Sobre escribir para quedarse y para despedirse
2/28/2025Este texto originalmente iba a ir sobre mi experiencia de escribir en Internet a lo largo de casi veinte años, en diferentes formatos literarios o reflexivos y en diferentes plataformas. Por razones contextuales, terminó también siendo sobre escribir otra clase de textos, no destinados a Internet. Textos para los que nunca estaremos preparados para escribir, y que en realidad no desearíamos escribir nunca, pero que sin embargo a veces parecen los únicos para los que existen las palabras.
En un plano intelectual, podría decir que este ensayo es como una suerte de metatexto sobre la naturaleza doble de la textualidad, que hoy redescubro en circunstancias complicadas: escribir para quedarse (y conectar), escribir para despedirse.
En un plano personal, podría decir que este es un ensayo sobre algo mucho más importante, pero que al final todas sus inútiles palabras concatenadas no son más que una torpe red que falla en captar la verdadera naturaleza de esa importancia.
Pero está bien que así sea. Un ensayo es eso: un tanteo. Y la vida también. Solo hay dos certezas ante ambas cosas, a veces incluso entrelazadas: un puñado de palabras y la muerte.
Este es mi puñado de palabras.
1.
Abrí mi primer blog en 2008. Recuerdo con exactitud el lugar en el que estaba: en una salita con un computador con Internet de un edificio cuico (de clase alta) donde vivía una amiga de mi madre. Por precariedad, yo no tuve Internet en casa hasta bien entrados mis años universitarios, así que cada vez que tenía acceso a un equipo que disponía de este servicio intentaba aprovecharlo todo lo que pudiera, porque lo pasaba muy bien.
Y mi mayor diversión entonces era leer textos en páginas web.
Así fue en ese caso puntual: no solo me pasé varias horas entretenida explorando páginas webs, como solía hacer, sino que también al fin me animé a crear Winterlöria, mi primer blog en Blogger, hoy archivado. Mi primera entrada fue en un tono cándido, en cuya relectura hoy reconocí algunas marcas identitarias que aún conservo —mi necesidad de expresión más allá de juicios ajenos— y otras que ya he perdido —mi desesperado interés en que otros comentaran mis textos “para mejorar”—.
Winterlöria duró apenas cinco años, pero resultó ser un blog muy prolífico por su eclecticismo, pues no solo subía trabajos y cuentos míos, sino también eventos literarios propios y ajenos, textos multimodales y cosas así.
Como se sabe, la primera década del 2000 fue muy fructífera para el crecimiento y fortalecimiento de los blogs como plataformas virtuales de escrituras valiosas, que eran verdaderas vitrinas textuales para todo tipo de enfoques, desde los más creativos a los más periodísticos, pasando por los más experimentales. De hecho, la cualidad democrática del medio permitía que pensadores contemporáneos importantes desarrollaran su trabajo ahí, con las mismas herramientas de todos. Ejemplo de ello fue k-punk, el blog personal del fallecido Mark Fisher, aún accesible, en el que subía sus elaboradas reflexiones en torno a todo tipo de temáticas políticas y culturales. Hoy en día, su trabajo de bitácora virtual está publicado además en tres volúmenes, disponibles en español por la editorial Caja Negra, bajo el mismo título k-punk.
Sin ir tan lejos en cuanto a autores muy destacados, en la época de auge de los blogs había mucho movimiento y comunidades de todo tipo de personas que simplemente tenían algo que les era importante expresar.
¿Se acuerdan de ese banner medio kitsch (al menos ahora) que decía “Este blog se alimenta de tus comentarios”? También estaban los contadores de visitas, largas listas de blogs recomendados por el autor y un sinfín de widgets más o menos inútiles que, además de personalizar el sitio, contribuían a tender puentes entre otras bitácoras.
Por la arista más técnica, los blogs especializados en HTML rebosaban de cientos de comentarios. Por supuesto, estos solo buscaban resolver dudas de código, pero daban cuenta de que había gente muy interesada en rediseñar sus espacios para que fuesen lo más bonitos y funcionales posibles. Lo sé porque yo misma los visité muchas veces. ¡Cuántas rabias pasé con el editor de HTML de Blogger, acomodando mis plantillas descargadas de sitios de dudosa procedencia!
Por otro lado, en estos efervescentes años los internautas aún eran activos en sus interacciones con lo que veían o leían, sobre todo si estas eras de perfil crítico. Mi propio blog tenía comentarios de gente de todo tipo: los lectores fieles que respondían con entusiasmo a las entradas, los desconocidos que llegaban por casualidad y que agradecían una lectura puntual, los que escribían ensayos o discusiones kilométricas en los comentarios y los conocidos o anonimizados, ambos cobardes, que venían a insultarme y a humillarme, por ejemplo.
Winterlöria fue un buen espacio formativo, supongo, pero no estaba destinado a durar: su marco fue, más o menos, el mismo de mi infame pregrado, en el que sufrí mucho por diversas razones. Era entendible que, poco después de egresar, y tras recuperar la fantasía (y mi fantasía), decidiera cerrarlo al público.
2.
Luego, casi enseguida, abrí Tierra de Fay, mi (entonces) nuevo blog dedicado exclusivamente a la literatura de fantasía, que sería desde entonces la ruta formal de mi vida. El enfoque del blog era y es idiosincrático y personal: reflexionar en torno a la fantasía, que es lo que más amo, y compartir mi propio viaje (íntimo, intransferible e intransable) desde ella, como autora, pensadora e investigadora novata.
Tierra de Fay sigue activo hasta hoy, como lo demuestra este mismo texto, con una rutina más pausada y errática de publicación. Ya ha cumplido 12 años. Nunca se marchó, porque yo no me marché.
Y es que no tenía por qué hacerlo, porque yo no tenía nada que vender, ni requería de excusas o pies forzados para andar buscando de qué escribir para captar lectores/compradores. Mi mayor recompensa fue siempre intrínseca: conseguir articular un texto de un tema que a mí me gustara o interesara sobre la fantasía o la ficción o la existencia y subirlo sin más.
Sin embargo, al menos en lo que a ficción imaginativa respectaba, por esos años mi propósito era más bien anómalo en esos derroteros. En ese tiempo, los perfiles dominantes de los blogs de literatura de género se centraban en una serie de tópicos paradójicamente extra literarios: consejos genéricos de escritura de gente que aún no sabía escribir bien, reseñas escuetas y superficiales de novedades editoriales regaladas por los mismos sellos, por lo que solían ser excesivamente elogiosas para asegurar la continuidad de la “colaboración”, o ventas de humo varias, pagadas o no con dinero, entre otros.
En muchos casos, me tocó leer que se alentaba al escritor emergente a tener un blog “porque era lo que se tenía que hacer” para darse a conocer y vender libros, según el espíritu de los tiempos. Pero, en realidad, muchos de esos blogs de aspirantes a escritores nacían solo como parte de una tarea de lista de cotejo que buscaba el éxito y la fama, porque se trataba de gente que no tenía nada que decir en ellos (y a veces ni siquiera en su propia ficción).
Así, para los defensores de esta corriente, el blog no debía ni podía ser tu casita virtual hecha de palabras sobre un fondo sencillo y adornos y colores medio rocambolescos (dependiendo de tus habilidades con HTML/CSS y tu sensibilidad al buen o mal gusto), sino un centro de negocios que debías rentabilizar para capitalizar a partir de la ubicua necesidad de los aspirantes a escritores a encontrar respuestas fáciles, vía transacciones monetarias, para ser famosos y ganar dinero o prestigio.
Nunca olvidaré cuando una de esas personas comentó una vez que todos los escritores querían ser famosos y ganar mucho dinero, y que quienes negaban eso eran unos mentirosos.
Ese era el nivel de la época: no se concebía que un escritor pudiese concebir la literatura,… pues…, como literatura, una expresión de arte. Una inmersa en una industria cultural, claro, en la que sí había aspectos monetarios involucrados. Pero, al fin y al cabo, una expresión que trascendía en sí misma la urgencia de fama y el dinero.
Por supuesto, yo nunca me sentí cómoda con esos modelos, y de hecho siempre expresé que me aborrecían. Aún lo hago.
Ahora bien, es verdad que hubo momentos difíciles con mi propio blog porque la avalancha de aquellos otros sitios, con sus propias directrices opuestas a la mía, me llevaron a las tierras del cuestionamiento: ¿por qué sigo escribiendo esto, si a nadie parece importarle, si nadie comenta, si nadie parece querer llegar a mis historias por lo que reflexiono, que no ofrece una utilidad inmediata?
Aclaro que nunca dudé de que mis textos tuvieran valor en su dedicación, a pesar de sus naturales fallos de pretensión, rotundidad o descalibramiento (era joven, estaba furiosa y enferma de la mente). Menos dudé ante las burlas, ataques y ninguneos que recibí por esos años, aunque me hicieran sentir mal. Salvo por el trabajo discontinuo de Emilio Araya en sus propios blogs sucesivos, no encontré ningún otro blog de fantasía (al menos en Chile) que asumiera la tarea con tanto esmero, pasión y entereza intelectual. Y no he vuelto a encontrarlo. (Sospecho que no lo encontraré jamás.)
Se me diría que quizá hubiera podido mejorar la situación de haber aplicado algunos tejemanejes del márketing digital, que obviamente estaban muy en boga en esa época, bajo el amparo de conceptos nefastos como “marca de autor”, “escritor emprendedor” o “gurú/coach de la escritura”.
Pero, al respecto, existían dos problemas para mí. El primero, ideológico, era que no quería mancillar mi querido blog con algunas de sus herramientas horribles, destinadas a manipular a la gente para obtener algo de ellas. El segundo, pragmático, era que muchas estrategias que llegué a conocer podían funcionar con determinado tipo de contenido y enfoque, pero mis ensayos largos, llenos de oraciones extensas, carentes de gifs ridículos de series o películas gringas con actores humanos, y con pensamientos que aspiraban a cierta hondura —aunque no siempre la alcanzaran—, no eran compatibles con estos recursos.
Lo mismo aplicaría para mis obras de ficción publicadas, en el futuro. En realidad, me confundiría que un uso efectivo de estrategias comunes de márketing digital asociadas a “fantasía” como categoría literaria comercial llevaran mis obras a un lector muy susceptible a ellas. Y supongo que ese lector, tras comenzar a leer mis libros, también se sentiría confundido. Quizá incluso estafado, porque el “producto” no se habría ajustado a sus expectativas. Parece desalentador, y lo es casi siempre, pero la experiencia me ha indicado que a veces los desencuentros lectores pueden tener tanto valor explicativo y revelador como los encuentros profundos.
En fin, en cualquier caso, concluí que si quería aumentar lectores en Internet o para mis historias tendría que cambiar todo mi proyecto para acomodarme a una mayoría, y yo no estaba dispuesta a transar en eso. Yo soy una minoría y a una minoría debo mis historias y cada una de mis palabras. Si otros llegan orgánicamente a ellas y las valoran a su manera, muy bien. Pero no es algo que busque deliberadamente.
Al final llegué a un punto de fatiga y opté, aun sin conocerla entonces, por la resolución a la que llegó Ursula K. Le Guin en su poema, y que ahora me acompaña en espíritu (he modificado levemente la traducción oficial española):
Estaba perdida.
No sabía qué dirección tomar.
Parecía que un letrero decía A la Ciudad
y el otro no decía nada.
Así que tomé la dirección que nada decía.
Me seguí
a mí misma.
«No me importa», dije,
aterrada.
«¡No me importa si nunca nadie lo lee!
Yo voy por aquí».
Entonces seguí con lo mío, y hasta lo magnifiqué.
En el caso de la escritura en Internet, de hecho, no hice sino hundirme en la espesura.
¿Mis textos eran largos? Ahora lo serían más. ¿Mis temas eran “enredados” (esta es una palabra muy común en Chile, en el que mucha gente espera que todo lo relacionado a la ficción imaginativa sea metafóricamente lisencefálico)? Pues ahora sí que serían madejas completas entrelazadas. ¿No hablaba de los temas ni de las obras de moda? Pues ahora me iría más hacia la sombra, o bien, leería con mis propias luces obras ya quemadas por los mismos focos de siempre.
Lo que me empezó a importar para la continuidad de mi blog era llegar a escribir un texto —es decir, hacerlo existir—, subirlo al sitio —mi sitio, sin pasar por procesos dilatados de edición o rechazos caprichosos— y que, desde ahí, pudiese estar accesible para cualquiera que se animase a leerlo. Como cerré los comentarios por ansiedad y para protegerme de bots y gente odiosa y mal intencionada, pensé que, si un lector se sentía lo bastante motivado como para querer decirme algo sobre la lectura, encontraría las formas de dar conmigo para compartirme su impresión por otras vías. Si no, entonces lo que tenía para decirme no sería tan importante. Y así ha sido desde entonces, más o menos.
3.
Entretanto, hacia la época en la que tomé estas determinaciones, el ecosistema de los blogs había comenzado a decaer en paralelo con el advenimiento y auge masivo de las redes sociales. Lo interesante es que estas, al menos las más definitorias de su época, nunca fueron espacios afines a la escritura, porque no eran bitácoras.
Un blog en sí, o al menos así lo entendí siempre yo, era como un cuaderno compuesto por una sola página infinita que podías decorar a tu gusto y llenar con las palabras que se te antojaran. Algunas redes como Facebook o Twitter aún admitían texto, pero no con la largura de un blog, y estaban creadas para que lo que escribieras en ella suscitaran respuestas o reacciones, la mayoría de las veces indeseadas, irrelevantes, insultantes o carentes de comprensión lectora.
Con el tiempo, las redes más populares comenzaron a desplazar el código textual por el audiovisual, e increíblemente muchos escritores se entusiasmaron con el cambio y se subieron felices y sin cuestionamientos o incomodidades a este nuevo tren rumbo al vacío de la imagen y el ruido.
Últimamente, sin embargo, el texto ha empezado a volver poco a poco a las redes, sobre todo desde las plataformas de boletines.
Cuando me propuse crear mi propio boletín, inicialmente elegí el servicio Tinyletter, hoy descontinuado, para ello. Me gustaba la idea de enviarle una cartita simbólica a un lector interesado y, siguiendo el concepto de “boletín” para mí, informarle sobre mis múltiples movimientos en el terreno literario. O sea, usar el boletín antes como un portal o una guía de ruta antes que como un sitio en sí mismo en el que volcar nuevas palabras, nuevos textos. La plataforma, sin embargo, se me hizo algo básica, y las entradas no me quedaban muy bien formateadas, lo que me ponía nerviosa.
Más adelante, conocí Substack por el periodista chileno Patricio Contreras, a quien yo seguía desde su popular boletín Sala de Herramientas, que entrega muchos recursos útiles disponibles en Internet.
Decidí yo misma mudarme a Substack por razones sumamente banales: me parecía más bonita como plataforma, el editor de texto más funcional, y me atraía mucho la posibilidad de incrustar botones para destacar enlaces a otros sitios.
Esto último es importante porque yo hago muchas cosas literarias en muchos sitios de Internet y en la vida real. Para mí, el gran concepto del Internet que conocí y con el que crecí fue siempre el hipervínculo: conectar ideas, documentos, creaciones. Conectar cosas, quizá, por mi dificultad juvenil para conectar con seres humanos.
Acaso por todo lo que he contado hasta ahora, uno de los comentarios que más he mirado con sorna tanto respecto al auge de Substack como a la elegía por los Internets viejitos es aquel que se expresa, más o menos, desde estas variantes de una misma idea:
- Variante 1: “Substack es el nuevo blog [sic]”.
- Variante 2: “Que vuelvan los blogs”.
Ambas me parecen estúpidas porque, en realidad, los blogs nunca se marcharon. Los que se marcharon fueron ustedes. ¿Por qué? Pueden responderse a sí mismos, si les tocó ponerse el sayo; no es un asunto que me competa porque yo no lo viví, como ya he comentado.
Sin embargo, sí puedo esbozar diferentes explicaciones que considero plausibles para este abandono de algunos blogs.
Ya señalé que el continuo desplazamiento del texto en las redes sociales más populares orillaron a varios creadores, de diversas materias, a subirse a sus carros para no quedarse atrás en sus llegadas al público.
Lo paradójico de esto es que, para los escritores, nuestro medio de expresión y comunicación es la palabra. Cualquier plataforma que no priorice la palabra escrita no está hecha para nosotros, y en ella nunca podremos presentar nuestro verdadero potencial: es así de simple y terrible. Por otro lado, y acaso esto se lea más polémico, posiblemente un lector al que solo se pueda llegar desde estas plataformas audiovisuales no será necesariamente uno al que le interese nuestra obra, por más bochinche le armemos, si tenemos vocación de estilistas.
Continúo con otra razón hipotética por las que muchos usuarios se apartaron de los blogs.
En mi experiencia personal, he notado que cuando algunas personas dicen “extraño los blogs”, lo que realmente quieren decir es “extraño los blogs de la gente popular/mis amigos que yo leía antes”. Es decir, lo que se extraña es cierto sentido de comunidad específica, no el formato en sí, ni los textos que en ellos se gestaban. Formas, no sustancia. Y formas ajenas.
Esto lo he comprobado cuando les he respondido que yo aún mantengo un blog, y que sé de otros blogs (los nombro, los comparto), también vigentes aún, que igualmente están ahí. Entonces viene el silencio o la resistencia, porque no quieren conocer nuevos blogs ni leer nuevas experiencias, sino volver a ser las personas que ellos y sus ídolos/amigos eran antes, y eso es imposible porque el tiempo solo va hacia delante.
Por último, sabiendo que aún existen las plataformas de siempre, aunque un tanto alicaídas y cada vez más problemáticas (Blogger y Wordpress), y que de hecho hasta hay otras nuevas que han aparecido en el tiempo (Medium, Bear Blog), resulta curioso que estos viudos de blogs no se animen a crear el suyo en donde sea. Me da la impresión de que eso ocurre porque mantener un blog requiere de mucho trabajo y que, al no tener ya la popularidad de antes, algunos pueden creer que no vale la pena la inversión de tiempo y esfuerzo.
Lo anterior, a su vez, podría explicar por qué Substack sí se ha poblado de nuevos usuarios escritores estos años, sobre todo en inglés: en una plataforma como aquella, que se ha ido construyendo como una red social de escritura y que además permite la monetización en posts exclusivos, ahora sí compensa escribir “como en un blog”.
En mi caso, cuando pensé en tener mi propio boletín, así fuese primero en Tinyletter o después en Substack, no lo pensé como una nueva posibilidad de blog, pues yo ya tenía el mío, bien vigente: este. No dependía de las modas del momento ni de promesas de nuevas comunidades para tener una razón para escribir en largo.
Ahora bien, es cierto que sí adopté una sección de reflexiva esporádica, porque descubrí que la adopción de mucha gente de Substack como blog implicaba alejarse de mi concepción de boletín: un espacio para mostrar y compilar trabajos y novedades que originalmente ya se encuentran en otros sitios, más afines. Así, quise agregar un pequeño valor añadido a mi Boletín de Fay, sobre todo pensando en lectores que sí me siguen en muchas partes virtuales y que sí están al corriente de la mayor parte de las cosas que hago.
Y la experiencia fue (ha sido) buena en general, al menos en lo que respecta a redactar una entrada/post/boletín, formatearlo de manera bonita y enviarlo a mis suscriptores. Con eso me hubiera conformado.
Sin embargo, Substack comenzó inevitablemente a crecer con el tiempo, y eso implicó la adición de nuevas funcionalidades para aumentar su proyecto de comunidad y sus réditos. Ejemplo de ello es la sección de Notes, un remedo caótico de Twitter/Bluesky/Threads dominado también por un algoritmo particular.
Sí he de reconocer que, gracias a esa herramienta, he conocido boletines interesantes sobre literatura, la mayoría en inglés (y muchos de ellos de orientación derechista/conservadora, pero detenerse en los alcances de eso es una ramificación que no puedo permitirme ahora, aquí). Pero también me he horrorizado con el perfil de otros usuarios y sus sendos boletines. Otra vez los vendehumos con sus ristras de consejos para hacer crecer tu espacio “adecuadamente” y monetizarlo. (De hecho, existe una versión de pago, a la que no podemos acceder en Chile porque aquí aún no opera Stripe). Otra vez los que hacen post de engagement pidiendo recomendaciones de boletines que en realidad no tienen intenciones de explorar. Otra vez los que se centran en los tópicos del momento en la plataforma para asegurar movimiento.
La experiencia me ha recordado a mis primeras incursiones en Threads, cuando su algoritmo aún no estaba depurado y la plataforma te echaba por cara a los usuarios más banales, aburridos, insufribles y normies. Hago esta comparación, acaso un poco injusta para Substack —ciertamente aquí hay más lenguaje y pensamiento en cada intervención—, para destacar que el efecto en mí fue homólogo: me supuso recordar que el mundo exterior está lleno de gente repelente según mis intereses y principios personales y que probablemente, en otros contextos (sobre todo los de la vida real), me miraría en menos. Gente que normalmente no deseo ver, ¡además!, en Internet.
Yo solo quería tener un espacio para escribir mi boletín que pudiera llegar a mis lectores interesados, y acaso alguna vía más curada para llegar a otros boletines que me despertaran el deseo de ser yo misma una lectora interesada en ellos.
Para variar, el aspecto forzadamente comunitario de estas instancias se me resiste desde la contradicción: me gustaría explorarlo más para conectar orgánicamente con otros textos y personas, pero al parecer ya no hay nada orgánico en ninguna parte (virtual) y siento cada vez más rechazo ante las rutas utilitarias y quienes además profitan de su enseñanza a los neófitos que buscan con bienintencionada sinceridad una forma de llegar a otros y compartir sus trabajos.
Al respecto, quisiera compartir una experiencia personal que puede servir como ejemplo de mi desconcierto ante los flujos comunitarios de Substack u otras plataformas virtuales.
Un usuario con cierto movimiento en el nicho de “literatura fantástica” me ha recomendado desde su boletín. Las recomendaciones en Substack son recursos que facilitan la conexión entre boletines, claro, pero tienen una forma muy rara de concretarse: cuando te suscribes a un boletín que te llamó la atención, te salta un pop-up preguntándote si quieres suscribirte también a todos los boletines que ese usuario recomienda. Si aceptas, la suscripción es automática.
A mí esto me parece un despropósito. Si me suscribo a un boletín, es porque ESE boletín me llamó la atención, no otros. Es verdad que hay gente con muy buen ojo lector, pero en cualquier caso solo me fío de mi criterio o el de gente muy cercana. Prefiero negar la opción de suscripción automática y darme el trabajo de explorar cada boletín sugerido. Casi nunca me he suscrito a otros de estos, cabe decir. De hecho, los autores de la mayoría de los boletines a los que estoy suscrita, salvo los de mis amigos o personas muy cercanas, no me siguen de vuelta. Tampoco lo espero.
En el caso de esta recomendación de aquel usuario, me resulta muy desconcertante. Que yo recuerde, esta persona nunca ha interactuado con mi trabajo. Y, si bien puede haber cierta cercanía temática —como se diría que hay cercanía temática entre mi literatura y la de Brandon Sanderson—, claramente tenemos intereses y enfoques ético-estéticos diferentes en torno a la fantasía. No sé si le interesa lo que yo escribo. No sé si me ha leído alguna vez. ¡No sé por qué me recomienda!
Se leerá malagradecido este comentario, pero insisto en que son dudas genuinas y no nacen de la mala fe. Esta persona me ha traído, indirectamente, muchos suscriptores. Pero, otra vez, ninguna de esas personas ha interactuado con mi trabajo. Y, otra vez, ignoro si leerán siquiera los boletines, pues casi nadie los comenta.
Desde esta mini “explosión” en mis números de suscriptores —en general, soy una autora de pequeño alcance, por razones obvias y otras no tanto—, mi tasa de apertura de boletines también ha disminuido. Es más: ¿por qué estos sitios tienen que tener estas estadísticas siempre tan a la vista?, ¿no podrían ser estas de pagos y ocultárnoslas a los que solo queremos escribir en paz?
Reconociendo que yo misma me tardo bastante a veces en leer los boletines a los que me he suscrito manualmente, por mi propia voluntad, ¿por qué te suscribirías a un boletín que no tienes intención de leer?
Aquí saltarán los comentarios tipo “no hay mala publicidad”, “es bueno aparentar una impresión general de popularidad”, y otras tonterías semejantes. Pero es que esto es un boletín de Schrodinger, en estos casos puntuales: estos suscriptores desconocidos, ¿están? ¿Leen alguna vez los textos? ¿Hacen clics en los enlaces apuntados? ¿Se interesarían en leer algunas de mis historias publicadas?
Si no se presentan activamente, ¿cómo puedo saber sobre su presencia?
4.
Este tipo de situaciones son las que, en su momento, me despertaron un primer recelo ante Substack como la gran “panacea virtual”. Y este recelo no hizo sino aumentar con el tiempo, cuando la compañía publicó un entusiasta post en su boletín oficial, On Substack, en que nos invitaba a considerarla nuestra propia “tierra”, nuestro “hogar” virtual.
Pero esto no es posible para mí. Primero, me pareció inviable la mera logística de desplazar todo lo que era mi trabajo en otros espacios a Substack. Supongo que, incluso de haber tenido una buena disposición a hacer algo así, me habría resultado excesivamente engorroso. Mi corpus de trabajo virtual no abarca solo la totalidad de mi blog, sino también artículos académicos y ensayos en otros sitios. Todo eso aglutina más de una década de textos, casi todos muy largos.
Segundo, como era de esperarse, la rutilancia de Substack comenzó a empañarse con el tiempo. Lo complicado fue que esto resultó ser por motivos bastante más graves que los relacionados con dinámicas y fricciones de una comunidad heterogénea, dentro de todo esperables. Porque una cosa es el boletín literario de la veinteañera "anti marxismo cultural", que ofrece reflexiones y cuestionamientos interesantes entremezclados con críticas conspiranoicas e intelectualmente soberbias y ocasionalmente deshonestas... y otra muy distinta es un boletín de apología n4zi. Hay un trecho importante entre un perfil y otro.
Así, cuando empezó la migración de Susbtack por estas disquisiciones éticas e ideológicas, una alternativa empezó a sonar más fuerte que otras: Ghost, que de hecho también sirve como alojamiento web. ¿El problema? No tiene plan gratuito.
Una entusiasta usuaria angloparlante, muy motivada en su recomendación de Ghost, comentó algo así como: “¿Cómo no van a tener todos 100USD al año para destinar a esto?”.
Pues no: ¿te crees que somos primermundistas, gringa weona?
Como respuesta en cita, un comentario de una usuaria brasileña se me quedó dando vueltas: ella escribía gratis; no tenía intención de monetizar. La cosa es que estaba en paz con la idea de escribir gratis , pero su situación no era compatible con la idea de además PERDER dinero por escribir gratis. Y concuerdo por completo con ella. Simplemente, no se puede.
No podemos andar mudándonos a cada rato, ni en Internet ni en el mundo real. No hay suficientes recursos ni energía para eso. Y ciertamente ninguna red social, por más textual que procure ser, es idónea para ser un hogar virtual.
Desde mis concepciones vetustas, diría que ese sitial le correspondería a la página web personal, que pudiera funcionar tanto como archivo como portafolio. Y, en efecto, yo tengo una. En ella, he respaldado todos mis textos virtuales, dispongo de enlaces a todos mis documentos externos y obras literarias publicadas, e incluyo toda la información posible referida a mi trabajo autorial e investigativo. Es un sitio tan completo que, al final, solo me es interesante y útil a mí misma.
Por desgracia, he tenido que montar esta web en un sitio gratuito (Weebly) por pobreza, y que además es de estilo drag and drop, por mis aún nulos conocimientos de HTML/CSS.
Ahora, estoy consciente de que no es la mejor solución. Tampoco lo es centralizar todo en mi blog, como alguna vez también pensé. Google lleva años sin actualizar de verdad Blogger, y lo mismo en cualquier momento lo descontinúa o elimina, como ha hecho con otros servicios decadentes en su momento. Lo mismo con Weebly: había un rumor de que cerraría en junio de 2025, y aunque lo desmintieron, todo indica que la plataforma (que ha virado más hacia el e-commerce que hacia la idea de página web o portafolio) no está muy estable.
Por mis necesidades, requeriría montar una página web personal en un servicio gratuito y lo más “democrático” y “estable” posible. Al parecer lo más cercano a esto es usar GitHub desde una instalación local, con plantillas externas instalables. Pero obviamente no dispongo del conocimiento para realizar yo misma tal proeza informática. De solo pensar en la complicada arquitectura de todo lo que he ido ordenando con el tiempo en mi web de Weebly, me horrorizo al imaginarme transcribiendo tantos textos (¡y tan largos!) en editores de código y terminales.
Claro que podría dedicarme a aprender y tomármelo con calma, pero por las circunstancias actuales de mi vida, eso no es algo en lo que pueda detenerme ahora mismo, y por supuesto que ahora mismo no puedo pagarle a nadie para que me ayude en esto (tampoco creo que alguien me quiera ayudar directamente).
Yo soy una escritora y tengo que escribir mis historias y mis pensamientos. Y también, ahora, he vuelto a ser una estudiante-investigadora, lo que implica que también debo estudiar y escribir investigaciones.
5.
La vida es breve e impredecible, y en estos tiempos caóticos y deshumanizantes pareciera ser que la tecnocracia está cada vez más inclinada a enturbiarnos el discernimiento desde sus opiáceos mundanos.
Casi nadie da puntada sin hilo, ni en Internet ni en ninguna parte. Ofrecer belleza y pensamiento porque sí, para sí, y que sea valorada como tal por eso mismo, ya ni siquiera es un anacronismo, sino una estupidez, un sinsentido (cuando no un insumo para la Inteligencia Artificial Generativa).
Ahora bien, convengo en que, en realidad, Internet y las redes sociales nunca fueron los espacios más o menos idílicos que tratan de pintar nuestras nostalgias. Sin embargo, sí sé que mi experiencia de años atrás en ellas fue diferente, pese a los innumerables malos ratos que viví entonces.
De hecho, en tiempos más fructíferos de Twitter, mi ex red social favorita, pude tender lazos con muchos compañeros de ruta, a los que hoy llamo coloquialmente “Happy Few”, por los versos de Shakespeare. Pero estos lazos tardaron tiempo en tenderse y sostenerse: años. Años de conversaciones, discusiones, experiencias dichosas y luctuosas compartidas siempre desde palabras tecleadas en redes sociales o editores de correos electrónicos, porque entonces la mayoría de esas personas eran extranjeras.
Pero hoy en día las redes sociales e Internet parecen cada vez más hostiles para conectar y compartir de verdad. Sus diseños son paradójicamente individualistas y utilitarios. Condenan todo intento de tender puentes con otras plataformas y sus algoritmos están pensados para mantenernos en las mismas esquinas de determinada sección de un gigantesco laberinto de ratas.
Y muchos de sus usuarios se han (nos hemos) dejado domesticar acríticamente por estos usos.
Necesitas solo dos taps en una pantalla para acceder a un enlace externo en una historia de Instagram (si es que te la muestra a otros). Si un 1% del total de quienes la vieron logra hacerlos, eres afortunado. Los comentarios, alguna vez flor y nata de blogs y foros (y hasta de hilos tontos de Twitter y Facebook), hoy están reducidos a uno o dos o tres emojis seguidos en Instagram y TikTok, o a una reacción. Instagram mismo está lleno de posts que promocionan productos y que te aseguran una muestra gratis o más información si escribes una única palabra en la caja de comentarios, y ahí ves, como en una parodia herética de una misa, cientos y cientos de usuarios repitiendo como monos la misma palabra, solo para obtener un ebook generado por IAG como lead magnet para fidelizarte o meterte en un embudo de ventas.
Porque en eso también han derivado tantos espacios de Internet y, naturalmente, tantas cuentas de redes sociales: meras tiendas.
Desde el momento en que comprendí que buena parte de las personas con figura asociable a la de “creador de contenido” solo están en redes sociales para venderte algo, y que medio mundo efectivamente quiere ser famoso y millonario, incluso aunque lo comenten en broma, obtuve una claridad triste pero muy práctica para entender el contexto en el que me movía. Incluso, hace un tiempo llegué a una especie de epifanía respecto a Instagram, ante mi desconcierto al ver cómo gente con la que alguna vez fui cercana en el pasado me empezaba a seguir y, a partir de entonces, jamás volvía a interactuar conmigo de ninguna forma: Instagram (ya) no es una red social, salvo contados casos, sino un escaparate y una libreta de contactos.
Como supongo que siempre habrá alguien presto a leerme de mala fe, aclararé que todo esto no es una diatriba hippie ni antisistema. Por supuesto que, como escritora publicada, me interesa que mi obra se conozca, se compre/descargue y se lea. En el caso de mis obras publicadas por editoriales independientes pequeñas, me interesa también para que estas puedan tener un margen de ganancia que les ayude a continuar con sus sendos proyectos, que son de suma importancia para el ecosistema editorial nacional. Mis editores saben o debieran tener claro que he hecho todo lo que he podido, dentro de mis creencias, posibilidades y facultades, para promocionar mi trabajo con ellos y participar de sus eventos formales de promoción.
Por supuesto, si alguna de mis obras, por alguna razón insondable o en un mundo paralelo, se hiciera muy popular, me alegraría. Pero no es algo que busque en principio, y que ni siquiera busqué cuando comencé a escribir como forma de vida a los catorce años, cuando se es mucho más impresionable ante las tentaciones mundanas.
Antes que fama, busco reconocimiento de la valía de mi trabajo... lo que en realidad no es mucho mejor y me avergüenza y asquea un poco, pero es diferente. Aclaremos.
Antes que grandes pagos de regalías, lo que me interesa es tener un trabajo lo más estable posible, con un sueldo que cubra mis necesidades, y que me permita cultivar mis intereses y dones y ofrecerlos a la sociedad en un “trabajo honesto”. En mis últimos meses de precariedad laboral, agradecí mucho contar con mis regalías, porque me salvaron bastante, sin ser cuantiosas. Pero supe siempre que eso fue una excepcionalidad.
De momento, mi complicado “sueño laboral” (I do not dream of labour, etc., pero lo diré así para hacerme entender) es poder investigar profesionalmente fantasía y enseñar alguna cátedra de literatura en una universidad. Me encantaría apoyar a mis estudiantes en sus propios proyectos académico-literarios, sobre todo si milagrosamente resultaran ser de fantasía, o si, desde mi propio esfuerzo y pasión, lograra iniciarlos en su apreciación.
En suma, ser una maestra, en el sentido más amplio de la palabra.
Con lo anterior no quiero restarle valor a mi naturaleza como escritora, por supuesto. No estoy diciendo tampoco que escribir no sea un “trabajo honesto”. Ser una escritora Fantasista es mi destino y lo más importante de mi vida, obvio. Ser una maestra también pasa por eso: siempre me refiero a los autores que más amo, que más me han enseñado y que me han salvado por semejante término. Lo que ellos hicieron, en la literatura de fantasía y en mi vida, es a lo que aspiro.
Pero sucede que, al escribir y publicar fantasía, solo alcanzaré a una porción muy pequeña de personas. Siento que tengo una responsabilidad social con el resto de la comunidad, y a ella sí puedo ayudarla y acompañarla como docente universitaria (que tampoco es que sea una población mucho mayor, pero ciertamente será más amplia que la comunidad lectora de fantasía estilista).
Los escasos años en que pude desempeñarme como docente universitaria, aunque en áreas comunicativas y no literarias, me resultaron una experiencia muy enriquecedora y desafiante, y me consta que algunos estudiantes de esa época (ninguno de Literatura, ojo) aprendieron cosas valiosas de mí y que aún las recuerdan. Esa es una alegría que no esperé tener la gracia de recibir. Mis experiencias de docencia informal en mi curso Rumbo al Reino Peligroso: una introducción a la literatura de fantasía también fueron hermosas para mí, y incluso me descubrieron a una estudiante que hoy es una amiga muy valiosa.
Por lo anterior, no busco “vivir de la escritura”, al menos no como lo entiende mucha gente. Yo vivo con la escritura: ella le da un destino y una dicha irremplazables a mi vida. Pero este no es un valor monetario. Yo quiero ganar mi dinero desde otros roles.
6.
Al respecto, recuerdo que, en el contexto de las orientaciones de Patricio Conteras en un boletín sobre crear boletines, me encontré con las siguientes preguntas de guía:
- ¿De qué tema es (o será)?
- ¿A qué nicho o audiencia se dirige (o quieres llegar)?
- ¿Qué problema resuelve (o aún no lo descubres)?
Las dos primeras son razonables y me resultaron más o menos sencillas de responder. Pero la última me dejó pensando, porque en realidad yo no busco resolverle (explícitamente) ningún problema a nadie con mis textos. ¡Con suerte logro resolver mis propios problemas en su redacción y relectura personal!
Pero claro, lo que sucede con esto es que la orientación de muchos boletines, incluso los que no tienen que ver directamente con negocios, es mercantil. De hecho, en márketing existe un concepto de nombre atroz: los “puntos de dolor”. Estos se refieren a los problemas, necesidades o inquietudes de la audiencia que el propio negocio —o el negocio ajeno al que tú entregas tu tiempo como asalariado del departamento de márketing, para hacerle ganar mucho dinero a otros— busca detectar y resolver de la manera más atractiva y efectiva posible.
Un problema ético de este asunto es que, como sabemos, las empresas suelen manipularnos con sus campañas o principios internos para crearnos “puntos de dolor” que no necesariamente son orgánicos en nosotros. En eso podríamos considerar desde la obsolescencia programa de artefactos electrónicos (la necesidad de renovar nuestros celulares porque dejan de recibir soporte técnico cada vez más pronto), el culto consumista a ciertos objetos irrelevantes que ya cumplirían su función con un único ejemplar (la moda de las botellas/termos múltiples carísimos) o la enshitificación (decadencia progresiva y programada) de servicios que solo pueden volver a parte de su gloria inicial al pagar por opciones que antes eran gratuitas.
Otro problema ético obvio de este concepto es su mero nombre: imagínate llamar “punto de dolor” a algo que se puede compensar con la compra de un producto o servicio. Es un casi insulto a la experiencia humana, sobre todo a quienes viven con un dolor físico o sicológico crónico.
Como sea, aquella tercera pregunta me hizo comprender que, para variar, mi escritura en Internet sigue en su propia ruta extraviada de sendas ya bien holladas.
Insisto en que, con mis textos virtuales y mis obras literarias publicadas, no busco explícitamente “resolver problemas”. Sí me interesa conectar espiritual, intelectual y emocionalmente con mis lectores, sobre todo con los que hayan sufridos experiencias afines a las mías, y que sea en ese encuentro vicario que ellos encuentren algún talismán simbólico para sanar algo de sus vidas.
Por supuesto, los grandes Maestros de antaño lo expresaron mejor que yo.
George MacDonald, al final de su ensayo The Fantastic Imagination, escribió:
If any strain of my "broken music" make a child's eyes flash, or his mother's grow for a moment dim, my labour will not have been in vain.
Y Emily Dickinson escribió el siguiente poema:
“If I can stop one heart from breaking,
I shall not live in vain;
If I can ease one life the aching,
Or cool one pain,
Or help one fainting robin
Unto his nest again,
I shall not live in vain.”
Por eso, si yo, desde mi propia literatura, puedo traer un destello de la Eucatástrofe que yo recibí en mis primeros viajes con la Fantasía al corazón de un lector, sabré que estoy cumpliendo el destino por el que decidí seguir viviendo.
Yo solo quiero compartir mi trabajo con gente que se motive a explorarlo. Gente a la que le interese genuinamente la fantasía e, idealmente, desde un horizonte afín al mío. Y esto, más que nada, para saber que les estaré entregando valioso, y para tener el alivio de que no vendrán a interactuar conmigo solo para expresar su disentimiento, discutirme, tratarme con condescendencia o insultarme.
O bien, gente que quiera aprender de mí y de lo que puedo mostrar sobre la fantasía en lugar de cuestionar mis conocimientos y experiencias o pedirme pruebas de cada cosa que digo o que hago por ser incapaces de creerme, probablemente por ser desconocida en ciertos circuitos y poco cool, o poco engrupida en RRSS (ahora, aunque cuando lo fui tampoco me validaron), o qué sé yo.
Por fortuna, esa gente ha ido llegando poco a poco a mi vida, luego de muchísimos años de muchísimo esfuerzo y trabajo con la fantasía. Pero me pregunto si acaso valdrá aún librar esa lucha en el estado actual de Internet y de las redes sociales. ¿Quedarán aún personas desconocidas con las que sea posible conectar de manera profunda desde nuestras sendas palabras? ¿Cómo llegar a ellas?
El género de posts “busco mutuals” se me hace insuficiente: no me interesa que tú y yo tengamos el mismo interés en común, como la propia literatura de fantasía, sino la forma en la que tú vives ese interés, el lugar exacto que ocupa en tu corazón, como mueve tus días y tus noches, la forma en la que dibuja tu horizonte. Y todo eso no cabe en un post de este tipo.
Por lo demás, aunque esto resulte ajeno a la Paula jovencita, que sufrió mucho por no tener gente buena con la que compartir sus intereses adolescentes, debo decir que he comprendido al fin que existen semillas de vínculos aún más fuertes e importantes que la mera superficie del interés compartido. Este no es más que un punto de partida a rumbos que solo pueden construirse en el curso de una relación trazada como un paisaje lleno de elementos irreductibles, hasta insospechados.
La fantasía misma, desde lo mucho que la amo y significa para mí, no es más que una luz refractada de otra Verdad.
Aprovechando que solo los cercanos habrán llegado hasta aquí (no tendré pruebas de lo contrario; no me importa tampoco), cierro este texto con lo más importante.
Me pregunto si acaso no habré escrito todo esto porque añoro un espacio/hogar donde depositar lo que me es y ha sido querido y que no esté amenazado por la destrucción y el olvido mundanos.
Cuando era adolescente, escribí varios borradores de una carta de despedida por suicidio, pero nunca pude dar con el tono adecuado para tal propósito, y no solo por mi impericia de entonces como escritora. Nunca pude escribir esa carta porque yo no quería/debía morir, porque las palabras que quería conjurar eran demasiado poderosas e importantes y yo era incapaz de entenderlo.
Hace unos días, en un contexto muy diferente, en esta adultez ya asentada mía y ante otra partida inevitable, sentí el impulso de escribir otro tipo de carta de despedida, y ahora por fin pude hacerlo. No fue una carta perfecta —sigo siendo una escritora insuficiente—, pero sentí que di con el tono porque ahora sí entendí el poder e importancia de esas palabras.
Escribí una carta de despedida para una persona que nunca consiguió leer íntegramente nada mío mientras estuvo aquí.
Escribí para ella, al fin, sin esperar una respuesta concreta, ahora más que nunca imposible.
Me pregunto si parte de mi frustración ante la ausencia de comentarios en este tipo de espacios virtuales no vendrá también de esa otra gran ausencia, de esa indiferencia suya a esas palabras mías que me eran las más importantes, lo más importante de mí. Y si acaso la certeza de que ya nunca obtendré el comentario que más anhelaba, al menos en este mundo, me ayudará a liberarme de la necesidad de buscar respuestas y validación en gente que no me quiere y que nunca habrá de quererme.
Mientras redactaba este largo y caótico texto, me pregunté muchas veces también por qué estaba escribiendo de la escritura en redes sociales e Internet (o sea, algo sumamente banal) en lugar de hacerlo sobre esta carta y sus implicancias (o sea, algo sumamente trascendente). Por supuesto, no tengo ningún interés en compartir los detalles de esta situación abiertamente, pero no se debe solo a ese deseo y necesidad de privacidad.
Creo que mi respuesta estriba en algo tan sencillo como entender que tanto este mundo terrenal como Internet son homologables en cuanto a su condición ilusoria e inmanente. Por supuesto, ha habido y hay aún retazos de belleza en estos espacios, y hay que seguir luchando para que los siga habiendo durante el curso de nuestras vidas, para seguir conectando.
Pero la Verdad no está aquí.
He escrito millones de palabras durante mi vida, y ninguna pudo prepararme para la redacción de aquella carta. Seguiré escribiendo —espero, deseo— muchas palabras más, y nunca me acercaré más que a un roce a la Verdad.
Todos los portales en los que compartí parte de esas palabras desaparecerán algún día. Internet desaparecerá. Quiero creer que mis historias publicadas como libros durarán algo más, pero incluso ellas arderán en el fuego de la finitud, por imperfectas. Yo desapareceré y seré olvidada. Todo lo que he amado será olvidado en este mundo. El mismo mundo terrenal también desaparecerá.
Así leído, todo esto parece y parecerá en vano, y sin embargo no lo será en el momento más importante.
Alguna vez, alguien sintió calidez con algunas de mis muchas palabras, virtuales o impresas. Alguien lloró de alegría o ternura. Alguien se sintió menos solo. Alguien encontró su propio destino.
Por eso he seguido, aquí y allá.
Pero ahora quiero creer también que, en esa otra vez, ese alguien al fin entendió en mis palabras de aquella carta lo que yo amaba y lo que ella fue y lo que anhelé tanto que fuese para mí.
Con la literatura y los ensayos, siempre me he sentido cercana a la imagen de arrojar mis palabras como botellas al mar. Me gusta porque supone una entrega a la incertidumbre, confianza en que las palabras sabrán cuidarse solas y llegar a donde necesiten hacerlo, y aun cierto grado de peligro y aventura. En cambio, con las palabras que no tienen una vocación literaria sino sacra, por estar ofrendadas a algo más grande que el mundo, como mi carta de despedido o incluso mi Obra Mayor, la imagen se me ha empezado a volver insuficiente.
Acaso, en estas situaciones, sea yo misma la que deba arrojarme al mar. Yo y la Voz que es capaz de conjurar todas esas palabras. Y eso no es ya solo un acto de esperanza, sino de Fe. Fe en que las olas no habrán de hundirme, Fe en que podré hablar debajo del agua. O Fe en que, quizá, lo importante sea ofrendar la vida a una causa superior en lugar de procurar salvarla desde los marcos terrenales (Mateo 16:25-26).
Hay una cita de Chesterton que me gusta mucho, y que suelo repetir: "La literatura es un lujo; la ficción, una necesidad”.
La escritura en Internet y redes sociales es, en el mejor de los casos, un lujo que sin embargo puede deparar una que otra conexión milagrosa, como el avistamiento de un cometa en el cielo; en el peor, un capricho banal y satanista en el sentido más metafísico: conflictiva, separatista. La necesidad es la escritura a secas, y si me apuran, la urgencia es la escritura de literatura, y de literatura de fantasía en particular para mí.
Escribí mi ramplona carta de despedida como si hubiese sido un cuento de hadas, porque de niña aprendí sola que las únicas palabras que tienen valor son las que brotan de la imaginación.
Desearía no haber tenido jamás que escribir esa carta, pero esa era la necesidad. Una despedida es también asumir una grieta, en este caso —y en este mundo— definitiva. Pero ahora, paradójicamente, he de recurrir al lujo de la literatura, al eco de la Verdad de la fantasía, para restaurar desde esa imaginación lo que ha quedado inconcluso, velado, roto.
“El camino sigue y sigue”, me gusta también citar constantemente, en un tono esperanzador, generalmente asociado a mis propias aventuras y desventuras literarias, que de pronto se me ven aún más insignificantes de lo que siempre han sido. Pero hoy recuerdo que el camino podría terminar abruptamente, y parte importante mi propia ruta añorada quedarse sin ser hollada jamás por mis pies o mis palabras. Hoy sé que, mientras tanto, el camino no seguirá para ti, a pesar de que nunca sentí que hubieras querido acompañarme en él, que nunca lo entendiste a él ni a mi deseo por recorrerlo.
Pero también siento hoy que puedo —que me lo debo, que te lo debo— escribir una historia en la que sí podamos recorrer al menos parte de él juntas, desde las variantes que permite la ficción en general y la redención que solo permite la fantasía. Sin embargo, desde ya sé que será una historia en la que el camino interrumpido no se restablecerá, y que nuestro encuentro ficcional será tan discontinuo como el que tenemos indirectamente ahora, en este diálogo ¡virtual! forzosamente monologuizado. La eucatástrofe repara en la ficción, pero la verdadera reparación de los grandes dolores humanos está en otra parte, adonde no podrán llegar nunca mis palabras literarias, sin importar cuánto pudiesen llegar a depurarse.
Pero estará bien. Incluso esto, aquí, eventualmente estará bien, a su manera.
No recuerdo si he escrito antes, en otras partes públicas, que a mi muerte espero llegar con todas mis palabras a cuestas a ofrendarlas a las puertas del Cielo. Ahora estarán ahí también mi carta de despedida y este mismo texto. Y espero que el destino me sea piadoso ya no solo para llevarme conmigo igualmente Obra Mayor, o lo que haya logrado garrapatear de ella, sino también la novela que al fin sé que he de escribir sobre nosotras y que espero que entonces, vencidas ya nuestras limitaciones y defectos terrenales, te animes a leer, ahora sí, junto a mí.
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