosa, pero la espada con la que me abro paso entre la fronda me recuerda que no siempre fui una niña perdida, irrelevante e indefensa. ¿Quién fui antes? Observo la espada verde que porto conmigo y entonces recuerdo...
El recuerdo vino de sopetón junto con descubrir el aviso de que Rhapsody vendría a Chile. La banda había tocado aquí antes, y en más de una oportunidad, pero en todas esas veces yo era muy joven, muy solitaria y muy pobre, por lo que no tenía ninguna posibilidad de viajar a la capital para verlos. Todo eso había cambiado en el tiempo. Ya no era tan joven, ni tan pobre. Ahora, además, vivía en Santiago, con alguien a quien amaba y que amaba también Rhapsody. La posibilidad de verlos por primera y última vez en vivo, tocando de principio a fin el disco que había cambiado mi vida, estaba al fin a mi alcance. No iba a permitirme perder esta experiencia.
Entonces recordé: yo llegué a este bosque con una espada de esmeralda. Antes que cualquier otra espada legendaria de las historias que amaba, fue esa extraña arma mágica —sin personalidad y con un componente altamente simbólico que jamás fue bien desarrollado— la que se quedó conmigo. Y en mi contemplación de mis memorias llegué a una conclusión tan sencilla que me avergonzó mucho, por mostrarme una vez más la hondura de mi propia estupidez: el problema, como siempre, nunca es de la propia Fantasía, sino de los que se adueñan de ella para retorcerla según sus intenciones de fama o de cuestionamiento banal. La Fantasía épica no era una forma intrínsecamente deficiente; sus más vociferadores creadores recientes la habían arruinado ante mi percepción, sólo eso.
Entonces por fin comprendí que aún podía recuperar la visión prístina de mis años juveniles, del mismo modo en que he estado intentando recuperarme a mí misma. En realidad, me es tan imposible pensar en una versión adolescente de mí en la que no exista esa fe incondicional en lo épico como lo es omitir la importancia de la música de Rhapsody: todo se reducía a eso.
Es increíble cómo ahora, que he leído tantos bellos poemas y que he descubierto tantas obras literarias hermosas, aún puedo estremecerme al oír versos tan estúpidos como los del coro de "Emerald Sword". Sólo que no son estúpidos realmente. Son una exhortación a esta nueva búsqueda, que en el fondo ha sido la que ha enmarcado toda nuestra vida:
For the king,
for the lands,
for the mountains:
for the green valleys where dragons fly.
For the glory,
the power to win the darklord,
I will search for the Emerald Sword.
¿Cuántos nos habremos emocionados al cantar estas líneas, acompañando a Fabio? Muchísimos, supongo. Creo que, salvando matices, las emociones de medio Teatro Caupolicán debían ser bastante similares en esos momentos. Pero, al margen de la cálida interpretación de canciones insignes de la banda y de la extraña transfiguración que pareció ocurrir en Luca y en Fabio, que a mis ojos se vieron imposiblemente jóvenes y enérgicos, tal y como los vi la primera vez que conocí sus rostros en las pomposas fotografías oficiales, hubo un momento específico en el que no muchos parecieron reparar.
El concierto estaba terminando y los integrantes ya comenzaban a hacer sus últimos saludos de cara al público y a las fotos de rigor. El público aplaudía y gritaba como cabría de esperarse, pero... Pero justo en esos instantes se reprodujo un fragmento de una pista inesperada: el cierre de "Gargoyles, Angels Of Darkness", la última canción de Power of the Dragon Flame, disco que culmina el primer y principal ciclo de la historia de Fantasía contada por la banda. Así versa parte la letra:
And this is then the epic end
of the legendary tale,
of the one who found the light,
and the dragonflame inside,
of the tragic rain of a thousand flames,
of the town's defenders who faced pain,
of symphonies of enchanted lands,
of whispers of love and hate.
En realidad, fue un estupendo cierre simbólico para el concierto, si bien me sentí muy triste al oírlo. Rhapsody ya no volverá a existir de esa forma. El legendario cuento que acaba es el que ellos contaron con su música, la cual discurrirá por otros cauces y otros imaginarios de ahora en adelante. Me imagino que quizá vengan entonces las canciones de ciencia ficción, de ciencia y de otras cosas aburridas. Luca ya está dando algunos pasos, entre los que se cuenta la extrañísima "Prometheus", que es una suerte de popurrí de conceptos estoréricos y simbólicos bajo el barniz de una contenida composición. A Staropoli, en tanto, le bajó la locura de regrabar temas clásicos de la vieja Rhapsody bajo el correcto Giacomo Voli, su nuevo cantante, salido de uno de esos programas en los que la gente con bonitas voces canta y se hace famosa y gana dinero.
Por una vez, sin embargo, ya no me importan tanto estas miserias. Obtuve una gracia muy valiosa en ese concierto: las palabras de la Paula adolescente susurrándome al oído, contándome que mi propio cuento continúa, que el ciclo heroico es eterno por estar destinado a reiniciarse toda vez que parezca culminar para siempre y que hay una dimensión pura y noble de la épica que no debiera permitirme rechazar. Que no importa cuán dispuesta esté la gente a burlarse de los que luchamos por aquello que amamos, porque al menos aún podemos amar algo, y porque todos aquellos escritores que nos ayudaron a sobrevivir en las horas más oscuras lucharon también por ello, al igual que los héroes que crearon, porque entendían que era importante. Porque la imaginación ha sido siempre humillada por cobardes, y porque quizá sea de lo único que vale realmente la pena defender en este mundo enfermo, sombra caída de una belleza a la que nunca dejaremos de anhelar.
Estas palabras aún resuenan en mí, y me pregunto si mi salvaje yo adolescente me las habrá expresado porque sintió que mis tristezas y desánimos actuales eran una deshonra para sus sacrificios, o si simplemente quiso recordarme estas cosas porque tuvo piedad de mi fatiga existencial. No puedo saberlo. Es cierto que he crecido y que he cambiado, aunque la esencia de mi búsqueda sigue ahí. Pero quiero creer que ella entiende esto, que ha perdonado mis propias debilidades y cobardías ante la escritura. Y que está ahí, esperando el anhelado hallazgo, para sumarse a la batalla que aún hemos de librar juntas, la niña, la joven y la mujer, espada de esmeralda en mano, como en los viejos tiempos, como siempre.
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