Historia de una ida y una vuelta
2/21/2021Fuente |
Antes de comprender que los cuentos de hadas que tanto amaba desde mi infancia también formaban parte de la familia de la Fantasía, concretamente como antepasados, mi primer acercamiento decisivo a esta literatura fue a través de lo que tiende a llamarse “Fantasía épica” o “Alta Fantasía”. Por lo pronto, y aunque parezca extraño viniendo de mí, no me abocaré aquí a su discusión conceptual o teórica. Lo que me importa ahora es algo mucho más íntimo y emocional: mi accidentado recorrido de esta expresión particular. Un viaje de ida y vuelta, podría decir.
Como tantos otros, y como he mencionado muchas veces, mi obra iniciática fue El Señor de los Anillos, de J.R.R. Tolkien. Esta formación adolescente se complementó con la lectura de los libros de Harry Potter, que no dejaron mucho poso en mi adultez, y las experiencias de anime y muchos videojuegos, principalmente RPGs de consola (SNES, PSX). Estos diversos entramados me ayudaron a sentar mi tapiz personal para comenzar a escribir mi propia historia de Fantasía, a la que ahora llamo públicamente “Obra Mayor”.
Esta, desde luego, era una historia que podríamos asociar a la Fantasía épica, aunque en realidad tiene bastante menos influencia superficial de El Señor de los Anillos y de Harry Potter de lo que cabría esperarse. Supongo que también era porque, de manera inconsciente, la transfiguré en una suerte de biografía proyectiva: escribía lo que había vivido o sentido, pero también lo que quería vivir o sentir. Vertí mis desgracias personales y existenciales y las cincelé con mis palabras adolescentes. Y allí, en el ejercicio de teclear como tallar, fui también descubriendo la persona que quería ser, y los amigos que habría deseado tener (y que no tenía).
No hay expresión literaria más adecuada para salvar la vida de una adolescente violentada por propios y extraños, socialmente marginada y de ciertos rasgos neurodivergentes, que la Fantasía. En ella, en su recepción y creación, encontré todo lo que necesitaba para seguir adelante.
Pero en esos años, además, me sentía particularmente representada por las posibilidades que atribuía a la Fantasía épica, o al menos a las obras que conocía y a la que estaba escribiendo yo misma.
Podría sintetizar todos esos atributos en una sola idea, quizá inesperada: el imaginario de lucha. Las grandes batallas. Los duelos, físicos y simbólicos. Los desafíos. Los obstáculos propios del camino en un viaje largo e incierto. El adiestramiento en las armas y la magia como forma de ataque y de defensa. La resistencia ante el dolor y la desesperación. La victoria agónica, eucatastrófica.
Porque así también era mi propia vida: una lucha constante para sobrevivir, para no sucumbir ante la derrota. Siempre esperé el final feliz del cuento de hadas, pero su postergación aparente me hizo reemplazar el oro feérico por los bronces de la épica.
No encontré en mis años adolescentes ni a príncipes ni a princesas, ni animalitos encantados que hubieran podido ayudarme (tampoco es que me hubiera dado el trabajo de mirar más allá de mi nariz). No pude derrotar a ningún dragón (acaso, alguien habría dicho que me había transformado en uno de puro dolor). Nunca me confirmaron lo que tanto deseaba: que no era hija de esa familia, sino de otra, buena y solvente, y que, como buen Patito Feo, debía asumir mi identidad como cisne.
Así que tomé la espada y salí a los caminos, sola, rumbo a la más alta montaña, con el corazón sediento de dragones.
Adolescente al fin y al cabo, no sabía entonces que incluso en la crudeza de mis dramáticas expectativas se escondía la ternura. Pero la propia Fantasía me lo fue enseñando, lentamente. Aunque mi vida entonces estaba más llena de miserias que de maravillas, la Fantasía me demostró que es precisamente la preciosidad de estas lo que encierra su belleza última. Con el tiempo, la Fantasía me ayudó a reconectarme con la grandeza de las montañas, los árboles y las estrellas, que están explícitamente frente a nosotros y que no siempre contemplamos con la debida atención; y con el tañido de la esperanza, la gracia y la redención, que se nos presentan veladas por la desesperación.
Pero, en algún punto de esos gozosos hallazgos, se me cayó la espada. Es decir, renegué de la Fantasía épica. Mis razones las he ido plasmando en diversas instancias y textos, pero básicamente estriban en mi creencia de que esta se había vuelto la expresión que más se prestaba para la degradación estética y la chabacanería de la ética del género. Mis respaldos eran la obsesión con el público general con obras presentadas como de Fantasía (épica), pero que ante todo buscaban una validación desde un falso realismo que no era más que una pátina de mugre y sangre. Entonces, por contraste, me sentía mucho más cercana a las épicas interiores, o a los acentos en la intimidad y la nostalgia.
Sin darme cuenta, había regresado al cuento de hadas. La niña que salió en busca del mar (2013) fue una expresión concreta, involuntaria, de ese proceso.
Ahora bien, hoy se me ocurre que, además de las motivaciones intelectuales o estéticas por las que me incliné furiosamente a lo feérico por sobre lo épico en aquella etapa, hubo una emocional: la intimidación que me producían los armazones de mi Obra Mayor, y mi miedo de no poder nunca retomarlos con la altura que deseaba para su alzamiento definitivo. En efecto, la última vez que había trabajado formalmente en el proyecto había sido en 2013, que es también, coincidentemente, la fecha de nacimiento de este blog.
Sin embargo, mi renuncia a la espada no implicó la pérdida de mi afán luchador. Ahora que estaba mayor, creía ver con mayor nitidez lo que hasta entonces había asumido como un mal de mi reducido contexto personal: la humillación reiterada que se le prodigaba a la Fantasía, a causa de una descarada y asumida ignorancia y una fobia no menos patética a la imaginación más intensa. Lo había vivido en mis estudios de pregrado y en todos los círculos literarios que conocí en esos años, pero también comencé a vivirlo en los fandoms, que solo tenían boca para hablar insufriblemente de su ciencia ficción y (en menor medida) de su fantástico. La Fantasía parecía la hermana fea, incomprendida y marginada. Como yo misma, vaya.
Me aboqué entonces a una de mis señas de identidad más explícitas: mi defensa furiosa de la Fantasía literaria, por encima de modas comerciales y de la hegemonía violenta de los otros géneros imaginativos. Me identifiqué inconscientemente con una figura paladinesca, casi mártir, entregada en cuerpo y alma a aquello a lo que me había consagrado, como ofrenda a cambio de haberme salvado la vida cuando nadie más quiso o pudo ayudarme.
La elección de estas palabras, asociadas a un campo semántico religioso, no es azarosa, pero creo que solo recientemente he podido empezar comprender su verdadero sentido.
Aunque se lea extraño, creo que la Fantasía terminó volviéndose mi religare: el restablecimiento de mi lazo con Dios, a la espera de mi conversión formal al catolicismo, tras una infancia y adolescencia formadas en un protestantismo intelectualmente mediocre y una primera adultez dolida e indiferente, pero nunca atea. Una conversión que me aterra, claro está, por todos los horrores de la Iglesia Romana, pero que estoy decidida a emprender de la misma manera subversiva en la que he enfrentado tantas cosas en mi vida.
En ello agradezco también a mi esposo, quien, como J.R.R. Tolkien con C.S. Lewis, me ayudó a ver la marca creadora en las obras de nuestra imaginación. Ha sido una gracia tener como compañero de vida a un igual, tanto en intelecto como en inclinaciones artísticas.
Y ya que aludo al poema "Mythopoeia", debo decir que en mi caso siempre me he considerado una philomythus: precisamente creo que todo lo que está dicho a través de la plata corresponde a la verdad. Y también creo que todo ser humano es digno de toda plata, y quizá aún más las minorías históricamente perseguidas por la propia Iglesia (de las que yo formo parte, en realidad, aunque no suela hablar mucho de ello), que acaso son las que más necesitan de su resplandor.
Ahora bien, claro que este no es el espacio para adentrarme en confesiones tan íntimas como mis recovecos espirituales, que por lo demás no le importan a nadie. Sí me interesa mencionar esta suerte de mini epifanía porque me ha llevado a un nuevo derrotero en mi relación con la propia Fantasía, que es a la vez un regreso a sendas que había empezado a recorrer alguna vez y de las que me aparté por las razones equivocadas.
Este derrotero es, simple y complejamente, el de mi reencuentro la Fantasía épica más tradicional.
¿Cómo se podrían vincular cosas tan distintas en apariencia? Bueno, pues de una manera singular, que puedo resumir así: estoy agotada. Llevo unos cuantos años en esta lucha constante por la Fantasía, sin que ella necesite siempre de mi puesta en armas. En el proceso, me han herido, me he herido y me he desencantado de muchas cosas y de muchas personas. Estoy cansada de ese tipo de vaivenes. Cansada de los odiosos y endogámicos mundillos de género, así lo conformen hombres o mujeres, con sus insufribles batallas fandomitas. De los ignorantes que odian la Fantasía, del mercado editorial y sus miserias. De mí misma y mis bajezas del pasado, incluso.
Un amigo, el también escritor Joseph Michel Brennan, me hizo ver hace un tiempo aquella otra dimensión que había postergado: no la de lucha como tal, sino de un cuidado como la que G.K. Chesterton aludía en su poema "The Ballad of the White Horse", a propósito de la necesidad de mantener limpia las formas del Caballo Blanco de Uffington de las malas hierbas que constantemente crecen para cubrir su estampa.
Es decir, antes que la espada de palabras contra el proyectado enemigo, la hoz divina que desbroce mi propio espíritu. Tal y como yo misma lo había entrevisto, incluso desde la pequeñez de mi juventud, cuando comencé a escribir mi Obra Mayor. O como aquel personaje modélico para mí que revisité cuando escribí mi tesis de magíster. Me refiero a Éowyn, que cambió el campo de batalla por otra forma de expresar su amor a la Tierra Media y a la vez defenderla: convirtiéndose en sanadora.
Este cambio de enfoque, curiosamente, me ha purgado la Fantasía épica de todos los males que antes le enrostraba, muchas veces de manera injusta y resentida. Porque he comprendido de pronto que la vida ya no tiene por qué ser una lucha constante contra mí misma y contra el mundo (al que no le importo en lo absoluto, ni le importaré jamás), ni un peregrinaje doloroso y eterno rumbo a mi desintegración anónima, como tanto me ha gustado dramatizar, ahora puedo volver a aquellas batallas y a aquellos viajes con el corazón aliviado.
Una vez que me dediqué a pensar con mayor detalle en ello, de pronto descubrí algo muy curioso: aunque Obra Mayor sí es una historia de Fantasía épica, en realidad su desmesura y ambición juvenil la apartan de lo que podríamos identificar como una versión paradigmática de ella.
En otras palabras, sorprendentemente, ¡nunca he escrito una historia de Fantasía épica tradicional, de principio a fin!
¿No será demasiado tarde para ello? ¿No sería algo anacrónico? Quizá, si lo miramos desde una óptica editorial o de lectores poderosos. En estos contextos, a estas obras se les achaca su aparente falta de originalidad, de que no tendrían nada nuevo que entregar a un panorama pletórico de autores que le han dado una y mil vueltas narrativas a la Fantasía: desde los retorcimientos irónicos de Joe Abercrombie a la cientifización/ludificación de la magia de Brandon Sanderson.
Pero estos reparos no me interesan.
Me es forzoso recordarme una vez más que no escribo para editoriales o lectores poderosos, aunque ellos determinen hoy la existencia concreta de una obra a través de su publicación y difusión. Necesito recordarme constantemente, las veces que sea necesario, que he de escribir para mí y para las personas que fueron, son y serán como yo, y que ellas siempre estarán fuera de toda comunidad y validación, por lo que es más factible que lleguen a estas obras de maneras extrañas y no normativas. Y esto es de vital importancia mantenerlo en la memoria, pues es muy posible que, en tiempos en los que ni Tolkien ni los cuentos de hadas son ya lecturas iniciáticas en Fantasía, sea necesario siquiera intentar escribir(les) historias sencillas que puedan traer en sus palabras un eco de aquellas voces que ya la Fantasía mainstream y poderosa no se interesa por replicar.
Por lo demás, tampoco puedo permitirme olvidar que la Fantasía conlleva la renovación como parte de su estética. ¿Qué importa que sienta haber perdido la inocencia entre tantos fracasos, pérdidas y diatribas de los mundillos de género? La Fantasía siempre ha estado allí para mostrarme el mundo y sus posibilidades bajo una nueva luz, a pesar de la gente y los sistemas que buscan pintarla siempre bajo las mismas sombras. Si la Fantasía renueva al lector, ha de renovar también al propio escritor, en su invocación.
¿Y qué mejor para restaurarse por dentro que una historia de Fantasía épica, contada como si nunca antes se hubiera narrado una? Ese es el efecto que desearía crear: que no me importe en lo absoluto ya saber que este tipo de obras se han escrito una y mil veces, o que las haya leído, jugado o visto hasta el hartazgo. Que mis palabras salgan frescas y tiernas, como si estuviera escribiendo escribiendo/leyendo una aventura así por primera vez, como si fuese nuevamente una niña o una joven con el corazón fértil para la imaginación más pura e inocente.
Por supuesto, en cierto sentido, es imposible regresar del todo a ese estado plenamente prístino. Nunca podré escribir una Fantasía épica 101, como le llamo, medio en broma y medio en serio, porque mis inquietudes éticas y estéticas hace mucho tiempo que trascendieron la llaneza en la que aquella estaba sostenida. Pero ahora no creo que estos intereses sean incompatibles con ciertas estructuras, temas o motivos propios de aquel subgénero. Antes bien, del mismo modo en que la idealización romántica de la niñez se construyó más en torno a un ideal que desde una representación fidedigna del ser niño, aquella anhelada inocencia ha de ser también una construcción figurada, estilizada.
Mi voz adolescente con mis palabras adultas: el desafío literario más singular que se me puede haber ocurrido en esta etapa de vida.
Y a él he decidido abocarme.
Así pues, estoy escribiendo una historia de Fantasía épica, como debí hacerlo hace mucho tiempo: con todo el candor y la organicidad del pasado. La estoy escribiendo en Word, con una fuente bonita, no en Scrivener. Estoy tomando y ordenando mis apuntes de ella a mano, con tinta, en una libreta, en lugar de optar por alguna aplicación como WorldAnvil. En algún momento, sacaré los lápices y bocetearé, con toda la ñurdez de mi mal pulso, el mapa del continente en que transcurre la historia. Ni siquiera abriré mi cuenta de Inkarnate. Y, para acompañar mis sesiones de escritura y de visionado de la obra, seguiré escuchando las muy ridículas y adorables bandas de power metal. Como antes, volveré a la cursilería agramatical de Rhapsody y a la dramática pomposidad de Nightwish, pero también continuaré buscando nuevos proyectos que estén trabajando su propia renovación musical de este género: Twilight Force, Gloryhammer o Beast in Black.
¿Qué me deparará semejante viaje? ¿Cómo me cambiará, cómo me hará volver al fin? No lo sé. Quizá estas preguntas sean más adecuadas cuando esté por llegar a mi taberna, y quizá solo pueda responderlas de verdad cuando me toque al fin avanzar por los senderos al oeste de la Luna, al este del Sol.
Pero, por lo pronto, el Camino sigue y sigue para mí.
Y yo seguiré adelante.
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