Mis lecturas destacadas de 2019

1/01/2020




¿Tiene sentido escribir este tipo de entradas sobre lecturas destacadas debido a todo lo que ha pasado en Chile? ¿No se leerá un poco banal? ¿No se me vendrá a enrostrar que no haya leído, por lo menos en el tramo final del año, libros más contingentes en relación con el estallido social? Lo cierto es que nada de esto tiene importancia alguna. La gente dispuesta a criticar y a despreciar lo hará por cualquier razón que tenga a la mano, sin darse el trabajo de entender el contexto más íntimo de cada cual, en el que se fraguan pensamientos y acciones que no siempre se reflejan en las ventanas de Internet.

Me animé a escribir esta entrada por un asunto de terapia. Quería motivarme a escribir, a pensar, a compartir y a fijar mis lecturas para su posterior recuerdo y análisis, en miras a una suerte de “mantenimiento personal” a partir de algo que me suele hacer feliz. Si yo estoy destruida, no podré hacer nada por los demás, ni como persona ni como escritora.

Anteriormente reflexionaba que mi tendencia a no registrar ciertas cosas de mi vida contribuía al acto de olvidarlas, sobre todo en el caso de cosas positivas y sutiles a la vez, debido a que mi naturaleza pesimista solo presta atención a los fracasos o desgracias. Y, qué duda cabe, las lecturas son siempre algo positivo, aun cuando ellas mismas no siempre sean experiencias del todo gratificantes (tampoco tendrían que serlo).

Aquí haré entonces un recuento de mis lecturas destacadas de 2020, que, en este caso, como se desprende de lo que acabo de comentar, abordarán otros géneros además de la Fantasía. Previamente, he realizado otras listas anuales, algunas específicas en esta estética y otras más generalistas, en esta etiqueta.

Esta selección de obras y sus comentarios quedarán disponible, también, con la esperanza remota de que alguien se interese en estos trabajos y que su lectura le resulte al menos gratificante.


Obras de Fantasía


Olvidado rey Gudú (1996), de Ana María Matute


Pongámoslo así, de manera genérica: la mejor novela de Fantasía escrita en español. Ahora, expandamos un poco ese infame enunciado, más propio de un blurb editorial: Ana María Matute ha escrito una obra magnífica, soberbia, ambiciosa, valiosamente imperfecta en su desmesura, bellamente deprimente, con un enorme corazón al momento de forjar cada palabra y de tejer con ellas a algunos de los personajes más entrañables de esta literatura, que vemos crecer y desintegrarse con el correr de las páginas.

Si lo anterior sigue sonando genérico, es efecto del encanto de la magia de Matute: cualquier palabra que pueda decirse sobre ella no es más que una pálida sombra de lo que ella pudo hacer como escritora y como Fantasista. ¿En qué se reflejan cada uno de los elogios que le he dedicado?

En primer lugar, en su prosa colosal, poética y nítida a pesar de sus numerosas metáforas y arabescos, de un ritmo impecable, vivo, personalísimo, genuinamente español con un destello arcaico. No recuerdo si comenté esto a propósito de ella o de otro autor español, como Gustavo Martín Garzo o Jesús Fernández, pero lo repetiré: cuando un escritor español de Fantasía entiende tanto el esplendor inherente de la Fantasía como la de su propia lengua, el resultado es de una belleza insuperable. Matute es de esas autoras por las que sientes un estúpido agradecimiento por el hecho de tener el español como lengua materna, porque solo debido a esta gracia podemos aquilatar el resplandor de cada una de sus palabras, de su dicción y de sus silencios. (No está de más recordar que, hasta la fecha, esta obra no se ha traducido al inglés).

En segundo lugar, en su argumento y su mundo medievalista, que se nos despliegan a través de los diversos años en los que seguimos los requiebros de la dinastía de Olar y que escapan de los acentos convencionales con los que hemos petrificado en este tipo de historias. Al respecto, creo que llamar a esta obra una “Fantasía épica” podría considerarse algo más bien ingrato considerando la concepción genérica que suele despertar este término. Sí, hay mucha épica en esta historia, pero creo que la tragedia es una nota más predominante. Tragedia y aliento feérico. Una épica -caballeresca-féerica-trágica.

Por un lado, aquí todo parece triste, trágico, inevitable. Y eso es magnífico. La decadencia funciona como una suerte de isotopía que va erosionando poco a poco a los personajes desde diversos frentes, y al propio argumento. Y nosotros vamos contemplando lentamente esa desintegración en nuestra lectura, fascinados porque a pesar de todo es bellísima, como lo sería la destrucción progresiva de un castillo de arena. Por otro lado, este mundo medievalista bebe de las fuentes mismas de la tradición propiamente caballeresca y del imaginario del folclor europeo y de los cuentos de hadas. Es un mundo lleno de una magia porosa: cuerpo orgánico y no sistema abstruso. Y es esta una magia dolorosa, exigente, caprichosa e inefable incluso para los seres propiamente feéricos. Como debe ser.

En tercer lugar, en relación con lo anterior, en sus personajes. Una cohorte variadísima de figuras protagonistas y secundarias con las que resulta imposible no establecer todo tipo de conexiones emocionales. Desde el repugnante (aunque digno de lástima) Gudú hasta al conmovedor Trasgo del Sur, pasando por la intensa Princesa Tontina y tantos otros, prácticamente todo personaje que tenga un nombre propio posee una existencia vívida, un conflicto propio que desgrana a lo largo de las páginas. Mención aparte a la maravillosa reina Ardid, a quien conocemos desde sus primeros años y que despedimos ya en su muerte, extraordinaria figura femenina que seguramente le torcería la expresión a algunas lectoras que esperan una expresión más estereotipada de un personaje femenino “feminista”. Pero Ardid acoge ciertos estereotipos y revienta otros por dentro. Más allá de dónde podamos catalogarla como mujer ficcional, lo cierto es que me parece un hito en cuanto a personajes femeninos en Fantasía. Imposible no sorprenderse ni desgarrarse ante su historia.

En cuarto lugar, en sus temas. Ya he avistado algunos: decadencia, tragedia, tristeza. Muerte, de todo tipo. Esta obra es más desgarradora y “oscura” que toda la escuela del grimdark contemporáneo, pero es porque fue escrita por una persona que realmente sufrió en su vida y que volcó a su arte su dolor para transformarlo, que es lo que ha de hacer un artista.

De hecho, son aquellos temas que aparecen también en otras obras de Matute, incluyendo las infantiles. Particularmente, me fascinó el tratamiento de uno de sus motivos característicos como autora: la pérdida de la infancia y, a través de ella, de la inocencia y el contacto más íntimo con lo feérico, motivo que se aprecia ante todo en la vida de la Princesa Tontina y su cohorte. Lo que hace Matute con su arco, en especial en torno al Árbol de los Juegos y su hermético simbolismo, me parece una locura, en el mejor de los sentidos.

Otro motivo que me fascinó fue lo que se denomina “contaminación” y que corresponde a la humanización de los seres feéricos y todo lo que ello implica como fatalidad. Aquí destaca la finísima sensibilidad de la autora en lo que corresponde, precisamente, a lo más excelso que entendemos por magia y por humanidad. El hecho de que esta sea una novela larguísima permite apreciar clara y dolorosamente esta contaminación y sus efectos en un personaje muy concreto, el Trasgo del Sur. ¡Pobrecillo! Me muero de pena de solo recordarlo, como si fuese una niña muy pequeña enfrentada de pronto a su primera historia triste y que no entiende por qué llora por algo que, supuestamente, no existe. ¡Ni siquiera puedo escribir algo sobre él aquí!

Respecto de estos temas y motivos, en términos más técnico/académicos (que deberían ser simplemente literarios, pero así están las cosas), esta es una obra que me sorprendió al proponer un evidente desenlace dicatastrófico. Vamos, una vez que nace Gudú y se enuncia su profecía, es el propio paratexto del título el que nos revela el final de la novela. ¿Es que no hay eucatástrofe aquí? ¿Cómo es posible que sea igualmente una historia de verdadera Fantasía? Aunque tengo una hipótesis personal para resolver esta complicación, no la revelaré aquí. Pero, como sea, el solo hecho de plantearse este tipo de preguntas ya es un prodigio que solo puede lograr una verdadera artista como Matute. ¡Esta una historia trágica, desgraciada, y sin embargo es verdadera Fantasía, y es hermosa! ¿Cómo, por qué?

En fin, estas notas han salido muy dispersas por la emoción del recuerdo. Total, que Olvidado rey Gudú es una novela bellísima y dolorosísima. Es también una novela muy extensa y de compleja lectura, no apta ni para principiantes, ni en la Fantasía más elaborada ni en las propias obras literarias en general. Que conste que digo esto porque creo que puede costar habitarse a su estilo y su hondura si no se tiene desarrollada cierta competencia literaria acorde a su magnitud. De lo contrario, temo que se caigan en impresiones, como decir que la obra es “aburrida”, “sin argumento”, “excesivamente poética” o incluso “¡pero si me cuenta el final en el título!, ¿para qué voy a seguir leyendo?”. Etcétera.

De hecho, creo que esta obra es un genial ejemplo de lo que Attebery llamaba, justamente, Fantasía como género, que en este contexto podríamos considerar a la Fantasía genuinamente literaria: podemos reconocer variados códigos de esta estética, pero recreados con un sello artístico personalísimo en lugar de recurrir a fórmulas más o menos fijadas por el mercado.

No es sorpresa para nadie que este sea el trabajo favorito de Matute, su Obra Mayor, y menos aún que aparentemente registre muy pocos estudios académicos. Me imagino que aún no se entiende bien cómo leer semejante portento, y confieso que yo tampoco estoy muy segura de cómo hacerlo. Pero también sé que esta es una obra angular de la Fantasía y que es indispensable releerla, estudiarla y pensarla. Llorarla, también.

Termino mi errático comentario con una visión extra literaria: Matute llevaba el manuscrito de la obra en un carrito, a modo de maleta de mano. Es una imagen que me llena de ternura y esperanza.


La niña que se bebió la luna (2016), de Kelly Barnhill


Por supuesto, ninguna otra obra de Fantasía que leyera podría haber rivalizado con Olvidado rey Gudú, pero la literatura no es competencia, y la Fantasía misma está llena de caminos por los que puede escribirse. En este caso, La niña que se bebió la luna es una entrañable historia infantil de Fantasía sobre un cúmulo de temas que no esperaba ya ver mucho en obras contemporáneas de este tipo: la irremediable tristeza, la certeza de perder lentamente a un ser querido, la separación familiar, la solitaria aceptación del propio destino, etc.

Esta es una obra muy hermosa y conmovedora, un verdadero desafío para un lector infantil. Sin embargo, esto no se debe tanto a su gran cantidad de páginas, sino más bien a la hondura de su tratamiento y por su prosa, más sugerente y poética que directa e ingeniosa, como suele apreciarse en este tipo de publicaciones. Principalmente, destaco de esta historia que se atreve a ser tan triste como tierna, dos aspectos que considero muy importantes y difíciles de elaborar con una maestría que apele a niños y adultos por igual, sobre todo en ficción middle grade.

No ahondaré más en esta novela por ahora porque ya escribí en más detalle sobre ella aquí.


The Last Wish (The Witcher, 1993/2007) , de Andrzej Sapkowski



Por un momento me pregunté si debía incluir este libro en particular. Lo leí mientras veía la adaptación de Netflix y, puesto que me agradó la serie, temí que mi visión podía estar condicionada por este detalle. Pero bueno, ¿qué más da? ¿A quién le importa? Disfruté mucho de este primer libro en la serie de obras dedicadas a Geralt de Rivia, el Brujo, y me despejó todos los posibles prejuicios que podría haber albergado hacia ella.

Sí, es una fantasía de fórmula. Y sí, ha inspirado tanto una saga de videojuegos muy aclamados y la propia adaptación de Netflix, ambas versiones muy populares hoy en día. Pero, a pesar de todo ello, me ha parecido una historia valiosa en su sencillez. En lo que al libro respecta, me encantó su trabajo con las referencias de cuentos de hadas tradicionales, un aspecto que fue prácticamente eliminado de la serie. Por otro lado, me gustó también la estructura de cuentos largos al momento de delinear a Geralt y sus diversas aventuras, que poseen sus propios personajes y dramas y, por tanto, su propio encanto. Sapkowski posee un talento distintivo en el uso de diálogos, una de las cosas más difíciles en un libro de Fantasía y una de las más habituales y de lamentables resultados en la Fantasía contemporánea en específico. El autor polaco sale bastante bien librado, pues las interacciones de sus personajes se leen frescas, vívidas, llenas de color local. Incluso, a pesar de la rotundidad de numerosos parlamentos, no resultan forzadamente ingeniosas, al modo de los diálogos tipo ping-pong de los gringos (confieso que prefiero diálogos que se lean acartonados y artificiosos por un mal uso de arcaísmos y formalidades antes que sentir que estoy leyendo a dos gringos hablando, uf).

Ahora, precisamente el aspecto anterior tiende a orillar a algunos problemas estilísticos de la obra, al menos en la edición en inglés que leí (hay que recordar que el original está en polaco y que no me atraen nada los modismos coloquiales españoles). A veces cuesta creer que estamos en un mundo de Fantasía por ciertos giros cotidianos de discurso, y por cierto que Geralt a veces parece simplemente una especie de mercenario neomedieval estereotipado. Pero el personaje sabe hacerse carismático a pesar de todo, quizá por una cuota soterrada de ternura y sensatez. De hecho, aspectos más pequeños e insignificantes, como que su caballo se llame Roach (“Sardinilla” en la traducción de la serie) y que le hable de cuando en cuando, me parecen tontamente entrañables.

En realidad, Geralt se me presenta como un hombre triste y cansado que, sin embargo, sigue intentando hacer las cosas lo mejor que puede en un mundo también caído, como el de tantas obrillas grimdark, pero en el que aún es posible encontrar bondad y belleza. A mí al menos eso me ha parecido más que suficiente como para animarme a leer el resto de los libros y jugar The Witcher 3.

En fin: sin ser aparentemente una obra maestra en la Fantasía ni mucho menos, la saga de Geralt de Rivia se muestra una excelente opción de lectura sencilla en el género, con ocasionales muestras de bella grandeza (el final del cuento “The Last Wish”, por ejemplo).



Obras realistas japonesas


Silencio (1966), de Shusaku Endo



Mi primer contacto con esta obra fue durante el estudio de mi pregrado, en la sección oriental de la biblioteca de mi universidad. Entonces estaba inicializándome en la literatura japonesa y, naturalmente, al encontrar este libro allí, sentí un interés inicial. Sin embargo, por entonces estaba en una etapa medio emo hacia la religión y la sinopsis de la contraportada me apagó este interés. Mejor, quizá: no debía ser el momento más adecuado como para leer esta historia.

Muchos años después, Martin Scorsese dirigió una adaptación fílmica de la obra y me encantó, en parte porque coincidió con los inicios de un regreso a la fe. Me emocionó muchísimo ESA parte (me imagino que quienes vieron la película sabrán cuál), y en general me conmovió mucho la forma en la que se abordó esta confrontación espiritual entre dos creencias tan distintas, sin abogar panfleteramente por una en desmedro de otra, a pesar de que el foco esté en los misioneros jesuitas. Tal balance se deba quizá a que el autor de la novela fue un japonés bautizado al cristianismo.

Por supuesto, luego de ver la película, fui a la obra literaria. Para mi sorpresa, me encontré con un libro histórico amenísimo, que perfectamente podría haber sido escrito estos años en lugar de 1966. Con ello me refiero a que no posee nada de la aridez o densidad que pensé que tendría un libro de estas características, de aquella época. Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con la profundidad de sus temas, y de hecho creo que es justamente su lectura amena una de sus grandes virtudes, porque despliega con aparente sencillez un conflicto cultural y religioso enorme.

¿Hasta dónde podemos llegar con nuestras convicciones personales en medio del dolor, tanto propio como ajeno? ¿Qué tan válida puede ser la imposición de la propia fe, aunque sea por buenas intenciones, en una tierra que posee sus propias legítimas creencias? ¿Cuántos rostros podría llegar a tener esa figura que los occidentales llamamos “Dios”? ¿Qué pasa con nosotros cuando realmente nos internamos en la noche oscura del alma?

Silencio es más una novela de preguntas que de respuestas, aunque en realidad cabría decir eso de cualquier obra literaria. Quizá el alcance particular aquí sea que se trate de preguntas de índole espiritual, aquellas que no siempre nos atrevemos a formularnos.

Ignoro cómo leerán esta novela los ateos. Sé que a algunos les ha gustado por la dimensión cultural y humanista del conflicto religioso que plantea. Pero, para los creyentes, la dimensión espiritual discutida me parece de una importancia crucial, fascinante, y más en tiempos como estos, de tanta violencia, crueldad, inmisericordia.

¿Está Dios siempre en silencio, como el título de la obra?

Esa es una pregunta que cada uno de nosotros debe ser capaz de formularse con su propia voz.


Los sables (1965), de Yukio Mishima





Hace mucho tiempo que no volvía a Mishima, uno de mis autores realistas favoritos, y esta vez lo hice leyendo de manera casi consecutiva dos de sus antologías.

Leemos en esta al Mishima más reflexivo en relación con las historias formativas adolescentes que se desenvuelven en espacios escolares o cotidianos (“Tabaco”, “El martirio”, “Las fuentes sobre la lluvia”), con todos sus intrincados códigos, y que nos recuerdan esas inefables lucideces y crueldades de la juventud que tienden a perderse con los años. Desde luego, leemos también este mismo tipo de historia, pero plasmada como una narración aún más intensa, en el cuento homónimo, un fascinante relato sobre uno de los típicos héroes del autor, un parco muchacho kendōka entregado por completo a la belleza física y ética del camino de la espada. En realidad, este cuento me causa mucha gracia porque creo que nunca había leído algo tan, ¡tan! Mishima; sería casi una estupenda parodia si no fuese tan buen relato. Un poco como “Patriotismo”, vaya. Todos los acentos habituales de sus temas y de su prosa se encuentran aquí, y eso implica también los desenlaces abruptos, bellos, increíblemente dramáticos, y el enorme fardo de un sentido honorable difícil de desentrañar.

El segundo cuento destacado de la compilación, para mí, es “Peregrinos en Kumaro”. Aunque las visiones de Mishima eran más bien misóginas y eso se traspasa a sus personajes femeninos, su retrato de muchos de ellos está lleno de gran minuciosidad al momento de develar las ambiciones, mezquindades y puerilidades de cierto tipo de mujeres, hasta volverlas casi entrañables al lector. En este cuento en particular, la compleja y sumisa relación de Tsuneko, una mujer de mediana edad, con el aburridísimo profesor Fujimiya, a quien sirve como cuidadora, se va desplegando poco a poco con gran delicadeza. Es una historia que se desarrolla mucho en los intersticios y que resulta sorprendente en la forma en la que dibuja la intimidad de una señora contenida que, sin embargo, encuentra un pequeño destino hacia el final del relato.

El único cuento que no me gustó nada fue “Pan de pasas”, que versa sobre las fiestas en la playa de un puñado de imbéciles que hablan con mucho argot. Me pareció una tontería. Fuera de eso, la antología me agradó mucho.


Obras realistas rusas


Padres e hijos (1862), de Iván Turguénev



Mi primer acercamiento a Turguénev. Sorprendentemente, no me encontré con una obra densa, como corresponde a mis estereotipos personales hacia la literatura rusa, sino con una historia más bien breve y de lectura rápida, pero no por ello superficial.

Como anuncia el título, esta obra refleja el clásico conflicto generacional, que usualmente se presenta entre la tensión entre visiones más conservadoras y otras más progresistas. Aquí, la pugna se encarna principalmente en Bazárov, estudiante de medicina, y sus discusiones con un grupo de diversos adultos, tanto pudientes como de clase trabajadora, cuyas visiones se enmarcan en los códigos tradicionales de sus respectivas clases. Bazárov en particular se define en la obra como un nihilista, lo que no solo lo hace un insoportable, sino también un joven bastante complejo en su mirada ante la sociedad, los valores y el propio mundo en general. Acompañado por su amigo Arkadi, Bazárov va viviendo todo tipo de aventurillas sociales en las casas a las que arriba.

Uno de los grandes méritos de esta obra es su descarnada precisión descriptiva en torno a sus personajes. Arkadi es el amigo un tanto rastrero, oscilante entre la fascinación que le producen las atractivas tonterías de Bazárov y el propio lugar que le espera en la sociedad como joven acomodado. Nikolái es el padre de buena situación, cariñoso hacia su hijo Arkadi y más bien pánfilo. Pável es un ex militar que gusta de los lujos banales y que se enfurece muchísimo cuando Bazárov, con su características elocuencia, le enrostra su propia estupidez, en un episodio muy bien conseguido. Odintsova es una típica mujer rusa de alta sociedad, misteriosa y astuta, que examina con cuidado al par de amigotes. Y los humildes padres campesinos de Bazárov, como cabría esperarse, son dos ancianos bondadosos e ingenuos que tratan de hacer todo para que su hijo, claramente con otros focos en su vida, se sienta a gusto.

Me gustó muchísimo esta galería, pues los caracteres de estos personajes los hacen actuar por carriles que no siempre anticipan sus sendas personalidades. En ese sentido, algunos aspectos del desenlace dejan abierta la interpretación a si cierto suceso fue o no intencional. Ahora, como siempre, esto no importa tanto como el propio desarrollo de estos rusos tan interesantes.

Recomendaría esta obra a quien se sienta muy inclinado a leer literatura rusa realista y canónica, pero se sienta un tanto intimidado frente a la enorme extensión de las novelas más emblemáticas de la corriente y a la enorme cantidad de nombres extraños. Esta novela simplifica estos factores y sigue siendo tan magnífica en su tratamiento como cualquier otro novelón del estilo.


El idiota (1869), Fiódor Dostoyevski 



¿Qué pasaría si un hombre extraordinariamente bondadoso e inocente, al modo de un Cristo o un Don Quijote, caminara sobre la faz de la Rusia acomodada, superficial e hipócrita del s. XIX? Esta novela explora esta pregunta. ¡Por Dios que se echan de menos premisas así de titánicas en la ficción!

El idiota es una novela descollante, hermosa, dura. Junto al habitual circo de banalidades propias de las clases altas de tal contexto ruso, se entretejen todo tipo de dilemas, dramas, encuentros y desencuentros. Y el hilo que todo lo une son las numerosas reflexiones sobre el ser humano y el alcance de sus actos que se desprenden de la llegada del Príncipe Lev Nikoláievich Myshkin, el idiota del título, que no es más que un joven bueno que pasa por imbécil debido a su carácter pacífico y conciliador y a su pasado como epiléptico.

Yo sé que hay quienes detestan a la gente buena, tanto en la vida real como en la ficción, por no creerla posible. ¡Pero claro que la bondad es posible! Que nosotros no podamos encarnarla como debiéramos es otra cosa, pero siempre habrá personas buenas. En ese sentido, leía a Myshkin como un amigo de este tipo, y sufría cada pulla o humillación (inadvertidas para él) que le dedican los otros personajes. Y si bien hubo algunos en particular que terminaron ganándose mi simpatía general (Nastassia Filippovna, por ejemplo, completa víctima de ese círculo de lunáticos abusadores), creo que esta novela es pródiga en seres detestables. No odiaba tanto a un ser de ficción desde Griffith del manga Berserk (Kentaro Miura, 1989 - Actualidad), si es que eso dice algo. Los capítulos finales los leí estremecida por lo que uno de estos miserables había hecho, y para cuando entendí las consecuencias que esto había tenido para mi pobre Myshkin, lloré desconsoladamente en el desenlace del libro.

Sin haber leído mucho de esta tradición, me imagino que no habrá muchas novelas rusas clásicas con final feliz, ¿verdad?

Dejo este pequeño video sobre una adaptación de la obra a una serie. Corresponde a un memorable fragmento en que Myshkin habla sobre las sensaciones de un condenado, basadas estas en experiencias del propio Dostoyevski.




Obra ensayística


El miedo a los bárbaros (2008), Tzvetan Todorov



A Todorov lo conocía a partir de su Introducción a la literatura fantástica, obra teórica de cabecera en estudios de ficción no mimética y una de la que, en lo personal, he estado más que harta desde hace varios años. ¿Por qué? No se trata de un mal trabajo; al contrario. Aunque se puede estar en desacuerdo con variadas impresiones del autor, creo que hace alcances muy pertinentes y sus análisis son adecuados en general. Adicionalmente, es insoslayable su posición como obra emblema en este tipo de estudios sobre lo fantástico. ¿Cuál es el problema entonces? Precisamente ese, y no es culpa del propio Todorov: ser ante todo un libro teórico sobre lo fantástico, y responsable indirecto de que medio mundo académico hispano asocie el término “fantástico” con narraciones de la incertidumbre en lugar de hacerlo con obras que lo merecerían más, como las que nosotros podríamos considerar de Fantasía, a las que se les ha orillado al rótulo de "maravilloso", con una gran carga despectiva en la academia.

Ha sido horriblemente cansino y desolador, a lo largo de todos estos años, tener que explicar qué es la Fantasía y en qué se diferencia de lo fantástico, solo para encontrarme expresiones de recelo o de asco. Y este texto solía salir al baile en la boca de mis adversarios. Este texto y los herederos (por diálogo o discusión) del estudio del fantástico: Roas, Campra, etcétera. Toda esa gente.

En fin: con esos injustos antecedentes, el pobre Todorov había quedado cancelado de mi vida hasta que vi a una persona a quien admiro, AlbertoVenegas, formado en Historia, un hombre culto y sensato que hoy se dedica a investigar los entrecruces entre memoria histórica y videojuego, hablar del autor. Fue ahí cuando descubrí recién que Todorov tenía un sinfín de publicaciones alejadas de la teoría literaria y más cercanas, justamente, a la historia, la sociología o simplemente al ensayo en torno al arte. Animada por las palabras de Alberto (a quien recomiendo seguirlo en Twitter por su excelente contenido sobre libros, historia y videojuegos), me compré a ciegas este libro y me gustó muchísimo. 

A través de un meticuloso rastreo de las primeras connotaciones de lo bárbaro y lo civilizado en los siglos, Todorov va explorando poco a poco cómo y por qué codificamos al otro como tal, hasta desembocar en las tensiones actuales entre oriente y occidente. Me gustó mucho la erudición y claridad del autor; tratándose de temas y conflictos de los que tenía un conocimiento muy superficial, se me hizo sencillo seguir las ideas y razonamientos de Todorov, que me parecieron bastante interesantes. También disfruté sus enérgicas críticas a otros autores o publicaciones destacadas, a mi juicio muy bien argumentadas.

Curiosamente, y pese al enfoque europeo de la obra, resultó esta una lectura contingente en relación con lo que estaba viviendo Chile, sobre todo en el aspecto de la deshumanización del otro y la retórica de la justificación de torturas, lo que me hace pensar una vez más que la contingencia explícita en sí no es necesaria: basta un buen texto y una cabeza dispuesta a pensar lo que lee y a tender por su cuenta nexos entre lo que expresa y lo que se está viviendo.

Con esto, espero mucho poder continuar con las lecturas del resto de la obra de Todorov. Por lo pronto, me ha gustado mucho más su trabajo ensayístico que el derechamente teórico-literario, así que quedé muy agradecida con Alberto por habérmelo descubierto en esta otra faceta.



Con esto termina mi entrada sobre mis lecturas destacadas del año. Si todo sale bien, espero poder incorporar más ensayos y más Fantasía en la de 2020. 

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