En mi habitual interés por leer todos los artículos y notas que encuentre que versen sobre la figura de Ursula K. Le Guin, como si leer de ella en palabras ajenas me ayudara a eternizarla aún más, di con “Ursula y Silvia”, de Alana Portero.
El texto, a grandes rasgos, compara a ambas mujeres, que eran también escritoras, esposas y madres, a propósito de las diversas labores cotidianas que debían realizar y que les restaban tiempo y energía para dedicarse a la escritura. Hay un tono de amargura y frustración particular en el artículo con el que me he sentido muchas veces identificada en mis propias miserias cotidianas, amplificadas por el hecho de ser una mujer latinoamericana, pero también un pozo de lo que me parece un reproche un tanto injusto. De Silvia y Ted no sé nada y no hablaré, pero recuerdo haber leído que Ursula y Charles, su esposo, trabajaban en conjunto en las cosas del hogar. Ursula misma parecía tremendamente consciente de todo lo que implicaba ser una autora con familia, como lo demuestra en su magistral ensayo “La hija de la pescadora”, que me convenció que es posible ser madre y esposa y escritora, si se hacen los sacrificios correctos. La propia autora de Oregon es un ejemplo magistral de que se puede incluso ser una excelente escritora con una obra cuantiosa, validada por todo tipo de cánones, y criar varios hijos.
Sin embargo, no es esa discusión en lo que me quiero detener. Es un tema muy complicado, con muchas aristas, y siento que aún necesito más experiencia como mujer y como escritora antes de poder sentirme con el derecho de referirme a él.
El artículo de Portero se quedó conmigo por una anécdota tremenda que narra en el inicio y que ahora transcribo:
Es 1969 en Portland, Ohio. Llega un telegrama a casa de los Le Guin. Ursula está dando de cenar a los niños mientras Charles, su marido, mira la televisión y bebe algo.
Después de atender al cartero, Charles deja un pequeño sobre cerrado en la cocina con un lacónico: “Es para ti”. Ella lo abre mientras brega con los niños, que no están por la labor, lee el contenido y sigue con lo que está haciendo. Los niños terminan el postre, se lavan los dientes y Ursula los ayuda con el pijama. Permanece un rato con ellos en la habitación hasta que se duermen, apaga la luz de la habitación y sale despacio.
Charles pregunta desde el dormitorio: “¿Vienes a la cama?”. Ella responde: “Espérame, voy enseguida”.
Baja a la cocina, friega los platos y deja todo impecable; cuando termina, coge el telegrama, abre la puerta de atrás de la casa, la que da a la zona menos iluminada del barrio, y mira a las estrellas mientras le cae una lágrima muy suave por la mejilla. Sonríe. Acaba de ganar el Premio Nébula a la mejor novela de ciencia ficción de 1970. Así lo celebra, con unos minutos de paz y soledad mirando las estrellas. Volverá a ganarlo tres veces más.
Después de atender al cartero, Charles deja un pequeño sobre cerrado en la cocina con un lacónico: “Es para ti”. Ella lo abre mientras brega con los niños, que no están por la labor, lee el contenido y sigue con lo que está haciendo. Los niños terminan el postre, se lavan los dientes y Ursula los ayuda con el pijama. Permanece un rato con ellos en la habitación hasta que se duermen, apaga la luz de la habitación y sale despacio.
Charles pregunta desde el dormitorio: “¿Vienes a la cama?”. Ella responde: “Espérame, voy enseguida”.
Baja a la cocina, friega los platos y deja todo impecable; cuando termina, coge el telegrama, abre la puerta de atrás de la casa, la que da a la zona menos iluminada del barrio, y mira a las estrellas mientras le cae una lágrima muy suave por la mejilla. Sonríe. Acaba de ganar el Premio Nébula a la mejor novela de ciencia ficción de 1970. Así lo celebra, con unos minutos de paz y soledad mirando las estrellas. Volverá a ganarlo tres veces más.
Luego de esta emocionante narración, sin embargo, Portero comenta, unas líneas más adelante: “Ursula merecía una botella de champán abierta y abrazos de sus colegas aquella noche, quizá una cena especial y bastante atención mediática”.
Este comentario me desconcertó muchísimo. ¿Por qué alguien desearía eso, las glorias mundanas, habiendo tenido semejante encuentro con las estrellas? Eso es algo que han recibido históricamente los escritores varones, sí. Naturalmente, desearíamos que las condiciones de las escritoras fueran idénticas a las de ellos. Pero ¿es esa gloria algo deseable en sí mismo? ¿Es realmente deseable reclamar para nosotras todas las estupideces de las que se han adueñado tantos hombres a lo largo de los siglos?
Esta reflexión está enmarcada en un fenómeno que he ido notando en los últimos años: la obsesión por el empoderamiento femenino. Acaso porque El Señor de los Anillos es una obra tremendamente importante para mí, crecí con la visión de que el poder es algo muy peligroso, incluso cuando se procura llevar con responsabilidad y misericordia. La Historia humana alberga la memoria de un sinfín de hombres buenos corrompidos por el poder, ya sea porque sucumbieron ante sus cantos de tritones o porque, simplemente, la maquinaría misma de sus redes fue más fuerte que sus deseos individuales de paz o compasión.
Y las mujeres, desde nuestras filas periféricas, tuvimos una posición privilegiada para observar estas debacles, que muchas veces nos dañaron también.
Me cuesta entender que, habiendo visto todo eso, aun así se añore poseer un poder similar a aquellos desgraciados que lo perdieron todo, incluso lo que no era de ellos. Temo que la Mujer crea que ella estará inmune a los influjos del poder; es una visión que he leído antes. Pero no: no lo está. Las mujeres ambicionamos cosas, y podemos ser horrendamente malas. El haber sido históricamente maltratadas en distintos frentes no nos convierte, de manera automática, en seres más evolucionados. Por el contrario, creo que el peligro de entregarse a la desesperación, tras tanto tiempo de marginación, podría ser mucho peor. Hay muchos rencores irresolutos, muchas ambigüedades. Como estuvimos siempre a la sombra, deberíamos saberlo. Pero parecemos olvidarlo. O bien, algunas procuran ignorarlo a propósito.
Recuerdo con triste ironía cuando, años atrás, cuando en Chile las escritoras imaginativas seguíamos siendo islas, nos reíamos de las zalamerías que los escritores se prodigaban unos a otros: “héroe”, “prócer”, “man” (¿?), “seco” (es decir, muy bueno), etc. Al margen de que varios fueran amigos y que se entendiera ese respeto mutuo, había otros de los que se sabía que no tenían en tan buena estima a ciertos pares, pero usaban de todas maneras los adjetivos y sustantivos altisonantes como operación estratégica. Si alababas a alguien hoy, ese alguien podía alabarte también mañana. Es decir, no era más que otra manifestación (una hipócritamente triste) de las redes de contacto y de poder.
En ese entonces, yo me sentía aliviada de que esto no fuese una costumbre entre escritoras. Hoy, sin embargo, internet está lleno de palabras como “faraona”, “valquiria”, “válida”, “emperatriz”, etc. Me pregunto si se estarán usando de la misma manera a como las usaban los pares varones: como elogios desmedidos que buscan fortalecer una amistad incipiente o, derechamente, entregarlo como un anzuelo que busca obtener algo a cambio, antes que valorar honestamente el trabajo de alguien. Yo no uso ese tipo de conceptos con gente cuya obra y pensamiento valoro, ni siquiera para las escasas escritoras a las que realmente puedo considerar “pares” por su amor y filiación a la Fantasía. En cambio, he luchado para difundir concretamente su trabajo, o al menos recomendarlo a las personas correctas. No me sentiría cómoda quedándome con aquellas palabras ya vaciadas de sentido.
Por otro lado, me complica también la adoración a figuras de poder, asociadas además a clases de alta jerarquía. ¿De verdad alguien quisiera ser una faraona o una emperatriz, con todo lo que ello implica? ¿Y de verdad se entiende lo que implica la figura de la valquiria? Esta, un personaje tipo de las sagas nórdicas, solía abandonar la lucha cuando la derrotaba un guerrero, con quien se casaba. Me imagino que quienes usan esta palabra no pretenden desearle eso al objeto de su admiración.
Sobre la palabra “válida”, no sé muy bien qué decir, aunque creo entender para dónde va. Me gustaría en particular ser validada por mis maestros, pero casi todos ellos están muertos. Asumo, entonces, que solo sabré el verdadero resultado de mis esfuerzos con la literatura el día en que yo misma muera y se me presenten los hechos de mi vida. Por lo pronto, no me queda más que luchar a ciegas, aunque mi retraimiento natural como mujer y escritora rara vez me dispense el apoyo que a pesar de todo necesito: un apoyo sincero y sostenido en el tiempo, con menos elogios vanos y más reseñas, estudios o recomendaciones, por ejemplo. Con la voluntad de destacar aquello que solo yo puedo entregar como autora.
Con todo, aunque yo misma lo olvide más de lo que debería, por mi naturaleza humana, mi razón de ser en este camino no es publicar ni ser validada, sino entregar una obra que pueda emitir cierta belleza y consuelo para alguien herido como yo, una obra digna de estar al frente de la de mis maestros.
Debido a nuestra posición marginal, sería bonito que los elogios correspondieran a lo que las escritoras discretas hemos hecho toda nuestra vida: trabajar en silencio, en los cimientos del mundo, sabiendo que lo más probable es que nuestros nombres se pierdan en el viento.
En suma, menos faraonas y más obreras.
En el hermoso poema de Bertolt Brecht, “Preguntas de un obrero que lee”, nos encontramos con la potentísima imagen de un obrero que, al adentrarse en la narrativa canónica de la Historia, se pregunta por la existencia de todas aquellas personas (y sobre todo hombres) marginadas de las grandes glorias: los albañiles, los esclavos o los cocineros, por ejemplo.
Como autora marginal, he comenzado también a pensar en mis pares anónimos. No en aquellos que entran a la escritura por propósitos de autorrealización personal o por tendencias y que desesperan por no ser superventas, no. Pienso en los que desesperan por no poder contar con las palabras correctas las historias que aman, y que tienen que soportar un cúmulo de humillaciones que no les corresponden por tener la osadía de aspirar a escribir literatura desde un territorio lleno de juntaletras, en los que sus voces originales y valientes se pierden inexorablemente en los griteríos homogéneos de las masas.
No conozco sus nombres, pero sé que existen. No sé aún cómo luchar también por ellos. Supongo que una parte de mí anhela (espera) que lleguen a tener un mínimo de resonancia para que pueda alcanzar a oír el eco de sus nombres y comenzar entonces la lucha.
Una cosa que me ha enseñado la vida es que he de luchar por aquellos que considero valiosos como nadie luchará jamás por mí. Precisamente por eso.
Para mí esto es mucho más valioso que gastar la voz en “faraonas” o “próceres”, o que desear, tanto para mí como para ellos, el champañazo, los abrazos hipócritas, las cenas emperifolladas y una difusión mediática que no asegura llegar a los lectores correctos.
Vuelvo ahora a Ursula, algo que quizá haga toda mi vida.
Ursula bajo las estrellas, con una única lágrima resbalando por su mejilla. Ursula sola. A oscuras. Con su familia (personas que indudablemente la aman) atrás, a salvo en esas otras sombras, esas otras luces. ¿Qué habrá sentido? Nunca podremos saberlo, pero creo que hay que haber tenido al menos una remota alegría de ese tipo para entenderlo, y extrañamente hasta yo lo he vivido: una dicha tibia, no exenta de la nostalgia del fin de un viaje. Una pausa antes de continuar la peregrinación.
Ursula bajo las estrellas, ante sus propios maestros muertos. Ursula ante la bóveda del universo, del que tanto escribió.
No puedo imaginar una mejor forma de celebrar un premio importante que esa.
No puedo imaginar una mejor lección de ella, mi maestra, en este período de mi vida como escritora.
- 6/26/2019
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