(Nota: este texto incluye spoilers del final de Dragon Quest: Your Story y spoilers de algunos aspectos generales de otros RPGs viejitos de los que siempre hablo: FF7, Terranigma y Super Mario RPG)
No creo estar haciendo una afirmación demasiado controversial si sostengo que es muy probable que Dragon Quest sea una de las series más representativas de la fantasía épica convencional en el medio videolúdico, principalmente en el ámbito de las consolas. La que podríamos considerar su rival directa, la saga Final Fantasy, lleva ya más de dos décadas extraviada en imaginarios híbridos, en los que el componente de Fantasía de su título brilla por su ausencia… o por su mixtura con elementos de otros subgéneros, claramente más vistosos para el público contemporáneo occidental que la épica neomedievalista, como la fantasía urbana, el steampunk o la ciencia ficción.
Con lo anterior no estoy diciendo que el hecho mismo de abandonar o postergar la estética tradicional de la Fantasía sostenida desde el mito, el cuento de hadas y el neomedievalismo, entre otros elementos afines, sea un indicador de baja de calidad o relevancia. Simplemente, a mí no me interesa ese giro. Sospecho que, en muchos casos, tendencias de mercado aparte, estos cambios se han visto motivados por las mismas concepciones prejuiciosas responsables de la cansina hegemonía de la literatura de ciencia ficción por sobre la de la Fantasía. Es como si se pensara, dicho de una manera burda, que los dragones y el desarrollo individual del héroe son para el verano de la vida y que su otoño tendría que recibirse con nóvums varios y aproximaciones alegóricas cada vez más dependientes de los armazones de la realidad.
Por supuesto, discrepo de esta aparente necesidad de caducar modos de narrar. Creo que cualquier obra imaginativa, si está bien contada, tiene algo valioso que aportarnos en todas las fases de la vida, desde sus particularidades estéticas.
Y esto es factible incluso en el caso de una propuesta tan aparentemente sencilla como la serie Dragon Quest, que ha permanecido casi inmutable en sus cimientos a lo largo de sus décadas de existencia.
Habiendo previamente iniciado un camino personal de reencuentro con la Fantasía más sencilla (pero no por ello simplista), los títulos de Dragon Quest se han convertido en promesas de aventura con las que por fin creo poder vincularme desde cierta ingenuidad recobrada.
En este contexto es el que sitúo mi visionado de la película animada Dragon Quest: Your Story (2019), que hoy podría considerar la antesala a la iniciación formal que posteriormente tuve desde el estupendo y muy adorable Dragon Quest XI: Echoes of an Elusive Age.
Basada con numerosas licencias en la quinta iteración de la saga (Dragon Quest V: Hand of the Heavenly Bride, 1992), Dragon Quest: Your Story es una historia de fantasía neomedievalista bastante tradicional, y se exhibe tal cual, sin culpas, en la narración de la ruta heroica de su protagonista.
Aunque resulta difícil condensar una narrativa que se intuye muy extensa a un par de horas, creo que en general la historia en sí resulta muy disfrutable aun para quienes no jugamos el título original. Destacan en ello algunos giros de profundidad que enriquecen su tratamiento, como el énfasis en la dinastía familiar por sobre el heroísmo solitario, por ejemplo, o la curiosísima disertación sobre el amor verdadero por sobre la infatuación. Incluso se presenta como una excelente propuesta para mostrársela a un niño o niña que comienza a interesarse por la Fantasía y las aventuras y que aún no ve su corazón contaminado por los prejuicios que hoy en día asolan este tipo de historias.
Sin embargo, hacia los últimos minutos de la película, cuando se supone que nos adentramos al combate final, algo inesperado sucede. Lo que se esperaría como un duelo épico termina siendo un impactante comentario metaficcional, acaso insospechado en una historia como esta.
Se nos revela que, en realidad, el protagonista no es más que un avatar de una suerte de simulación virtual de Dragon Quest, concebida como un viaje nostálgico a una de las historias más entrañables para el protagonista (y, por añadidura, para el espectador/jugador). Y el enemigo de esta simulación, coincidentemente, es una suerte de virus informático destinado a mostrar las costuras de esta fabulación. De hecho, literalmente manipula el entorno motor del mundo del protagonista, como modo de demostrar que todo el universo en el que él creció, amó y luchó no es más que un conjunto de texturas y animaciones, ceros y unos activados en una vida artificial y estéril.
El virus informático confiesa que fue creado por un programador cansado de ver cómo los jugadores confunden el mundo real y el de la Fantasía alzado por los videojuegos… y entonces pronuncia esas palabras horribles:
Madura de una vez, imbécil.
Todos sabemos que las palabras pueden ser portales en el tiempo. La mayoría de las veces, nos vemos transportados cuando escuchamos o leemos ciertas oraciones que replican, de manera literal, algo que escuchamos o leímos mucho tiempo atrás; oraciones que fueron importantes para nosotros, para bien o para mal, y que se quedaron en algún rincón de nuestra memoria, formándonos desde adentro. Cuando nos topamos ante ellas, creemos estar de nuevo ante ese texto o ante esa persona de la que las conocimos por vez primera, y volvemos a ser quienes éramos entonces, en aquel lugar de encuentro.
Cuando me encontré con la burla del virus aquel, yo también viajé en el tiempo: viajé a mi adolescencia. Porque supe que el virus me estaba hablando a mí, Paula, con las voces de muchísima gente de mi pasado. No recuerdo que aquellas fueran siempre esas palabras textuales, pero sí su espíritu. Y recordé las miradas de desprecio, las sonrisas condescendientes, los comentarios irónicos.
La incomprensión, la profunda soledad, el torrente de lágrimas.
Si bien se trata de experiencias que sigo viviendo aún, cuando hace tiempo ya que no soy una muchacha, ahora tengo un corazón más fuerte y otras tristezas de las que ocuparme. Y ya no estoy sola. Pero aquella burla no impactó contra la Paula adulta, sino contra la Paula joven, que literalmente no tenía nada más que amar en su vida más que historias de Fantasía como la que estaba viendo y disfrutando hasta ese momento con inocente entusiasmo.
Cuando me creía a punto de gozar de la pura ingenuidad de un anticipado final feliz, protegida en la predictibilidad de una historia que había conocido infinidad veces, sentí que se me abría una herida muy antigua y que volvía a sangrar sangre adolescente.
Una pregunta horrible volvía a formularse, como entonces: ¿y si ellos tuvieran razón? ¿Y si lo correcto fuese ser como ellos y abrazar todas aquellas cosas que me parecían, en el mejor de los casos, anodinas y, en el peor, repugnantes?
Abandonar, en fin, las historias que más amaba, las historias de Fantasía, porque estas no tenían cabida en un mundo como aquel.
¿Y si así fuese? ¿Y si esta normalidad era realmente como debían ser las cosas? ¿Y si lo que en verdad debía hacer era madurar y dejar de ser una imbécil?
¡Entonces la muerte!, oí como entonces: la voz rabiosa de la Paula adolescente. Antes la muerte que la mácula. Siempre.
Pero no necesité morir entonces, porque a mi lado estaba la Fantasía. La de mis amadas historias, en libros y en videojuegos, y la de mi amada saga personal, en la que aún trabajo. Con ellas, no teniendo nada, lo tenía todo, aunque aún no entendiera bien por qué.
Fue el protagonista de Dragon Quest: Your Story quien me lo recordó.
En las escenas en las que el chico aparecía de niño y de mayor jugando, me vi yo también con tantos videojuegos, con tantos RPGs, mi género favorito. Mi vi otra vez con las manos sudorosas, con los ojos arrasados en lágrimas, con el corazón desbocado en los enfrentamientos finales. Me recordé eufórica, desgarrada, dichosa… Viva. Emociones y estados que no experimenté de verdad con otros seres humanos sino hasta varios años después (y con muy pocos).
Pero también vi otras cosas: vi a un sinfín de jugadores sintiendo lo mismo que yo. La gran mayoría como sombras anónimas, y unas pocas como versiones juveniles de gente a la que he aprendido a querer y que sé que en esos años también jugaron desde el amor.
En ese momento, la Paula adolescente comprendió que nunca había estado sola… solo que la gente que compartía sus anhelos, esperanzas y alegrías no estaba a su lado, sino conectada a través de esas mismas historias, como las de Dragon Quest o Final Fantasy. Gente que había rezado para que Aeris pudiera ser resucitada más adelante en Final Fantasy VII (1997) porque no podía ser que un personaje así tuviera que morir, que había sentido la puntada en los ojos al escuchar los primeros acordes de Crysta en el final de Terranigma (1996) por su resonancia cíclica, que se había estremecido al apretar un mero botón en la batalla contra Giygas en Earthbound (1994) al son de su propio nombre en la pantalla (y yo, Paula, por partida doble: me rezaba a mí misma), que había aprendido a reconocer a Geno de Super Mario RPG (1996) en cada estrella más luminosa que las otras.
En ese momento, la Paula adulta lloró porque escuchaba la voz de un héroe genérico (con acento mexicano en la versión visionada, como corresponde a los héroes de animé de infancia de todo latino) que decía lo mismo que ella había sentido entonces, en su adolescencia: que la imaginación en general y la Fantasía en particular no eran desviaciones de la realidad, sino intrépidos rodeos para reencontrarse con una expresión más intensa de esta, tanto en sus alegrías como en sus tristezas.
Es decir, ideas que J.R.R. Tolkien ya había abordado ético-estéticamente en su ensayo On Fairy-Stories (1947), pero que en esos años juveniles yo apenas podía intuir desde una corazonada muda. No sería sino hasta la veintena en la que conocería la existencia de este texto, y aun cuando es evidente que su profundidad y complejidad son bastante superiores, el descubrimiento de que la semilla de esta visión ya había estado en mí desde mucho antes me llenó de alegría.
Si Dragon Quest: Your Story se me había presentado inicialmente como un tierno homenaje a un videojuego que esperaba con entusiasmo llegar a jugar, en este tramo final se había vuelto un apasionado agradecimiento a nosotros, los jugadores, los imaginadores, por haber seguido amando lo que merecía ser amado durante todos estos años, a pesar de la humillación y la crueldad de otros. Y en ese agradecimiento, de manera inesperada, había deslizado también una feroz crítica a los que hicieron de nuestra vida un calvario con sus burlas. La crítica que siempre deseamos entonces haber oído de algún defensor, compañero o amigo que nunca tuvimos.
Es cierto que las historias imaginativas siempre han poseído un particular encanto para jóvenes desgraciados por la realidad, como yo misma en mi adolescencia. Pero, en casos como el mío, la imaginación no nos entregó un escape, como lo creen muchos (¿de verdad alguien cree que es posible escapar de ciertos horrores?), sino una imagen posible, hecha de todo lo que es más hermoso y verdadero de la experiencia humana a lo largo de los siglos, a la que nosotros también pudimos aspirar. Los cuentos de hadas y las narrativas más básicas de los viajes de héroes me enseñaron que, a pesar de venir de familias emocionalmente precarizadas que no nos entregaron ninguna herramienta esencial para la vida, o de ser mamarrachos esperpénticos para el resto de la sociedad, había para nosotros un destino redentor al final de nuestra aventura, solo que teníamos que vencer todo tipo de pruebas para alcanzarlo.
Nada hay más subversivo que renunciar constantemente a la desesperanza impuesta por nuestro contexto mundano normativo, y eso nunca falló en dármelo la Fantasía.
Porque un imaginador sano tiene bastante claros los límites conceptuales y culturales entre ficción y realidad, y porque entiende que todo viaje ha de tener un regreso y un nuevo comienzo, y que siempre debe traer algo consigo a este mundo. Porque cada historia de Fantasía bien contada y bien amada es un poco como The Hobbit (1937) del mismo J.R.R. Tolkien o Die unendliche Geschichte [La historia interminable] (1979) de Michael Ende: un viaje de ida y vuelta, del que nunca volveremos a ser los mismos, y una aventura mágica en la que no podemos permitirnos sumergirnos hasta el punto de perder nuestro nombre y nuestra identidad, porque debemos retornar con nuestra propia versión del Agua de la Vida.
Luego de ver Dragon Quest: Your Story, sentí que sus creadores y escritores quisieron recordarnos todo esto, o al menos he querido que esa sea mi interpretación personal. Que, del mismo modo en que el protagonista, cada uno de nosotros vivió y revivió miles de veces un videojuego amado, y que nuestra propia vida (nuestra propia historia) también se armó y rearmó a partir de aquellas experiencias que más se quedaron con nosotros. Y que esto no es en absoluto motivo de vergüenza, sino de la más pura dicha, porque nos acercó a la gente correcta, a los amigos que entonces apenas podíamos amar en aquella prefiguración de polígonos y pixeles.
Sigamos viajando por aquellos bellos mundos imposibles, entonces, y sigamos regresando. Desde luego, seguirá habiendo voces que buscarán humillarnos, pero al menos ahora podremos recordar que siempre habrá un pequeño limo (o moguri, o hada, o dinosaurio verde) que nos mantendrá en ruta para que nunca olvidemos la pregunta que tenemos que hacernos en cada aventura: “¿qué Agua de la Vida traeré ahora a la realidad?”.
Al menos yo sé la que logré traer de Dragon Quest: Your Story.
Este texto.
Si parece que he vuelto a hablar de las mismas cosas de las que suelo decir en este blog, eso no es solo porque me gusta repetirlas como loro hasta que decanten en mí (que también); es ante todo porque este texto originalmente fue editado para publicarse en una web videojuegos de orientación feminista y no mixta (solo mujeres en edición y en redacción). Es decir, para un público distinto al habitual.
Sin embargo, el texto fue rechazado por ser "demasiado personal" (jajajajaja). Por ello, he optado por publicarlo en mi espacio personal y llorón por excelencia: Tierra de Fay :)
- 4/20/2021
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