Mis lecturas destacadas de 2024

1/14/2025

 



Ha llegado un nuevo año y, con él, mi recuento de lecturas de 2024. Como se ha dado también de manera espontánea en estas entradas, en estas instancias también aprovecho de comentar brevemente la experiencia del año anterior, aunque en este caso hay algunas situaciones personales de las que no hablaré. Entre lo sí compartible está la feliz publicación de tres obras: mi querido libro La añoranza feérica: ensayos sobre literatura de fantasía (Imaginistas, 2024) y dos participaciones con sendos cuentos en antologías colectivas: "La marca de las estrellas" en Mosaico (Trazos de Aves, 2024) y "La que soñaba", en Peregrinos en un mundo de árboles entrelazados (Autoedición, 2024). Escribí sobre mi relación con las antologías colectivas en la entrada anterior.

En cuanto a actividades literarias-académicas, este año estuvo también bastante nutrido, como pueden ver en mi recuento general de 2024. Además de leer muchas obras interesantes y valiosas,  participé en un par de eventos literarios en el marco de mis publicaciones personales y de Mosaico, comencé a escribir con mayor frecuencia reflexiones y comentarios más libres sobre la literatura y la vida en mi Boletín de Fay y logré presentar dos ponencias en universidades de la zona sur, donde ahora vivo, además de publicar un artículo académico en una revista argentina. 

En cuanto a estados personales, fuera de las circunstancias cuyo detalle he decidido omitir, este ha sido un año que me ha permitido redescubrir tanto los alcances de la Maldad humana como el llamado del Bien, expresado sobre todo en los impulsos personales y colectivos de luchar por proyectos artísticos y literarios por creer que, pese a tanta miseria que asola nuestro mundo, aún hay muchas cosas buenas e importantes por las que ofrecer la espada. Algunas preconcepciones que arrastraba de años anteriores han ido poco a poco desestabilizándose para abrirme a nuevas posibilidades y riesgos, he rezado por motivos antes impensados y he podido conocer, acercarme y querer a nuevas personas que caminan junto a mí, aunque sea en caminos paralelos. Todo esto, a su manera, ha ayudado a contrarrestar las experiencias horribles, y me ha resignificado algunos propósitos

Aún estoy trabajando en el proyecto de autora Fantasista que deseo ser, y en ese viaje esto cada vez más receptiva a las maravillas inesperadas del camino.

De manera coincidente con eso, en esta ocasión, curiosamente, tengo solo dos líneas estéticas que vertebran mi selección de lecturas destacadas 2024: fantasía y realismo. Cada vez creo que son menos opuestas de lo que mi rigidez suele creer, al menos pensando en obras realistas con ciertas características, pero ya ahondaré más en ello con más profundidad de lo que lo he hecho años atrás. Algo similar, creo, ocurre con mi sección de menciones honrosas, que en esta oportunidad incluye obras más liminales entre ambas corrientes. Ya verán.

Comencemos, pues con el recuento lector de 2024, que en esta ocasión quedó muy, muy extenso, incluso para mis estándares habituales.



Lecturas destacadas

Fantasía

La princesa y los trasgos / La princesa y Curdie (1872 - 1883), de George MacDonald



Este libro reúne en un solo volumen dos novelas centradas en las aventuras de la pequeña princesa Irene y, en mayor medida, del joven minero Curdie. En la primera, conocemos el ingenioso enfrentamiento conjunto entre ambos chicos contra una amenazante comunidad subterránea de trasgos; en la segunda, acompañamos a Curdie y a Lina, su bestial pero fiel compañera, en la resolución de un complot palaciego que mantiene al rey, padre de Irene, en un estado de lamentable sometimiento a la horrible población de Gwyntystorm.

En estas obras, se aprecian nítidamente algunos temas y motivos característicos de la obra de fantasía feérica del autor, principalmente la unión entre personajes masculinos y femeninos por un propósito en común, la presencia del misterioso arquetipo de la vieja sabia y el trabajo de los espacios narrativos como símbolos del crecimiento interior. Sin embargo, y al igual como ocurre con su novela Más allá del Viento del Norte (1868), el formato más extenso de la novela dilata la experiencia de lectura y crea una sensación menos compacta, intensa o estéticamente acabada. Aunque ambas historias tienen líneas narrativas claras, ciertas divagaciones o una resolución ambigua de algunos cabos (o derechamente, la ausencia de resolución de otros) vuelven un tanto desconcertante su acercamiento a ellas, sobre todo si forzamos una mirada contemporánea.

Con todo, La princesa y los tragos se deja leer de manera fluida como una aventura pausada y muy encantadora, que hubiera sido una estupenda base para una película animada del Disney de antaño. Llena de magia y peligros, discurriremos junto a los protagonistas entre dos planos: el de la superficie, sublimado en el cuarto en altura donde mora una enigmática bisabuela, quien actúa como la hechicera sabia de la historia (y cuya naturaleza nunca se esclarece del todo), y el de las profundidades de la tierra, encarnado en los túneles subterráneos donde moran los trasgos.

Sin embargo, en La princesa y Curdie nos adentramos en un terreno muy diferente al que hoy en día esperaríamos para una continuación al uso: Irene casi no aparece, y lo que antes era aventura ahora se asienta desde las reflexiones éticas en torno a aquel complot palaciego ya descrito, instigado por gente despreciable. Su inicio también desconcierta fuera de contexto, aunque es también brillante y muy coherente con la propuesta estética de MacDonald: en lugar del valeroso e íntegro Curdie niño, nos encontramos con un muchacho mundanizado, que debe recuperar su espíritu infantil inicial antes de emprender su nueva misión. El final, que se siente un tanto apresurado y desalentador en sus párrafos finales, escamotea un poco la sensación de consuelo y satisfacción de este tipo de historias, e incluso relativiza el esforzado triunfo de los héroes.

Pese a lo anterior, con sus luces y sombras, la conjunción de ambas narraciones en un solo libro ayuda a perfilar la peculiaridad de MacDonald como novelista de fantasía, en tiempos en los que esta estética no estaba tiranizada aún por fórmulas ni expectativas rígidas de un mercado millonario.


El mar de hierro (2017), de China Miéville



Miéville era uno de los grandes autores de fantasía contemporánea de perfil no comercial que me faltaba por conocer. En realidad, cabría describirlo más bien como un autor no mimético en general, pues en sus trabajos literarios parecen cruzarse diversas estéticas imaginativas con estilos y propuestas muy singulares. Me ha recordado a la obra de David Mitchell, otro estilista que entrega experiencias de lectura muy, muy diferentes en cada publicación, pero cada una, a su manera, fascinante y compleja.

En esta oportunidad, comencé a adentrarme en el corpus de Miéville a través de esta novela, híbrido de steampunk, fantasía y, quizá, ciencia ficción, que ofrece un universo ficcional muy cautivante. No suelo centrarme en la apreciación de los mundos secundarios en la fantasía contemporánea porque, en principio, no me suelen llamar mucho la atención. No me importa que sean derivativos o excesivamente neomedievalizados; lo que me resulta un tanto cansino es la insistencia en el worldbuliding como concepto mercantil, tanto de parte de las apreciaciones lectoras como de las expectativas creadoras.

En el caso del mundo de El mar de hierro, feliz e inesperadamente para mí, me encontré con un universo de encantamiento orgánico, en el que los elementos más pintorescos (¡y muy originales!) se presentan al lector desde un gran trabajo literario y estilístico. Así, el mundo entero de esta obra está enmarcado en el “mar” del título, compuesto por una madeja casi infinita de rieles y vías de tren por las que ha crecido la naturaleza y que son habitadas por todo tipo de criaturas feroces. Las poblaciones humanas, por su parte, emprenden sus propios viajes ferroviarios desde distintos oficios, como cazatopos, cazatesoros, o piratería.

Es un ecosistema y organización social fascinantes, y que se le van mostrando progresivamente al lector a través de la historia del joven Sham, un mediocre e inconforme aprendiz de médico que forma parte de la tripulación del tren Medos. La narración se abre a su intriga cuando el muchacho, en una excursión de pellejería rutinaria con sus compañeros, encuentra una tarjeta de almacenamiento llena de unas misteriosas fotografías, que podrían comprobar la existencia de un lugar casi mítico para su entorno: uno en donde solo exista una única vía ferroviaria, presumiblemente conducente al Fin del Mundo… Naturalmente, este descubrimiento deslumbrará a Sham, pero también lo embarcará en un viaje muy extraño.

Esta aventura tradicional, llena de peligros varios, se ve potenciada por una narración contundente y de muy elegante tratamiento, con numerosos giros metafaccionales y reflexiones de diversa índole. Desde decisiones estéticas tan específicas como el uso de & en lugar de “and” en la obra original en inglés para reflejar la sinuosidad de las vías (que en esta edición en español se reemplazó por un “y” con mucha filigrana), hasta el brillante comentario crítico al concepto de “filosofía” que desarrollan los capitanes mutilados por las criaturas, en un émulo a la vez paródico y de homenaje a las múltiples interpretaciones existencialistas sobre el capitán Ahab y su relación con Moby Dick, esta novela parece estar tan lleva de recovecos y rincones literarios por explorar como el propio mar de hierro. Por supuesto, al ser esta una obra de Miéville, apreciamos también una nítida dimensión política. En este caso, la encontramos ante todo en el sorprendente desenlace, que explica de una manera bastante desacralizada algunos de los enigmas de la aventura, sin que por ello, gracias al buen oficio literario del autor, perdamos el sentido de maravilla ante un nuevo hallazgo.

Una cosa importante que mencionar sobre la lectura de esta obra, sobre todo considerando todo lo anterior, es que al menos a mí me ha parecido muy entretenida de leer. El maridaje entre una historia sencilla pero bien contada, con un mundo secundario cautivante y salpimentada de profundidades interpretativas diversas, le funciona muy bien a Miéville. No sé si esta novela se podrá considerar formalmente “juvenil” para el mercado contemporáneo, pero claramente ha sentado una nueva base para mí al momento de recordar/descubrir/comprender que estas historias de aventuras clásicas con enjundia y sin un ápice de amor romántico o sexo aún son posibles de escribir hoy en día, y que vale muchísimo la pena intentar crearlas.

En fin: he quedado gratamente sorprendida con esta obra, y por supuesto que continuaré leyendo todo lo que el autor pueda ofrecerme cercano a la fantasía.


El viento en los sauces (1908), Kenneth Grahame

Yo leí la económica edición de Calixta Ediciones, pero no encontré su portada en una resolución decente, así que la reemplacé por esta, de Editorial Panamericana.

Gran clásico de la literatura infantil inglesa, esta novela narra las aparentemente inocentes correrías de cuatro amigos animales en la zona de la Orilla del Río: el Topo, el Ratón, el Tejón y el Sapo. Cada uno de ellos posee su propia personalidad, de manera que se sugiere un equilibrio de temples y un sentido de regulación mutua cuando algunos desbordan las lindes, tanto físicas como espirituales, de la comarca que habitan. Esto se aprecia principalmente en las travesuras del Sapo, el personaje más hiperactivo, intrépido y gracioso del cuarteto, quien siempre está a merced de la locura más atractiva en captar su atención, generalmente asociada a vehículos, acciones que transgreden la ley (humana) y escapadas dramáticas. Así, aunque la novela transmite una sensación mayormente episódica, es en las progresivas aventuras del Sapo y los intentos de sus amigos por contenerlo donde la historia adopta algo parecido a un argumento.

Esta obra me ha sorprendido bastante, aunque no por las razones que cabría esperar, ni siquiera por las que yo misma elucubré antes de comenzar con la lectura. Desde luego, encontré mucho de lo que anticipé, como es el caso de las poéticas y vívidas descripciones del entorno natural donde viven los protagonistas, la deliciosa atmósfera de idilio pastoral y de comodidad (la famosa cozyness que ahora están reflotando los gringos) y aun la ternura de los animalitos, tanto en sí misma, como personajes, como entre ellos. Sin embargo, también me topé con elementos insospechados, como un espíritu antifantasía homólogo al que siempre he sentido en las historias de Alicia de Lewis Carroll.

Con esto me refiero a que casi todo lo que huela a aventura y maravilla es sistemáticamente reprimido por los personajes. Por supuesto, en el caso de los episodios del Sapo, esto tiene un efecto tragicómico muy bien logrado, pero no deja de ser interesante esta ideología subterránea en una novela que, por contar con animales de características antropomórficas (y, para peor, esbozadas a partir del ciudadano victoriano/eduardiano), se cataloga como fantasía infantil. De alguna forma, la obra se las arregla para que los animales se contengan mutuamente dentro de los límites de su comarca y que no pueda haber más aventura que las pequeñas cotidianidades que ocurren de tanto en tanto. Esto no es en sí mismo malo, pero a mí me resulta curiosísimo como impulso castrador.

Acaso por eso, como no podía ser de otra manera, mi episodio favorito de la novela es “The Piper at the Gates of Dawn”, porque es el único en el que se asoma con fuerza la Fantasía, con todos sus códigos estético-discursivos a plenitud, y que felizmente no vuelve a ser explicado ni referido por el resto de la historia. En este episodio, el Topo y el Ratón emprenden una excursión en el río para encontrar a un bebé nutria perdido, y en el camino terminan encontrándoselo a los pies de… EL MISMÍSIMO DIOS PAN. Una locura de capítulo pero, ante todo, una completa belleza.

Creo que este episodio ilustra muy bien una de las fortalezas de la novela: su ambigüedad. En general, odio las cosas y la gente ambiguas, pero en este caso creo que esta característica le da muchos pliegues de sentido, a veces hasta contradictorios, a una historia tan engañosamente simple como esta. Si los animales son aparentemente chiquitos, ¿por qué interactúan directamente con humanos? Si son derechamente animales, ¿por qué las más de las veces parecen británicos en miniatura? Y esta pregunta, que me causa mucha gracia: si se celebra la Navidad (¿?), ¿por qué existe Pan como guardián animal?

Sería tentador apuntar a que estas discrepancias no son más que meros errores de composición, como en su momento identificaron algunos tempranos detractores de la obra, pero lo cierto es que sí se perciben orgánicas en la narración. Y, más importante aún, funcionan, son divertidas y entrañables a su manera.

Nos entusiasma el peligro que corre el Topo en el Bosque Salvaje, pero nos alivia ver que todo se soluciona de la manera más pedestre, entre la comida y el refugio de la acogedora casa del Tejón. Nos entristece la renuncia que hace el Ratón de la aventura, pero nos alegramos de que eso permita que siga compartiendo con sus amigos de siempre. Compadecemos al pobre Sapo reprimido, pero qué chistoso es leer sus estupideces y el pánico de sus amigos, y cuán reconfortante es asistir como lectores a la recuperación de su mansión y su fiesta de celebración.

Y sin embargo, con todo… Ahí está Pan, tocando su flauta, y el eco de su canción, aunque difuso, nos acompañará por siempre, a diferencia de aquellos dulces animalitos:

“Mis manos curarán… a todos los heridos… ¡y todos olvidarán!”


La colina de Watership (1972), de Richard Adams


Otro gran exponente de la fantasía animal, quizá en las antípodas mismas de El viento en los sauces: donde en aquel libro el imaginario y los afectos y efectos eran acogedores y dulcemente etéreos debido a la humanización de los protagonistas, aquí nos adentramos de lleno en una recreación de la vida conejil que no pretende suavizar las penurias de una existencia feral.

Como señala el autor en su nota introductoria, hubo de documentarse para determinadas prácticas y costumbres de los conejos como especie animal, lo que se traduce en la obra en una meticulosa descripción de actos y costumbres reales de estas criaturas. Sin embargo, esto no es un tratado de fauna, sino una novela, así que naturalmente también puede encontrarse un tratamiento ficcional y estilizado de estos gestos. Esto se ve expresado ante todo en la conciencia existencial de los conejos protagonistas y del enorme peso que la narración le asigna a su urgencia al momento de cumplir con sus necesidades vitales esenciales, desde alimentarse, crear madrigueras o asegurar la prosperidad de su comunidad a través de la adquisición de hembras para reproducirse.

Ahora, esta ya no es solo una novela alegórica, sino también una propiamente de fantasía, pues su autor no se limita tan solo a recrear las costumbres de estos animales, sino también a crearles su propia mitología. Así es: ¡una mitopoética conejil!

Este me ha parecido el aspecto más interesante de una obra de por sí fascinante y muy bien escrita y descrita (¡cuánto vocabulario específico de flora!). Tenemos principalmente una figura divina en Firth, expresada a través del sol, y a un héroe mítico en el conejo El-ahrairah, que encarnaría aquí el arquetipo del embaucador/pillo. Muchas de las historias incrustadas en la novela, y que normalmente son narradas como tales por conejos bardos, cuentan las diversas peripecias de El-ahrairah para burlar los límites impuestos por Firth y proteger o ampliar la seguridad o beneficios para la raza conejil. Estas historias son una delicia en sí mismas, con un sutil cambio de tono para ajustarse al acento de antaño, y con estructuras que bien podrían ser analizadas por famosos estudios narratológicos dedicados a relatos preliterarios.

El elenco de personajes míticos se completa además, entre otros, con la figura del Conejo Negro de Inlé, que representa y expresa la Muerte para los conejos. La historia que narra cómo El-ahrairah se enfrenta a él, en particular, es una maravilla en tensión y atmósfera, lo que además consigue transmitir su sensación ominosa de los pobres conejos personajes que la oyen a nosotros, los lectores. Por supuesto, como cabría de esperar, el Conejo Negro de Inlé tendrá también su aparición en la novela misma, pero de formas mucho menos siniestras.

Otro aspecto que me ha gustado mucho de esta obra es que, además de esta filiación con textos de raíz primaria en su trabajo mitopoético, se puede leer también como una suerte de fantasía tradicional de aventuras, solo que con conejos. Sus personajes principales abordan todos figuras arquetípicas bastante definidas: Avellano, el protagonista, es el héroe balanceado; Quinto, el vidente medio trastornado; Pelucón, el guerrero de enorme resistencia y coraje; Vulneraria, el despiadado antagonista, y así. Por supuesto, su misión no es salvar el mundo, sino su propio mundo, que es básicamente la nueva comunidad que establecen. Y, más aún, reforzarlo. Así, el propósito más importante de nuestros protagonistas se vuelve conseguir hembras para asegurar su continuidad, lo que los lleva a diferentes conflictos con otras dos comunidades, ambas fabulosamente retratadas en sus anómalas dinámicas viciadas.

Ya sea como ficcionalización de la vida de un grupo de humildes conejos, como fantasía animal propiamente mitopoética o como “mera” novela de aventuras, La colina de Watership se yergue como una gran obra, que merece toda su fama de clásico contemporáneo y, por cierto, su estupenda y macabra adaptación animada.


El correo del viento (2022), de Oscar Barrientos


Una de las primeras ideas que nos comparte esta pequeña narración, un cuento largo, es que esta historia “no es un cuento de hadas”. Pero no le crean: por supuestísimo que lo es. No estoy segura de si esta sentencia será un juego discursivo de su autor o una ironía (in)voluntaria, pero para el caso no importa. El correo del viento, escrito por el escritor chileno (específicamente, magallánico) Oscar Barrientos Bradasic, es un cuento de hadas literario y una historia de fantasía, algo siempre digno de celebración en estas tierras tan hostiles a la imaginación como mi patria, sobre todo porque, por su contexto de publicación (autor contemporáneo prestigioso, editorial literaria independiente), ha discurrido felizmente alejada de los circuitos de género/fandom.

Barrientos Bradasic ha desarrollado un proyecto poético centrado en los imaginarios de la Patagonia, con mayor o menor alcance no mimético, y con una prosa barroca muy pesada y distintiva, en tiempos en los que muchos narradores chilenos contemporáneos escriben como con plumas sintéticas. En esta pequeña historia, encontramos una muestra de ese trabajo, con un enfoque que potencia lo imaginativo y elimina otros elementos (a mi juicio, molestos) de la obra del autor, como las putas o ciertas ironías, que la acercan a convenciones más normativas. Quizá por lo mismo, la crítica no ha explorado mucho este volumen. Es gracioso leer algunos textos que se dan mil y un piruetas para cuestionar la idea de que esta narración pueda leerse como “literatura infantil”, o eludir lo muy obvio: que esta es una historia de fantasía.

Pero bien, ¿de qué va El correo del viento? En la aldea imaginaria de Ospanost de la real Puerto Natales, en el extremo austral de Chile, el viento es una fuerza tanto energética como mítica. Destaca en particular la figura idiosincrática del cartero de Punta Arenas, el joven Faustino, que con un traje y un equipamiento acondicionados puede desplazarse por las ventiscas para llevar las misivas a sus destinatarios opasnicenses, entre los que se encuentran representantes de diferentes órdenes sociales, como la misma obra lo explicita: el ornitólogo Mike por la ciencia, el padre Alamiro por la iglesia, el carabinero por el orden público y la joven Sofía por el amor.

Es el ornitólogo quien empieza a introducir a Faustino a la maravilla: gracias a sus labores aéreas, le pide ayuda a encontrar al zarapito boreal (Numenius borealis), que debería avistarse por esas tierras en sus recorridos migratorios. Lo interesante del caso es que esta especie en particular está prácticamente extinta en el mundo real, pero en el contexto de la historia parece apenas un pajarito difícil de encontrar.

Cuando Faustino se ve inmerso en una tormenta en su viaje de regreso y cree avistarlo, lo que posteriormente desencadena un accidentado aterrizaje forzoso, la obra se abre al fin a la fantasía desde determinados elementos temáticos, funcionales y estructurales asociables al cuento de hadas. Entre ellas, podemos considerar los sendos encuentros con una enigmática figura femenina encantada que funge como guía y con el rey árbol Lengocio, cuyo corazón ha sido arrebatado físicamente (¿Les suena "El corazón del gigante" de George MacDonald, o el corazón de Tubba Bubba en Paper Mario 64?) y que ahora vive condenado a una constricción de su verdadero poderío. Pero ante todo, destaca aquí un aspecto ideológico: la tensión entre modernización extractivista y armónica tradición originaria.

Esta podría leerse como una historia de ecocrítica, que emplea las (renegadas) formas del cuento de hadas para situar la naturaleza devastada como guardiana de la memoria de una localidad, en contraste con los violentos impulsos civilizatorios extranjeros, encarnados en la figura fundadora del advenedizo Dražen Smiljanovic, que amoldan el territorio chileno hasta volverlo apenas paisaje utilitario. En tal contexto, solo la fuerza naturalmente avasalladora del viento ejerce como resistencia, dificultando tanto el progreso como la vida en la zona.

Y es también el viento acaso el verdadero protagonista no humano de este cuento, descrito bella y barrocamente tanto en su naturaleza como en sus efectos en los seres que reciben ya sea sus arremetidas o sus caricias. Gracias al cuidadoso trabajo prosopopéyico que la narración realiza del viento, podemos restablecer en nosotros esa sensación de que este sí tiene una voz legible y autónoma, más allá del lugar común poético, algo que a cualquier Fantasista le remitirá enseguida a la propiedad de renovación tolkeniana de esta estética.

Aunque pretendo seguir pensando en posibles lecturas interpretativas del rechazo a la identificación con el cuento de hadas en esta breve narración, sí quisiera destacar esta idea, presente casi en el desenlace del relato: “No siempre la historia será escrita por la disputa entre reyes o en base a la fundación de un pionero. A veces la fe de los obstinados adquiere nuevos dibujos y formas”.

¿No es este parte del verdadero espíritu de la fantasía, justamente como la única literatura capaz de concretizar aquella “fe de los obstinados”?

Si amas el viento, los pájaros, los pueblos abandonados y, por qué, no la labor más simbólica de los carteros, El correo del viento es una obra que podría ayudarte a redescubrir nuevas posibilidades de enunciación e imaginario de los cuentos de hadas literarios chilenos.


Las flores crecerán sobre mi cuerpo (2023), de TopoPanda




Suelo ser muy cautelosa al momento de escribir sobre obras de fantasía chilena que discurren por campos culturales más cercanos al género (a diferencia de la obra de Barrientos Bradasic) por razones que, supongo, ya no es necesario comentar aquí ni en ninguna parte. Últimamente, por razones también ya intuibles, he estado poco a poco animándome a hacerlo, en buena parte porque al fin han ido publicándose obras locales que me han llamado la atención como trabajos de fantasía, como autora y, sobre todo, como lectora e investigadora.

En el complicado contexto de aquilatar una obra que comparte campo cultural inmediato contigo, cuando tú eres una persona muy celosa de lo que amas e implacable con los advenedizos que se pasean dos, cinco, diez años en esta literatura y luego se aburren y dejan todo hecho patas arriba, es que inserto este comentario a esta novela breve de TopoPanda (seudónimo de Nataschia Navarro Macker, autore no binarie).

Lo primero que quiero destacar es el lugar simbólico de enunciación de esta novela. La premisa es sencilla y fascinante: tres amigas piden un deseo a las hadas para irse de aventuras, “como en los libros”, pero solo dos de ellas pueden salir al mundo, pues la tercera, Lus, contrae una enfermedad paralizante y dolorosa, aparentemente degenerativa, que le impide unirse a la misión y que la rezaga de distintas formas ante sus antiguas compañeras.

Entonces, esta es en realidad una historia de un viaje trunco por la discapacidad, como podría serlo por cualquier margen o rareza que impide acceder a la Gran Aventura modélica que se ha asentado como paradigma, tanto en cierta fantasía como en la vida real (¿en cierta vida real?). Pero TopoPanda no cae en facilismos en su aproximación. No arroja la piedra para criticar el subgénero de la fantasía épica tradicional de aventuras para luego esconder la mano, como tantas otras autorías cobardes han hecho y seguirán haciendo, sino que cambia el marco del viaje a la introspección personal y deja que la frustración y el dolor de su protagonista al ver a sus amigas partir y volver cada vez más grandes y grandiosas se exprese sin juicios externos, hasta que ella misma va encontrando sus propios recursos de consuelo y esperanza.

Las formas de la obra son muy pertinentes a una historia tan delicada y sufriente como esta: una prosa poética de gran precisión en sus elementos simbólicos, un trabajo de ilustración a color de le propie autore que refuerza los cambios en el tiempo, y una longitud cuya contención extrema hace que, por fortuna, no nos ahoguemos de dolor junto a la protagonista y que todo adquiera la silueta de una sugerencia con acentos más o menos claros.

Me entusiasman mucho estos proyectos de fantasía intimista y marginal que están poco a poco brotando en Chile y que, en parte como la propia Lus, me hacen vivir vicariamente formas de Faërie que llevo poco tiempo explorando. Y eso me despierta las ganas de seguir escribiendo para, ¡vaya!, llegar a publicar obras que pudieran dialogar con estas.

Así, TopoPanda es une autore nacional al que me interesa en particular seguirle la pista en sus travesías literarias por la fantasía. Ojalá esta novela brevísima sea el inicio de una ruta feérica valiosa, tan necesaria en este país.


Realismo

El rey de Varsovia (2016), de Szczepan Twardoch


A medio camino entre el realismo, la novela histórica y la novela negra, esta cruda narración se ambienta en Varsovia, Polonia, en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, y en particular en las ambiguas comunidades judías de la época ante el auge sostenido de ideas fascistas.

Estas coordenadas podrían orientar las expectativas lectoras hacia ciertos derroteros acaso más heroicos o de resistencia política, pero en realidad se obra se centra en la manera en la que el núcleo del mundo criminal judío se enfrenta a este auge nazi. En ese sentido, la novela me recordó las narrativas sobre la mafia italiana, con el titánico Mario Puzo al frente, en su intento por delinear los claroscuros existenciales y morales de un grupo de hombres misóginos, violentos, crueles, hedonistas y, acaso, esencialmente tristes y patéticos.

La figura destacada de esta obra es Jakub Szapiro, boxeador, matón y mano derecha del padrino Kaplica. Szapiro es un hombre bruto fascinante, de gran magnetismo tanto con mujeres como con hombres (por razones diferentes, como cabríamos de esperar en una historia heterosexual). Pero en principio lo conocemos ante todo filtrado por la mirada obsesionada e idealizada de un joven Mojżesz Bernsztajn, el narrador de la novela, quien nos trasmite sus memorias de juventud desde su vejez. Así empieza, de hecho, el texto: Bernsztajn se focaliza en Szapiro y lo identifica como el asesino de su padre, un judío devoto adeudado con el Padrino.

Más importante aún de este inicio es el borrado que Bernsztajn hace de sí mismo, toda una declaración de principios que nos revela la ambigua posición del narrador respecto a los sucesos que narra y que recuerda difusamente. En efecto, una vez que Szapiro adopta al chico, lo vemos muchas veces acompañando a los matones en diversas pellejerías, pero siempre tras bambalinas. A medida que la narración avanza y comienzan a surgir ciertas discrepancias, notamos también que el viejo Bernsztajn vacila cada vez más en la fijación de sus recuerdos, y que los sucesos del presente son cada vez más intrigantes, lo que podría deberse a una complicación mayor en su vida. Pero ¿cuál? Esta cualidad de narrador no fiable es un aspecto muy bien logrado de la novela y que depara un giro narrativo fácilmente identificable si tienes algunas lecturas literarias en el cuerpo (o si jugaste Final Fantasy VII, jajaja), pero aun así muy satisfactorio y bastante elocuente respecto al mundo retratado en estas páginas.

Por alguna razón, me suelen disgustar las historias muy crudas en la ficción imaginativa comercial, pero esta novela me gustó muchísimo. ¿Por qué será? ¿Será que en este tipo de narraciones no miméticas hay más oficio literario? No lo sé aún. Por lo pronto, también me he dejado encantar por el matón Szapiro; me han gustado en particular los esbozos más melancólicos de su personalidad, sus recelos ante la posibilidad de un cambio de vida con su familia en la oportunidad de viaje a Palestina y su relación con Rizka, antigua prostituta.

En una entrevista o nota, creo haber leído que el autor no pretendía tanto crear un fresco histórico de aquella época en Polonia como (parafraseo de memoria) dar cuenta de las diversas formas en las que los humanos podemos hacernos daño a nosotros mismos, y creo que esa es una estupenda forma de describir la sensación que me ha dejado esta novela, llena al final de gente tan horrible como irreparablemente rota.

Como es de esperar, aquella crudeza que enuncié se expresa en la novela a través de las sombras habituales de la sociedad humana: violencia física (desde golpes a torturas), misoginia (prostitutas maltratadas, pederastía), extorsión o corrupción política, entre otras inmundas perlas. Esto la hace una novela mayormente incómoda de leer, pero muy atrapante desde esta oscuridad.


Carol (1952), de Patricia Highsmith


Una historia de amor entre dos mujeres, una que redescubre su sexualidad y otra que termina asumiéndola: nada más simple y complicado que eso, sobre todo si consideramos que está ambientada en los años 50. En los paratextos que acompañan ediciones posteriores de la obra, Highsmith, reconocida autora de thriller, explica por qué inicialmente publicó la novela bajo seudónimo, a fin de no ser rotulada como “escritora lésbica”, y del positivo revuelo que causó esta publicación en la comunidad queer. De hecho, se reconoce a esta narración como una de las primeras en presentar una relación homosexual que logra eludir la fatalidad en los amantes.

Pero en realidad hay muchísimo más que se puede comentar de este libro. En principio, me ha parecido una novela realista muy bien escrita, ante todo un soberbio estudio de personajes ambiguos, la mayoría un tanto indeseables (incluyendo en algunas ocasiones, por cierto, a las protagonistas). La prosa es riquísima en sugerir mucho a partir de detalles cotidianos en principio triviales, un interesante reflejo de las constricciones culturales de la época y cómo se expresaba tanto a partir del silencio o los entredichos. Esto es especialmente notorio y valioso en la forma progresiva en la que se va construyendo la extraña relación entre la joven huérfana e introvertida Therese y la elegante y adinerada Carol, hasta desembocar en un vínculo sexoafectivo más o menos secreto que naturalmente es cuestionado y perseguido de maneras humillantes e injustas.

Al respecto, mi parte favorita de la novela es la primera, pues corresponde al precario trasfondo social y sicológico de Therese y a sus primeros encuentros con Carol y lo que Carol le hace sentir. En la segunda parte acompañamos a ambas mujeres en una suerte de road trip, en el que por fin las vemos acercarse un poco más, en paralelo a la persecución de la que son víctimas. Sucede que Carol se encuentra en medio de un complicado proceso de divorcio y de juicio por la tuición de su hija pequeña, y naturalmente no ayuda mucho en la causa que se descubra que tiene un amorío con otra mujer, para peor bastante joven. Es en esta segunda parte donde la novela adquiere la textura del suspenso por laque es conocida la obra de Highsmith, y si bien está llena de estupendos momentos narrativos (partiendo por la elegantísima narración del primer encuentro sexual entre Therese y Carol, siguiendo con las emotivas cartas finales de Carol y terminando por la sorprendente resolución final de Therese ante su situación), todo se vuelve mucho más ágil y menos nebuloso.

En cuanto a otros aspectos específicos que quisiera destacar de mi lectura de la obra, quisiera empezar con lo que abre la novela: el retrato del trabajo de retail o de una gran tienda. No recuerdo haber leído pasajes así de crudos en el realismo contemporáneo, y me encantaron.

Curiosamente, las incómodas escenas entre Therese y Richard, su soso novio, me gustaron bastante. Richard está caracterizado como un personaje odioso, que sin embargo siente un estupor que podríamos considerar válido y entendible al ver que el objeto de deseo de Therese no es ya otro hombre, sino una mujer magnífica. Es interesante cómo la novela explora el deterioro progresivo de esta relación inane, sostenida en principio más por costumbre y conveniencia que por afecto o entrega real entre ambos. En ese sentido, la carta que finalmente envía a Therese para reprocharle su “inmadura” decisión y amenazarle con la desgracia y el arrepentimiento es muy elocuente respecto a un contexto social que Carol también explicita más adelante: la molestia de muchos hombres de entonces que, sin amar realmente a las mujeres que eran sus parejas, no podían concebir que estas pudieran sentirse legítimamente atraídas por otras mujeres.

También me gustaron mucho, por supuesto, los primeros encuentros ambiguos entre Therese y Carol y los cuestionamientos de la joven ante sus sentimientos. En eso es crucial el punto de vista focalizado en Therese, que contribuye a mostrarnos a Carol como una mujer tan enigmática como fascinante, claramente idealizada, cuya verdadera interioridad apenas alcanzamos a entrever en las páginas.

Es intrigante ver cómo la diferencia de contextos, edades y experiencias de vida entre ambas crea unas dinámicas muy extrañas, en las que Carol expresa ver a Therese como una “niña” o una “huerfanita”, y a la vez comprender más tarde que eso está entremezclado con su propia atracción hacia ella. Por el lado de Therese, se nota mucho que su juventud le impide aquilatar la hondura de las luchas legales de Carol, así como lo que podría implicar ser madre divorciada en esa época (ahora, también es cierto que no logramos ver mucho de esa dimensión en Carol). Al respecto, creo que la idea de que esta es una novela con “final feliz” sugerido es quizá tan ambigua como la relación entre sus protagonistas, pues finalmente Carol pierde muchísimo en su apuesta, bastante más que Therese. Creo que el título original, El precio de la sal, también puede apuntar a Carol: es el precio que debe pagar por asumir su sexualidad, concebida como “desviada” en su sociedad.

Por supuesto, la relación entre Therese y Carol podría considerarse “problemática” hoy en día, pues sus diferencias etarias y experienciales la vuelve asimétrica. En ocasiones, Therese parece desesperantemente pasiva e insensible ante las necesidades de Carol como mujer adulta, con una familia trizándose; en otras, Carol surge como una figura de autoridad innecesariamente condescendiente o cruel con Therese. Tras leer la novela, resulta difícil dar con aquello que finalmente las unió, por encima de tantas adversidades (¡y tantas pérdidas!), y más allá del flechazo inicial. Pero creo que también eso es parte del encanto de esta obra: nos está mostrando una experiencia particular de relación lésbica (iniciática para una y consagratoria para la otra), con toda su dramática intensidad remarcada por las dificultades de la época, no discurseando sobre cómo debería ser un vínculo de pareja no tóxico según estándares contemporáneos.

Y bueno: creo que precisamente porque se desarrolla como tal, como una historia de exploración, descubrimiento y crecimiento mutuos, con todos sus baches a cuestas, la ambigüedad del final adquiere matices tan bellos de redención. Como en todo vínculo valioso y a la vez frágil con otro ser humano, solo podemos esperar a que dure, haciendo el esfuerzo correspondiente, y disfrutar de los buenos momentos. Hay esperanza en este desenlace de reencuentro, y está bien que no sepamos más de lo que ocurre después, aunque pueda venir con más baches aún. Porque supongo que esa esperanza es la que todos hemos acarreado, con más o menos personas valiosas, sea cual sea nuestra orientación, durante algún momento de nuestra vida.


Dura la lluvia que cae (1966), de Don Carpenter


Una novela de realismo naturalista, tan dura en su desarrollo y conclusión como lo que sugiere el título traducido de manera literal del original (en la más reciente reedición de Trota Libros, se llama ahora Caía una lluvia intensa).

La obra nos cuenta sobre la difícil vida del huérfano Jack Levitt, primero desde la disfuncionalidad de la vida de sus padres (a los que no llega a conocer), luego desde una juventud delincuente que lo orilla a una adultez precarizada y, al menos inicialmente, vaciada de propósito. En medio de sus felonías, también conocemos otros personajes tan extraviados en la corriente de la vida de los desposeídos, como Billy, un talentoso jugador afroamericano de billar que sin embargo nunca logra hacerse una vida desde este campo y que termina tan entrampado (literalmente) como Jack.

Ambientada entre las décadas de 1930 y 1960 de Estados Unidos, la obra ofrece un feroz retrato de una juventud precarizada y abandonada por todos los sistemas (escolar, estatal, familiar), sin oportunidades claras de reinserción o redención social, y cuyo destino, ya sea temporal o definitivo, es el encarcelamiento, el punitivismo y/o la desesperanza existencial. Jack comienza como un chico pendenciero que se mete en más de un apuro, lo que lo arrastra a una correccional con métodos muy crudos de disciplina. Ya mayor, se reúne con otros y otras parias, y entonces termina ya en la cárcel. A su salida, el personaje intentará al fin reformar su vida a través de la conformación de una familia con una casquivana también cansada de sus propias correrías, pero el determinismo se impondrá de las más desalentadoras formas hacia el último tercio de la novela.

Esta es una historia que me ha sorprendido mucho tanto por su crudeza interior, muy esperable, como por la inesperada delicadeza de algunos pasajes, sin recurrir jamás a sensiblerías prosística. La amistad (y ese algo más) entre Jack y Billy, sobre todo en el contexto carcelario, es entrañable y depara diálogos sumamente potentes. Los sucesivos intentos frustrados del Jack adulto por enrielar el camino de su vida te hacen empatizar con su coraje. Sobre todo, me ha gustado mucho el meticuloso trabajo introspectivo que la narración le dispensa a sus pensamientos, cavilaciones y reflexiones claramente existencialistas ante su condición marginal.

En una reseña de Goodreads, un lector comentaba que esto le parecía artificioso considerando el perfil de truhan del personaje, sin educación. Pero ¿no está para eso, también, la literatura? Me parece que esta idea supone creer, de una manera un tanto condescendiente, que solo las personas formalmente instruidas son capaces de tener pensamientos complejos o introspecciones profundas sobre su propia vida. Aunque por cierto que el dominio más elaborado del lenguaje permite mayores exploraciones interiores, no creo que esta facultad humana solo esté restringida a una elite educada. Por algo la considero una facultad humana.

Lo que yo interpreto en este tipo de ejercicios estilísticos de “sofisticar” la narración del mundo interior de un delincuente de mente en apariencia básica es, justamente, darle una ventana artística a este tipo de personajes para expresar lo que sienten y piensan. Todo ese horror casi inefable de sentirse una bestia apaleada sin razón por el mundo, esa esperanza desgarrada de procurar enmendarse a sí mismos, el peso de un sino al que solo puede tratar de ganársele una que otra partida con una carta marcada…

Eso he leído yo en la vida de Jack. Y ha sido fenomenal, y doloroso, poder lograr empatizar con un personaje así, lo que también sugiere una forma de empatía con personas que vivieron o están viviendo aún sus requiebros.

En suma, una gran novela realista que retrata una expresión de vida que, contextos, décadas y naciones aparte, sigue muy vigente en diferentes partes de nuestro mundo.


Aguafuerte (2023), de Simón Soto



Simón Soto es un autor chileno con una incipiente trayectoria en un realismo crudo e histórico, que Aguafuerte continúa desde la tradición del western criollo, ambientado esta vez en la Guerra del Pacífico.

La obra contiene dos partes bien diferenciadas. La primera presenta, de maneras no cronológicas, la vida y peripecias bélicas de Manuel “Mañungo” Romero, un hombre sencillo que termina participando como soldado de la toma de Pisagua y que luego se ve orillado a una búsqueda del legendario líquido que titula la novela, supuestamente capaz de obrar milagros y tragedias.

La segunda parte recae en la narración de Luis Sanhueza, otro joven conscripto de aquella contienda, esta vez ya viejo, quien cuenta a una audiencia sus aventuras y desventuras en semejante contexto desde su propio punto de vista, con un relato lleno de recursos idiosincráticos y artificiosos. Ambas partes se conectan también desde la aparición de un sombrío personaje conocido apenas Espanto, quien ejerce como un señuelo sobrenatural, acaso diabólico, que nunca llega a concretarse del todo en la obra.

Esta es quizá mi gran desilusión con la historia de la novela, porque la inclusión de estos elementos, simbolizados en el aguafuerte como correlato sacrílego del Grial, no termina de entenderse en términos de coherencia interna. En todo caso, se trata de un problema de expectativas personales, porque fuera de ello me ha parecido interesante y arriesgada la estructura de la novela, poco complaciente respecto a la linealidad quizá esperable en una narración presuntamente histórica, y que aporta más preguntas que respuestas o satisfacciones.

La prosa de Soto también me ha gustado mucho: es muy densa y lírica, a veces de maneras agradablemente exageradas, en contraste con la abulia de otros prosistas contemporáneos. Baste para ello leer el prólogo de la novela, una especie de delirio blasfemo que entronca con la leyenda del aguafuerte, aunque inicialmente el lector no entienda mucho de qué va la cosa (tampoco es que vaya a entender mucho más al final, en todo caso, pero eso no importa).

Este trabajo prosístico incluye, por cierto, el retrato metafísico de la introspección de algunos personajes y el retrato físico de los territorios atravesados, así como el detallismo grotesco de las diversas masacres bélicas y sus consecuencias en los cuerpos humanos de los soldados: un gore estilístico. Curiosamente, también incluye un aspecto que al menos a mí me resultó inesperado y valiosísimo: la descripción pormenorizada de diversas comidas o menjunjes típicos chilenos, lo que ayuda mucho a situar sensorialmente al lector en el imaginario histórico recreado, con todas sus licencias.

Ahora bien, esta obra de Soto, pese a este componente histórico que he referenciado constantemente, ofrece ante todo una especie de estética de la violencia en general, de la que la bélica, en nada romantizada aquí por el patriotismo, es ciertamente la más notoria. Violento es también, por ejemplo, el trasfondo juvenil de Romero como peón e hijo de peones, y la pobreza a la que se ve sometido posteriormente cuando intenta establecerse como un hombre de familia.

En otras reseñas que he leído sobre la novela, se han mencionado diversos intertextos (o lecturas dialogadas) con películas, pero como yo no veo casi películas, no me interesa eso. Sí me ha atraído el intertexto bíblico blasfemo, aunque creo que, justo por eso, la novela se hubiera fortalecido en una aproximación más valiente (o sea, explícita) al mito y lo sobrenatural, en lugar de dejarlo como una estela. En ese sentido, podría haber recorrido el camino de otra novela con la que la podría emparentar: Dios duerme en la piedra (Fiordo Editorial, 2023), del chileno-argentino Mike Wilson, que no reseñé porque no me interesó tanto como esta, pero que podría resumir ahora como un walking simulator de western posapocalíptico que deviene en horror cósmico.

Pero en fin: cada obra nace según su propio impulso, y el autor tendrá claro por qué prefirió dejar lo numinoso retorcido apenas como una sugerencia; ¡qué tengo que venir a decirle yo cómo debería haber sido su novela para que a mí me gustara más! Así como está, ya me ha parecido muy interesante y destacable.


Tren a Samarcanda (2021), de Guzel Yájina



Mi gran lectura revelación del año fue, curiosamente, una que terminé junto con los últimos días de 2024, concretamente en Navidad.

Llegué a ella ante todo por su premisa: en el contexto de la Guerra Civil rusa pos Revolución (inicios de los años 20), al veinteañero comandante Déjev, en compañía de Bélaya, Comisaria de la Infancia, se le encarga la misión de liderar la evacuación en tren de quinientos huérfanos de Kazán a Samarcanda. Un viaje de 4000 kilómetros y seis semanas. Una odisea en toda regla, al considerar, además, que el enorme territorio soviético se encuentra asolado por la hambruna y la devastación social y económica.

Evidentemente, me esperaba una novela cruda, realista, con un escabroso retrato social e histórico (de hecho, la autora declara al final de la obra su gran trabajo de investigación). En fin: una novela de realismo ruso, aunque en este caso se trate de una bastante contemporánea, al margen de que su escenario corresponda a conflictos de inicios del siglo XX. Pero me encontré con eso y muchísimo más.

Es difícil hablar de la belleza de una obra como esta, tan difícil de leer en algunos de sus tramos más crueles. El sufrimiento, maltrato y necesidades no cubiertas de los niños, tanto físicas como sicológicas, se recrea con lujo de detalles en la narración.

La aproximación, además, no es solo naturalista, pues también hay pasajes que recurren a la exploración imaginaria y al artificio literario para darle voz a los que explícitamente no tienen voz, por lo que además tal sufrimiento se amplía metafísicamente. Tal es el caso de uno de los capítulos más destacados de la novela, que presenta el monólogo interior de Calenturas, un niño autista no hablante que termina siendo acogido en el convoy de huérfanos y que se apega a Déjev, con consecuencias que posteriormente descubrimos como espeluznantes.

El enfoque de la autora con Calenturas es muy complejo, porque aúna una recreación valiente de una voz y una conciencia posibles del niño con el retrato más patologizante y externo de la mirada alista, como confiesa en su nota final a la obra, en la que revela que recogió la idea de la guerra interior que plantea el chico de un estudio sobre el autismo de la época. El destino de Calenturas, aunque sobrevive el viaje (spoiler necesario), puede ser particularmente atroz de procesar para un lector también autista, o al menos así fue para mí. Consigno aquí esta advertencia para otros compañeros de neurodivergencia.

Por otro lado, tenemos el sufrimiento de los personajes adultos, claramente sobrepasados por las titánicas labores a las que se ven enfrentados dentro de su contexto. La autora realizó un trabajo excelente al crear un par protagónico tan distinto que se vuelve complementario, al menos en los primeros capítulos de la obra.

Déjev es un hombre compasivo y sensible, con una entrega casi martírica a su causa, aunque no tardamos en advertir que este celo no es tanto a la misión en sí como al resguardo general de la niñez, pues a lo largo del viaje toma diversas elecciones cuestionables que casi hacen fracasar su propósito original. En el tramo final de la narración, conocemos un pasaje del pasado inmediato del personaje que nos explica parte del origen de esta devoción casi lunática, y que ayuda también a recontextualizar el aparente heroísmo de Déjev, o al menos a situarlo desde un claroscuro muy interesante.

Bélaya, por su parte, parece su reverso: una mujer inflexible y totalmente entregada a la causa en sí. Es ella quien sienta las normas e impone autoridad inicialmente en La Guirnalda y ante los niños. En su propio pasado, y sobre todo en un pasaje inspirado en un suceso histórico particular, Bélaya redescubre la miseria del hambre, el abandono y la pobreza en los niños, y eso la lleva a asegurar que su propio trabajo como Comisaria de la Infancia sea tan riguroso como las condiciones lo requieren. Si para Déjev al final lo que importa es acoger a cada niño sufriente en el camino, para Bélaya es asegurar que al menos dos tercios de los niños originalmente a bordo lleguen vivos a destino, porque asume que no se puede hacer más.

Por supuesto, las discusiones y cesiones mutuas entre ambos personajes ayudan a crear conflictos y a la vez resolver diversas fricciones a lo largo del viaje. Sumados a ellos, también tenemos otros personajes adultos destacados, principalmente el observador doctor Bug y a la enigmática Fátima, que termina operando como una figura maternal ya no solo para los niños, sino también para Bug y el propio Déjev.

Como el lector intuirá, es imposible darle espacio y voz a cada uno de los más de quinientos niños que aparecen a lo largo de estas 600 páginas. Si bien algunos son destacados de manera individual, como el propio Calenturas o Senia el Chuvasio, y en general por razones dolorosas, prevalece una mirada colectivista que los acoge a todos como la gran voz de la niñez herida de la época. Los primeros capítulos exploran con gran sensibilidad la comunidad y cultura que se establece entre los niños, desde la forma en la que sus motes signan su identidad mejor que sus nombres, la mitología interna que se desarrolla en el tiempo y los “oficios” que cada uno se asigna según su personalidad.

Al final de la obra, hay un pasaje espectacular y a la vez muy sencillo, que solo habría podido pensar una estilista, en el que sin embargo sí llegamos a tener un panorama individualizado desde la palabra literaria de cada niño. Es uno de mis pasajes favoritos de la obra, y recomendaría su lectura solo por el enorme efecto catártico (en el sentido más griego posible) que crea en el lector luego del viaje que él mismo ha recorrido en tantas páginas junto a estos pequeños.

Esto me lleva a abordar los aspectos más técnicos de la novela. La narración es sumamente fluida, pero de una manera en la que consigue armonizar la atención captada del lector a pesar de los horrores detallados y de algunas escenas más descriptivos. Creo que en parte este efecto se logra porque se concilia de manera descollante la crudeza inherente a una historia como esta con un inesperado componente de ternura y esperanza en diversos adultos que aportan a su manera, y desde sus propios frentes, para la salvación última de todos los niños que puedan. Esto se aprecia sobre todo en los demenciales intentos de Déjev para aprovisionarse o para darle un hogar temporal a cada niño encontrado, pero también puede identificarse en los usos de otros personajes, incluso la comprometida Bélaya. Igualmente, se aprecia en las mismas intervenciones de los niños y sus interacciones, tanto entre ellos mismos como con los adultos.

Creo que esto también se debe a que la novela se distancia un tanto del enfoque narrativo de literatura social tradicional, en el que obviamente todo es horrible, y se abre a otras estructuras, cercanas a la aventura o al mito, que brindan pausas de respiro (la bellísima escena de la llegada al mar, por ejemplo) y que crean una sensación de avance y horizonte de esperanzas a pesar de las múltiples desgracias. El marco mismo del viaje está pensado así: ir de una parte a otra. Movimiento, crecimiento, cambio. La búsqueda de una paradójica Tierra Prometida, al menos desde la fabulación y la esperanza, en donde habrá comida y refugio.

Si tuviera que quedarme con un concepto único para describir la experiencia de esta novela y que no resultara tan obvio y simplón como “atrocidad”, “historia” u “horrores de la burocracia”, sería “humanidad”, que considero que los puede englobar a todos. La humanidad tiene mucho de atrocidad y de horrores, de crueldad innecesaria y víctimas indefensas por causa de decisiones de altas esferas que terminan devastando a las más pequeñas. En este caso, lo vemos ante todo en el desgarro de los cuerpos y mentes de los niños eslavos.

Pero, a la vez, la humanidad tiene un revés de esperanza, de cuidado y de bondad. Más allá de las decisiones del aparato burocrático del emergente Estado soviético, los personajes adultos de la obra insisten o terminan descubriendo que hay un valor intrínseco en la salvación de los niños por su propia naturaleza humana, no solo por su existencia en función de la causa de la nación soviética. Más carne (flesh) que discursos, podríamos decir. Elocuente resulta al respecto, para no cargarle solo la mano a lo político, la durísima escena que contrasta las frases de homilía de una misa cristiana ortodoxa en el convoy con la intercalación narrativa del sufrimiento de los niños enfermos, condesando en oraciones breves.

Ahora bien, como esta galería de personajes está compuesta ante todo por una seguidilla de adultos ya rotos y quizá más allá de la redención terrenal, sus esfuerzos muchas veces están torcidos, pero es en esta entrega absolutamente imperfecta en la que reside lo que yo puedo entender como coraje y nobleza ante un mundo hecho trizas.

Cuando comento que no me gusta la literatura realista, en realidad estoy diciendo que no me gusta cuando lo que se denomina o identifica como “realismo” no tiene nada que ver con la intensidad de una novela como Tren a Samarcanda. Esta obra refleja lo que debería ser el realismo contemporáneo, para mí, o al menos el único realismo contemporáneo que me parece verdaderamente valioso, porque algo en sus líneas evoca la redención de la fantasía. Y, a su modo, la fantasía por la que he estado dispuesta a vivir tiene algo de este corazón de realismo, solo que con una esperanza realizada ya.

Una famosa cita de Kafka versa: “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. Quizá la verdadera diferencia epistemológica entre la fantasía y el realismo sea lo que nos mueva a hacer con los pedazos de mar que nos quedan rotos adentro. Imposible explorar más esta idea de momento, pero por lo pronto me basta con cerrar este comentario diciendo que sí, Tren a Samarcanda es un libro rompemares internos y cuya lectura recomiendo encarecidamente a los corazones que puedan soportarla.



Menciones honrosas



Saga Blackwater (1983), de Michael McDowell

Compuesta por seis libros, la saga Blackwater comprende el retrato de la familia Caskey, extendido por varias generaciones y décadas e intervenido por pinceladas sobrenaturales que condimentan de maneras agradables los dramas habituales que cabría de esperar en un proyecto de estas características.

La saga Blackwater fue editada en español por Blackie Books, con gran tino comercial: no solo las ediciones son físicamente muy llamativas, sino que también se publicaron cada quincena, emulando el ritmo original de publicación serializada. Dada la naturaleza adictiva de la obra, que se debe tanto a su cautivante planteamiento como a la fluida prosa de McDowell, esta estrategia pareció funcionar estupendamente, hasta el punto de convertir estos libros en un gran éxito editorial.

Cuando arribé a esta saga, en principio lo hice por la premisa de lo fantástico. Me interesaba ver cómo se desenvolvía aquel efecto a lo largo de una historia central tan larga, pues normalmente lo asocio a ficciones más breves. Pero terminé quedándome en realidad por un aspecto mucho más tributario al realismo: una familia fascinante, conflictiva, ambigua y llena de mañas, descrita y desarrollada con igual fascinación desde la narrativa del autor. Desde luego, lo fantástico está presente, y se cobra algunos de los momentos más memorables de la obra a partir de algunos tópicos habituales del género en su vertiente más tradicional: humanos monstruosos, naturalezas desbordadas, apariciones fantasmales, armarios ominosos. Sin embargo, estos aspectos dialogan con lo que me ha parecido el verdadero núcleo de la obra en sí, la propia familia Caskey y sus vicisitudes en el tiempo.

Los Caskey son una dinastía de origen terrateniente, que domina los aserraderos del pueblo Perdido, en Alabama, cercanos al río del mismo nombre. Tras una desastrosa riada que anega el pueblo, el joven Oscar Caskey encuentra y rescata a la misteriosa Elinor Danmert, una visitante varada en un hotel inundado. A partir de este encuentro, Elinor se irá acercando poco a poco a los Caskey hasta llegar a formar parte de la familia, lo que desencadena una serie de eventos dramáticos y comerciales que, tras décadas, desembocarán (quizá nunca mejor dicho) en un linaje tan peculiar como millonario. En sí, podría decirse que Blackwater es la historia de fortuna y decadencia, acaso paralelas, de la familia Caskey.

Qué decir: me han encantado los Caskey.

Se destaca mucho en la sinopsis y en las reseñas la presencia de “mujeres fuertes”. Cabría decir más bien que se trata de un grupo de mujeres insufribles, manipuladoras, ególatras y, en el mejor de los casos, ambiguas o insoportables, pero sumamente carismáticas a su manera. Las verdaderas luchas jerárquicas se dan casi siempre entre ellas, con los varones Caskey mirando las disputas desde lejos o plegándose a los bandos más convenientes según diversas razones. Me arriesgo a afirmar que casi todos hemos tenido alguna de estas mujeres odiosas en nuestras propias redes familiares, y los diferentes retratos que la narración dispensa a cada una es espectacular, por lo verosímil y preciso en su detalle sicológico, incluyendo el desglose de sus particulares motivaciones. Por fortuna, McDowell también dedica momentos de introspección a los hombres, pero estos suelen ser personajes menos interesantes debido a su habitual baja intensidad.

Otro elemento de interés en la obra es el tratamiento del espacio natural. Se podría decir que la propia ciudad de Perdido, y naturalmente sus territorios fluviales, son un personaje más de esta saga, con un trabajo de descripción precisa y una creación de ambientes muy sugerente para la instalación del discurso ambiguo propio de lo fantástico. Por supuesto, a medida que la historia se va hundiendo más y más en esta corriente (je), esta ambigüedad desemboca (jeje) al fin en los pasajes de un sutil terror, con escenas muy memorables vinculadas a diversos destinos de los personajes protagónicos, sobre todo en el tramo que corresponde a algunas muertes.

Blackwater le da así espesor, drama y pasión a una forma narrativa no mimética que yo, quizá en mis propios prejuicios, tiendo a considerar más bien inane y excesivamente intelectual. El viaje con los Caskey es entrañable a su manera, y te terminas encariñando incluso con personajes que parecen desagradables o que derechamente se vuelcan a la decrepitud interior.

Ahora bien, Fantasista al fin y al cabo, mi personaje favorito, como no podía ser de otro modo, ha sido Frances, la hija menor de Elinor. La razón es obvia: por razones que no describiré para no arruinar el suspenso, es el único que se entrega a la maravilla de maneras más o menos satisfactorias, y que por ello sortea la decadencia espiritual de sus otros parientes. Curiosamente, también valoré a su pesada hermana Myriam, por su interesante desarrollo adulto desde las antípodas de Frances, sin volverse por ello un personaje detestable a mis ojos.

Así como entre estas hermanas, desde lo más prosaico a lo más mágico, discurre Blackwater, y quizá también una de las claves de su enorme éxito en el público hispanoamericano.


El ritual / El último Don Quijote (1996 / 2000), de Marina y Sergei Dyachenko

Este libro contiene un binomio de novelas que en principio parecen muy diferentes. Se me ocurre que la editorial (un sello español independiente, especializado en cómic) decidió incluir El último Don Quijote por su referencia a la obra cervantina, como un guiño más cercano culturalmente. Sin embargo, he leído muchos comentarios de lectores españoles desconcertados ante esta inclusión, e incluso impresiones negativas ante este trabajo.

En lo personal, aunque el nexo no sea tan explícito ni efectivo como cabría de esperarse en el estreno de estos autores rusos en el mercado hispanoparlante, creo un Fantasista sabrá vincular ambas historias desde la exégesis imaginativa, y valorar lo que ambas ofrecen a su manera a la tradición que amamos.

El ritual es la novela principal del conjunto: una historia de fantasía romántica. Ajá, dirá algún incauto que no lee ningún libro que tenga más de cuarenta años (siendo generosos): romantasy. Pues no. Obviamente, las historias de amor en fantasía no se inventaron con esa desangelada categoría comercial. Esta novela, con todo, es bastante contemporánea (1996), e incluso se adaptó a un par de películas live action. Lo interesante de esta lectura, o al menos el efecto principal que ha tenido en mí como lectora, es el recuerdo de que una historia de amor no tiene por qué ser una narración autoindulgente, ni edulcorada, ni utilitariamente sexualizada, y que bien puede unir su dimensión imaginativa con la temática del amor romántico… o sus espinas.

Esta es la historia de dos seres marginados: Yuta es una princesa fea e incómodamente curiosa, y Armand es el último vástago de un linaje de humanos dragones, lo que lo ha vuelto un hombre amargado y solitario. En un confuso incidente en el contexto del ritual del título, la forma dragonil de Armand termina raptando por error a Yuta, y su convivencia forzada con la joven, con la que a su pesar traza una pintoresca amistad, desencadena un viaje de descubrimiento en ambos.

Ya he mencionado anteriormente que una de las cosas que más me desagrada de ciertos exponentes del romantasy es la tendencia a que sus protagonistas sean seres normativos insufribles. Qué me importa a mí el amor genérico y teleseriesco de los normies; fuera de mi vida y de mis lecturas. Aquí, en cambio, Yuta y Armand son bastante extraños y autocompasivos, en varias ocasiones un tanto repelentes, y así su vínculo afectivo va creciendo a partir de sus sendas heridas y las formas insospechadas a las que cada uno va reaccionando ante las del otro.

Este componente romántico es uno de los aspectos más conseguidos de la historia, y bastante dulce leer. Por otro lado, vemos el progresivo desarrollo de la dimensión de fantasía, que comienza con las investigaciones de Yuta de las viejas inscripciones del castillo y que desemboca en un solitario peregrinaje de Armand en busca de respuestas en la memoria de sus ancestros.

Como contraste a estas bellezas, tenemos el gran retrato costumbrista de las miserias de la corte de los reinos. Aquí vemos una interesante deconstrucción del personaje tipo del “príncipe azul”, revelado como el imbécil que siempre ha sido en el mundo real. Con el tiempo, he llegado a creer que existe una calaña de hombres validados, a veces incluso muy populares entre muchas otras mujeres, que resultan particularmente crueles hacia las mujeres feas-no normativas-raras, y esta historia hace una feroz exploración de este modelo.

Por desgracia, la novela adquiere un tinte cada vez más triste hacia su cierre. De hecho, tiene un final abierto que, aunque parece poner varias cosas en su lugar (incluyendo al desgraciado ese; uf, lo odié tanto), podría dejar insatisfecho al lector que solo espere la reunión entre tan vapuleados enamorados. O al menos así ha sido mi caso como lectora. Pero al mismo tiempo agradezco el coraje de los autores por haber cerrado así su historia, en un triunfo moral suspendido que tocará a cada receptor completar en su imaginación.

La segunda novela está construida desde los moldes generales de las obras dramáticas, con muchísimo diálogo como desarrollo argumental. Como su título sugiere, se trata de una reescritura breve de la tradición quijotesca. En este caso, la premisa es que el personaje de Don Quijote se ha vuelto un arquetipo encarnado familiarmente, casi como un rito de paso. Pero el Don Quijote que conocemos en la historia es un hombre demasiado descreído ya como para aventurarse a tan ingratas lides. En paralelo, surge un complot en el seno de sus cercanos para hacerle creer que está trastornado, como corresponde a la maldición del personaje, y que por ello debe abandonar la mera idea de salida. En lo que el elenco intenta descubrir quién ha sido el responsable, la obra se abre a numerosas reflexiones sobre el idealismo, la imaginación y la valentía, en torno a nuestro querido y accidentado héroe de la Triste Figura.

Con un final mucho más esperanzador que El ritual, El último Don Quijote termina también en una nota abierta, que en parte remite al final del original cervantino y, acaso, a la elección de todos los Fantasistas.

Y cierro el libro pensando que desearía leer muchas más cosas en español del matrimonio Dyachenko.


Kalpa Imperial (1983), de Angélica Gorodischer

Uno de los escasos trabajos importantes afines a la fantasía no comercial en nuestro continente, Kalpa Imperial es una obra que se sostiene en la tradición oral y el relato maravilloso para narrar diversos episodios asociados al Imperio Más Vasto que Nunca existió, a algunos de los que serían sus emperadores y emperatrices y a otros personajes de diferente alcurnia y de intrigantes historias personales.

Construida como una antología de relatos que a la vez se pueden leer como una novela fix-up, cada cuento (salvo por el último, del que hablaré más adelante) presenta la voz de un narrador indeterminado, que obviamente no es nunca la misma, tanto por la diversidad de episodios narrados como por diferentes acentos discursivos, pero que podría serlo, en la medida en que todas comparten la dispersión propia de las historias orales (en varios cuentos comenzamos en una parte, o pensamos que va a ir de cierta forma, y terminamos en un lugar muy distinto) y cierta unidad barroca (la prosa es muy contundente y florida).

No entiendo muy bien por qué en ocasiones se asocia este libro a la ciencia ficción, cuando la propia autora revela que una de sus motivaciones era crear su propia Las mil y una noches. Tampoco se puede omitir que en su dedicatoria incluye a nuestro J.R.R. Tolkien, y aun a Andersen. Tal vez sí pueda conceder cierta confusión con lo fantástico, por sus otros referentes literarios confesos: Italo Calvino y Jorge Luis Borges.

En efecto, se puede distinguir cierta errancia discursiva en algunos relatos que los apartan de la consistencia interna de la realidad más sólida de la fantasía, razón por la que quizá las historias que más me acomodaron fueron, acaso, las más “convencionales”: “Retrato del Emperador”, o “El fin de una dinastía o Historia natural de los hurones”. Otras me desconcertaron, en el mejor sentido de la impresión, porque esta dispersión narrativa conseguía, gracias a la pericia de la autora, una sensación de maravilla y éxtasis: “Así es el sur”, una lisérgica travesía, y, por supuesto, la extrañísima “La vieja ruta del incienso”.

En este último cuento, la voz narrativa de Gorodischer entra diegéticamente al relato, y lo transforma en una cosa tan rara que encontramos hasta alusiones (graciosamente camufladas) a la cultura popular de nuestro mundo primario. Esta es una historia que parece desentonar un poco respecto a la concatenación narrativa que se había logrado, con mayores o menores libertades, en los relatos anteriores. ¿Es una parodia, un juego intertextual, una metanarración? ¿Qué es? Tal autoconciencia es ambigua, aunque quizá sea a su modo coherente con una mirada de lo maravilloso posmoderno (1983, fecha de publicación original de la novela, no es tan, tan antigua como quisiéramos pensar): si lo maravilloso no tiene ni patas ni cabeza, como en el fondo aún creen despectivamente muchos teóricos de lo fantástico, bien podrían incluirse onomásticos de actores de cine en un universo como este.

Disquisiciones conceptuales tontas aparte, Kalpa Imperial me reintrodujo a la obra de Gorodischer, de la que ya había tenido un primer apronte, bastante más confuso, desde la novela epistolar Querido amigo. Ahora felizmente puedo decir que de su autoría me quedo no solo su prosa, sino también parte de su imaginario. Veamos si a futuro me animo con Trafalgar.


Medievalario: un bestiario medieval (2023), de Fran Zabaleta

Esta obra, contrario a lo que sugiere el título, es más bien un retrato de diferentes estamentos de la sociedad medieval, deconstruidos desde la tragedia histórica. Así, cada relato está protagonizado por una figura emblemática de cada uno: el santo (el mundo religioso en un mundo materialista e hipócrita), el caballero (el mundo heroico en un mundo deshonrado), el niño "raro" (el mundo divergente en un mundo normativo) y el rey (el mundo de la nobleza en un mundo de poderes transables).

Lo primero que quiero destacar de este trabajo es que me parece un soberbio ejemplo de lo que puede llegar a ser una obra autopublicada. La prosa es excelente, con muchos fraseos de agradable cadencia española añeja (en el mejor sentido) y de léxico tan concreto como específico. Se aprecia también un gran trabajo investigativo en lo que corresponde a la dimensión más historia que envuelve cada uno de los universos ficcionales recreados. Las historias son a igual parte cautivantes y muy duras, como dura debe haber sido la Edad Media en muchos aspectos. Con todo, creo que la narración ofrece sus más memorables momentos cuando se aparta de la ironía o la rabia que se refleja en algunos pasajes o personajes, sin que por ello abandone la aspereza de otros relatos. 

Un ejemplo: la repulsión narrativa (y del propio autor) hacia el clero y la religión católica son evidentes, tanto en el cuento correspondiente, "De correctione rusticorum", como en el posfacio que entrega más detalles para cada historia. De alguna forma, esa virulencia (con "dios" en minúscula incluido, por supuesto, jajaja) se me hizo innecesaria, pero no porque yo misma sea católica (no se crea que yo defiendo las atrocidades de la institución eclesiástica), obviamente, sino porque siento que recarga excesivamente tintas que ya quedaban claras en la narración misma, desde su repulsivo protagonista. Entiendo que una de las intenciones era denunciar el fanatismo como pulsión destructora, pero pienso que eso es algo que podría alentar tanto un ateo como un católico con consciencia crítica. Esta es además la única explicación del posfacio en la que el autor abandona el temple instructivo de su registro, así que se nota mucho el contraste.

Mi relato favorito fue "El bando perdedor", una magnífica historia de heroísmo trizado y trágico, casi un modelo del que deberían beber las fantasías oscuras que pululan por nuestro campo imaginativo. En ella, seguimos las desventuras de Lopo Feixoo, un veterano irmandiño gallego caído en desgracia que se ve envuelto en una seguidilla de complots políticos que solo le enrostran la miseria moral de los guerreros y hasta de sus antiguos compañeros, hasta que se ve forzado entre continuar en un abúlico camino de estabilidad o perseguir el honor hasta sus últimas consecuencias

Otro relato que valoré mucho fue "El husmo de la tierra", por su protagonismo infantil en el niño Roi. El autor identifica a este personaje con el estamento del campesinado, pero siento que además se puede leer en él al sujeto diferente a la norma: el niño es pelirrojo, y eso supone que una ristra de supersticiones crueles caigan sobre él y condicionen su destino. Es, además, un relato de maltrato y desamparo infantiles, con muchas escenas muy desagradables y apenas unas pocas de cobijo.

Un detalle que me quedó pendiente de esta obra fue la presencia de la mujer. No hay protagonistas femeninas, y los pocos personajes femeninos suelen ser abusadas por hombres o seres negligentes (la madre de Roi). Confieso que me hubiese gustado leer un cuento con una mujer protagónica, quizá una monja, quizá incluso por el reto que hubiera supuesto construir una historia probablemente más "claustrofóbica", introspectiva y quizá de muchas pasiones apenas contenidas entre otras hermanas. Eso habría supuesto un interesante contraste con otros relatos, más centrados en la acción o el desplazamiento.

Con todo, recomiendo echarle un vistazo a esta interesante obra, por su altísima calidad general y el valor de su propuesta. No suelo leer narraciones históricas, pero la vara ha quedado bastante alta con esta aproximación.


La niña duende (1848), de George Sands

Llegué a esta novela, la primera que leo de la autora George Sands (seudónimo de la francesa Aurore Dupin) porque su sinopsis en la edición de Alba comentaba que se apreciaba una “atmósfera de cuento de hadas”, pese a que la novela en sí es esencialmente costumbrista y ofrece un interesante retrato de la vida campestre, con algunas bellas descripciones bucólicas.

En efecto, hay algo de cuento de hadas en algunos de sus elementos: el trío protagónico, compuesto por dos gemelos de intensa relación y una muchacha torcida, por ejemplo, y acaso cierta narrativa de descubrimiento y cambio.

El mote del título remite, justamente, a esta chica, llamada Fadette. Esta palabra significa literalmente “hada” en francés, en un juego de palabras con su apellido real, Fadet. Vemos que, como suele suceder en ediciones españolas, por alguna razón los traductores rehúyen como la peste nombrar a las hadas y recurren a los subterfugios, mucho más aburridos, de la palabra “duende” (véase también la traducción de parte de The Celtic Twilight, de W.B. Yeats, en la edición Mitologías, publicada por Acantilado). En fin: taras de la pérfida Hesperia.

Nieta de una curandera, Fadette carga con ella el prejuicio local de realizar actos de brujería por sus conocimientos y (atención aquí) por su pobreza y fealdad generales. Es decir, por no ser normativa ni común. Pese a ello, Fadette emplea y se aprovecha de estos mismos rumores como una forma de defensa ante la crueldad de la gente, si bien, lejos de su natural coraje y sus chapuzas, es ante todo una muchacha desamparada y decente que trata de cuidar como mejor puede de su hermano menor.

Pese a que el título nos remitiría a ella como protagonista, en realidad la novela se centra ante todo en la compleja relación de los gemelos Landry y Sylvinet y luego en cómo la mayor presencia de Fadette desestabiliza poco su obsesiva unión. Landry es un joven también valiente, además de afable y maduro; Sylvinet, en contraste, es mucho más inseguro, enfermizo y melodramático, y desarrolla una angustia muy grande al ver que las circunstancias del natural crecimiento de ambos como adolescentes empieza a separarlos. En la medida en que Landry comienza a descubrir lo que se esconde tras la máscara huraña de Fadette, el celosísimo Sylvinet sentirá estos acercamientos como una forma de traición, lo que traerá todo tipo de conflictos sociales y familiares.

Como se ve, se trata de una novela muy sencilla en planteamiento, pero está escrita con gran aplomo y a mí me atrapó mucho. Me gustó cómo se construyó la relación de los gemelos a partir del necesario proceso de individuación, y de cómo justo este ocurre principalmente, aunque se trate de manera alegórica en la narración, a través de la intromisión de lo raro, lo féerico, lo anómalo: Fadette.

Esta también me ha gustado bastante como personaje, dentro de su aparente simpleza. Supongo que, hasta cierto punto, me vi reflejada en mi pasado adolescente: fea, pobre y receptora de escarnio social, y sin embargo con su “propio cuento” y su impulso de desestabilizar lo normativo. Mi Landry llegaría muchísimo después en mi vida, dijéramos, pero me pareció adecuada la forma en la que, pese a la brevedad de la obra, se fue construyendo la relación entre ambos.

Quizá me fue más problemática la idea de que Fadette, más allá de la razonable aceptación de su propia vulnerabilidad y de su reconciliación con su naturaleza femenina, debía “domesticarse” en algunos aspectos genéricos a fin de ingresar del todo en la sociedad y de que Landry pudiera acercarse formalmente a ella como mujer, pero claro, estamos hablando de una novela del siglo XIX. Por fortuna, a mí no me domesticó nadie, y aquí nos encontramos hoy, en Tierra de Fay~

Curiosamente, me he enterado de que esta novela, que tan cándida parece, fue incluida, en el mismo siglo XIX, en el Índice de los Libros Prohibidos del Vaticano. Leí que esto se debía ante todo al perfil personal y literario de su rebelde autora, lo que, además de ser muy curioso, nos recuerda que en realidad la candidez y la sublevación pueden ser más complejas que un mero contraste de polos opuestos.


Lo que cuentan las nubes (2023), de Donald McLeod

Este cuento conforma una plaquette que anuncia un proyecto futuro de fantasía animal. Su autor es mi editor en Imaginistas, quien gentilmente me lo trajo como regalo. Fuera de esa cercanía personal, este fue un relato que me gustó mucho por su propuesta de imaginario, en un año en que, como se puede ver en esta lista, leí mucho precisamente de fantasía animal. 

Esta obra se focaliza en las penurias de la dura vida de un solitario ñandú macho de la Patagonia en su misión de empollar y cuidar su huevo bajo el legado de sus ancestros, que lee en las nubes del cielo. Donald me comentó que leyó La colina de Watership tras escribir esta obra, lo que resulta muy interesante porque comparte con esta novela la intención de recrear las ordalías animales con toda su profundidad existencial

Algunas particularidades de esta historia se relacionan con la presión atávica de esta misión, que ha emprendido por mucho tiempo su especie, y por el temor innato a que el huevo o la cría resulten malogrados ("no normativos"). Curiosamente, dos lastres rumiantes que podríamos asociar plenamente con la experiencia humana de la maternidad y la paternidad, y que quizá la distancia del imaginario animal humanizado nos ayudan a procesar mejor de manera vicaria.

Otro aspecto llamativo de la narración es la sensación de angustia constante, retratada con un esmero casi naturalista en el hambre, la soledad y el pánico del pobre ñandú. El contrapeso recae sobre la misteriosa figura del Compañero, un ñandú legendario que se la aparece a nuestro sufrido protagonista y que parece ser en sí mismo una figura queer, así como otro ñandú, el "vecino", que se vuelve otra especie de acompañante, mucho más íntima y entrañable.

Como es de esperar, este cuento no es una historia feliz, pero igualmente entrega consuelo a través de la identificación con la noble odisea del ñandú protagónico. Por lo pronto, quedo muy a la espera de releer el cuento ya en la antología de fantasía animal que Donald estará eventualmente por publicar, para apreciarlo ahora en un contexto mayor.


El pájaro de los muertos (1995), de André-Marcel Adamek

Siguiendo con historias de aves y animales, esta es una novela muy breve, de esas rarezas extranjeras que ocasionalmente publica la editorial chilena independiente LOM y a la que (casi) nadie en este país parece prestarle demasiado atención. A mí sí me llamó la atención por su sinopsis y por lo que exploré en sus primeras páginas, y aprovechando que encontré el libro usado en una gran oferta, lo adquirí.

Esta es la historia, narrada en primera persona por una corneja, desde su nacimiento hasta su decisivo encuentro con los seres humanos, y en particular con un médico y la relación de amistad y camaradería que establece con él, pese a las barreras de sus naturalezas. Desde una prosa poética, descriptiva y muy introspectiva, la corneja nos cuenta primero de sus aventuras como ave joven, en lo que se adapta a los peculiares usos de su especie, para posteriormente cambiar a un foco más observador cuando entra en contacto con personas. A través de su mirada y de su distancia natural, somos también testigos de parte de las miserias humanas retratadas en sus experiencias, desde las más horribles (la guerra y sus miserias) a las más mezquinas (prejuicios hacia su fama de “pájaro de la muerte”, o una denuncia pasional que termina en muerte).

A pesar de la sofisticación de su lenguaje, se trata de una historia muy sencilla y compacta, que explora de manera intimista la compleja relación que tenemos o podemos tener los humanos con el mundo animal. La recomiendo mucho como una lectura tranquila, para un viaje corto.



Con esto he terminado mi extenso recuento de lecturas. Creo que me ayudó mucho la práctica de escribir sobre cada lectura interesante casi enseguida de acabarla, que era una idea que tenía intención de aplicar de manera constante, como me parece haber comentado en alguna entrada anterior. Sin embargo, no siempre pude hacerlo, pero trataré de implementarla cada vez que me dé el tiempo.

Espero que el lector curioso haya encontrado algún trabajo desconocido que haya espoleado su interés.

Por mi parte, continuaré intentando bajar (¡y aumentar!) mi pila personal de obras que esperan de mi lecturas y, si son afortunadas (?), de mis palabras. ¡Hasta 2026!

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