Ilustración de MaGa Onion. |
I
Cuando era niña, comencé a adorar a Super Mario y todo lo que tuviera que ver con el personaje y sus aventuras desde aquel milagroso momento en que vi la colorida estampa del fontanero instalarse en el primer mapa de Super Mario World, en la pantalla de una televisión ya olvidada.
Sin embargo, aunque desde entonces una parte de mi imaginación quedó anclada en esos extravagantes parajes lúdicos, las circunstancias de mi yo infantil estaban muy lejos de Dinosaur Land. Ser una niña chilena de regiones perteneciente a una familia de clase media precrarizada en los años 90, era un contexto en el que tanto el territorio como el dinero eran difíciles obstáculos para obtener portales imaginativos como juguetes oficiales o consolas.
Tardaría años en obtener mi propia Super Nintendo, luego de aquel primer fatídico encuentro con Super Mario World: una consola usada que incluía Super Mario Kart, mi primer videojuego propio. Pero, hasta entonces, tuve que ingeniármelas de diferentes maneras para mantenerme cerca del imaginario de Super Mario, que me había encantado para siempre. Y ya que la falta de dinero no era algo que estuviera en mis medios solucionar, tuve que recurrir a otras vías.
Por un tiempo, mendigué estos contactos con otros niños, de familias más adineradas. Pero la situación resultaba frustrante para mí. No entendía por qué ellos, teniendo el privilegio de contar con la llave de la puerta de Nintendo, no solían pasar mucho tiempo frente a la pantalla. No se trataba de una restricción parental, sino que simplemente tenían otros intereses a los que dedicarse, además de los videojuegos. Pero yo estaba obsesionada con ellos. Si aquella consola y aquellos cartuchos hubieran sido míos, pensaba, me plantaría tardes enteras en su compañía, y así sería tremendamente feliz. Como lo era, sin duda, en esas breves instancias en las que los dueños de estos tesoros se dignaban a compartir sus gracias conmigo, antes de que la hora pasara y fuera tiempo de volver a otra actividad cotidiana, aburrida para mí: jugar a juegos físicos, de mesa, o simbólicos.
¿Por qué la vida era tan injusta?, me preguntaba en mis burdos dramas existenciales infantiles. ¿Por qué había niños que podían tener consolas y videojuegos y no los aprovechaban? ¿Por qué justo ellos, que no tenían tan buenas notas y que no se portaban bien (dos obligaciones impuesta de la infancia, y que yo cumplía bastante bien)? Pero, por sobre todo, ¿por qué justo ellos, que evidentemente no amaban esos mundos como yo?
Desde luego, en mi niñez me planteé también inquietudes mucho más graves, relacionadas —como ahora de adulta las entiendo— con algunas actitudes abusivas y negligentes de mi familia, por ejemplo. Pero creo que aquellas otras preguntas, en su torpe ingenuidad, fueron mi introducción a las injusticias de la sociedad, a la falsedad de la meritocracia y a las desigualdades socioeconómicas. Y todo porque el mundo conspiraba para alejarme de mi añorado Super Mario.
Pero la niñez tiene sus propios mecanismos de resistencia. Uno de ellos, acaso el más insigne, que solemos ir perdiendo si no lo nutrimos en el tiempo, es el de la imaginación. Tal vez los prodigios técnicos de las consolas y los videojuegos estuvieran por completo fuera de mi alcance, pero nadie podía echar cerrojo a las aventuras que yo misma podría proyectar en mi mente a partir de lo poco que había visto o jugado.
Sabía que existían juguetes de Super Mario, claro. Pero no llegaban a Chile, o eran excesivamente caros. Pero no importaba. Podía usar esa visión imaginativa también para darle una consistencia física a aquello que tanto amaba a partir de materiales tan vulgares como papeles, lápices de colores, plastilinas. Podía usar todo esto para recrear las aventuras ya conocidas de Super Mario, pero también para inventar nuevos desafíos, nuevas historias.
II
Solo había un problema: la fugacidad de mis materiales.
Este tipo de recursos no están hechos para durar. El papel común se vuelve amarillo con los años, y los colores escolares se destiñen. Las plastilinas se llenan de pelos y basura. Es como la idea de jugar con bloques de construcción: podemos armar imponentes castillos, pero llega un momento en que todo ese maravilloso despliegue debiera deshacerse al caer la tarde, para guardar todas las piezas de vuelta al balde donde se almacenan. El juego ha terminado; mañana será otro día.
Pero a mí, de niña, siempre me incomodó esa brevedad destinada a nuestras acciones. Hubiera deseado que el círculo mágico conjurado del juego no tuviera que cerrarse nunca. Porque su cierre implicaba la llegada de la noche, de los horrores de mi vida cotidiana: el colegio, con compañeros que se reían de mi interés “masculino” por los videojuegos y de mi torpeza social; los gritos y reprimendas absurdas de mis familiares; el desconcierto general de una niña autista no diagnosticada ante una existencia completamente confusa y hostil, en la que solo parecían tener luz y sentido las historias fantásticas y los videojuegos de Nintendo.
Pero tampoco estaba en mi niñez poder mantener aquel círculo mágico abierto. Eso sí, ahora entiendo que era una barrera necesaria. Que tenía que crecer en ese mundo confuso, bajo la luz refractaria de la esperanza imaginativa, para aprender a conjurar su magia de otras formas, más simbólicas. Y que sería justo por esas limitantes que florecería mi creatividad.
Así descubrí que la plastilina se podía cubrir de cola fría y que eso ayudaba a proteger y a endurecer la masa. También descubrí que podía recortar el papel con mis dibujos de tal forma que pudiera crearles una pequeña plataforma para mantener a las figuras de pie y así poder jugar mejor con ellas.
Eran avances pequeños, pero a mí me sirvieron para potenciar y extender la vida útil de mis juegos, que era todo lo que tenía.
III
La primera vez que lo terminé, eso sí, no lloré. No sabía que estaba empezando a despedirme de la infancia y, con ello, también de muchos de mis resguardos emocionales. Pero sí sentí algo muy cálido adentro ante su bellísimo final. Todo aquello que parecía tan roto volvía a componerse: el castillo de Bowser, la familia original de Mallow. El propio Camino Estelar, naturalmente. Pero incluso escenas aisladas tuvieron el poder de conmoverme, como la melancólica figura de Jonathan Jones contemplando el cielo y el océano unidos por un atardecer escarlata.
Pero Geno se había ido, y para siempre. De él solo quedaría su recuerdo, la chispa de su estrella transformándose en la letra D de la despedida del juego: THE END.
Era un final feliz, pero...
Pero.
Nunca recreé Super Mario RPG ni nada parecido en mis juegos infantiles, pero sí modelé la figura de Geno. Quizá quería convencerme de que él volvería algún día.
Y volvería, sí, pero de una manera diferente a todo lo que hubiera podido haber imaginado entonces.
IV
Nunca tuve una Nintendo 64. Se repetía el viejo problema: no había dinero y las consolas eran caras. Cuando al fin tuve la oportunidad de pasarme a la siguiente generación, hube de traicionar a Nintendo y elegir la Playstation de Sony. Squaresoft me había hecho enamorarme de los RPGs y sabía que ese camino solo lo podría recorrer desde la senda de la competencia. Y había otro factor de suma importancia para una jugadora chilena: la Playstation trabajaba con discos, que eran más fáciles de piratear y más baratos.
No me arrepentí de esa decisión. Jugué muchísimos RPGs que ayudaron a florecer mi imaginación y que, a la postre, junto con C.S. Lewis, J.R.R. Tolkien y otros, me ayudaron a descubrir mi destino en la escritura de Fantasía
Cuando al fin me enteré de la existencia de Paper Mario, no le presté mayor atención. No era exactamente una secuela de Super Mario RPG. Square no estaba involucrada. El tono parecía decididamente infantil, y yo ya era una adolescente edgy.
Nunca pude crear figuritas basadas en Cloud, Zidane o Serge. Pero sus propias aventuras enterraron sus raíces en mi corazón y comencé a preguntarme cómo podría escribir historias que fuesen también sobre el conflicto de identidad, sobre los lazos que se crean en medio de la fragilidad de la vida vida, o el hecho de vivir un mundo que no te pertenece y cuyas notas resuenan pálidas y distantes.
Es decir, literatura de Fantasía.
V
Pude conocer el inicio de la saga de Paper Mario recién gracias al port para el emulador de Nintendo 64 de la Nintendo Switch. Es decir, más de veinte años después de su lanzamiento original.
Desde luego, muchísimas cosas habían cambiado para entonces, tanto en Nintendo como en mí. Pero hacer un recuento pormenorizado de ellas aquí sería excesivo e inútil, pero no porque no haya nada que contar sobre esos días, sino porque ya ha contado mucho de ellos en otras páginas. Escribo este texto en particular pensando que yo no existo de momento sino a través de estas palabras, estas y no otras, y que todo lo que define sus formas y sus colores es mi memoria personal de Super Mario. Podría, sin embargo, esbozar algunos hitos relevantes de esas décadas, a modo de contexto muy general. Pero, en realidad, sucede que ni siquiera yo estoy muy segura de cómo dar cuenta de ellas.
¿Encontré otros hogares además de los videojuegos? Sí, pero. ¿Continué mis progresos en manualidades? No, pero. ¿Me convertí finalmente en una escritora de fantasía, según los estándares culturales y sociales? Ya no lo sé.
Lo único seguro es que Super Mario RPG había seguido conmigo, en mis recuerdos. Ya no lo había vuelto a jugar hacía muchos años, pero se trata de un juego tan breve que daba igual: no tenía muchos problemas en recrearlo en mi imaginación, y la compañía de la magistral banda sonora de Yoko Shimomura satisfacía casi todas mis necesidades de reconectar con la historia.
Comencé a notar, eso sí, que ya no podía evitar llorar ante el tema de cierre y el de los créditos. Algo que de niña no me había pasado nunca. Ahora eran otras emociones las que afloraban en mi corazón, pero, siguiendo la metáfora, presentía que era porque sus semillas siempre habían estado ahí, enterradas muy profundamente en mí, a la espera de que los barbechos de los años las dejaran listas para germinar y cosechar.
La tristeza de la partida de Geno de pronto no era solo la de un amigo, sino también la de mi propia infancia. Y claro que no había habido lágrimas entonces. ¿Quién se da cuenta de cuando algo se va realmente para siempre? Esa autoconciencia podría ser devastadora, y en efecto lo ha sido cuando hemos llegado a desarrollar la percepción de las despedidas con el roce desgastante de los años. Pero es difícil trazar con un dedo la línea imaginaria que separa la infancia de las extrañas fases que vienen después y que desembocan en la torva adultez. ¿Es la menarquia, en el caso de quienes nacimos con útero? No. Ciertamente no fue mi línea (tenía recién once años). ¿Es la pérdida de un juguete, de un amigo, de una ilusión? A veces sí, pero creo que es complicado poder sentir a la vez el desgarro de esa pérdida y marcarla en ese momento como hito de paso. Por eso, creo también, las historias que hablan de la pérdida de la infancia se sienten tan confusas para un niño que sigue siéndolo, y que sin embargo abren sus pétalos de significado con dolorosa intensidad cuando volvemos a ellas, ya de grandes.
Estoy segura de que algo así me pasó, en algún momento incierto, en mis regresos a Super Mario RPG.
En mi mente infantil, seguramente esperaba ver a Geno otra vez. Mi yo infantil tendría que apagar la consola en algún momento y prepararse para el eterno calvario del colegio y su horrenda gente, la piedra de Sísifo de los que no éramos normativos, neurotípicos, normales. La ilusión del reencuentro de Geno era como una esperanza, supongo, como una estrella más del Camino Estelar que podía parcharse para hacerse realidad.
Pero ahora tenía la confirmación de que Geno, probablemente, ya no volvería más, al menos no de la forma en la que lo había conocido. Nunca volvería a haber algo como Super Mario RPG, ni como la experiencia que yo había tenido de él en las postrimerías de mi infancia (como ahora por fin podía identificarlas).
De pronto, había llegado inesperadamente el día en el que el colegio había acabado. Y con el tiempo, también la universidad acabó, y a partir de ahí todo fue una seguidilla de días confusos e inestables: diferentes cuartos en los que apertrecharme (ninguno verdaderamente propio), diferentes oficinas o aulas con diferentes voces tejiéndose a mi alrededor (ninguna verdaderamente hablándome a la persona que era, la persona que amaba Super Mario RPG), diferentes personas a las que llamé amigas y amores, algunas con menos méritos que otras.
Hubo alegría, esperanzas y certezas en esos años, obviamente. Y una de ellas, por supuesto, fue la compañía incondicional de los videojuegos, de Super Mario y de Super Mario RPG.
Con la obtención de estos refugios, algunos más temporales que otros, pude al fin abocarme a explorar otros caminos lúdicos que no había podido recorrer cuando era una niña o joven precarizada. Por ejemplo, toda la línea de Nintendo 64, que nunca había podido emular demasiado bien en mis también precarios PCs o notebooks, estaba por fin al alcance de mis manos, y de manera legal.
Cuando vi que había aparecido Paper Mario entre el catálogo disponible, me quedé unos momentos mirando la carátula. Hace mucho que había dejado ya de ser una adolescente edgy. Era más bien una señora necesitada de la ternura que ahora comprendía que la vida me había escamoteado cuando más la había necesitado. Acaso por eso, la ilustración del juego me pareció bellísima y muy atractiva para jugar. Ya no tenía vergüenza de comprarme cositas bonitas e inútiles. Mi corazón se llenaba de una sincera alegría al momento de obtener alguna figurita o adminículo relacionado con Super Mario, aunque fuese claramente infantil, claramente para un público del que yo ya no formaba parte. Había algo muy frágil e importante que se estaba restaurando en esa transacción, aunque desde afuera solo quedara la estampa de una mujer adulta aleteando estúpidamente.
Me pregunté si la sencillez de los trazos de los personajes de Paper Mario sería suficiente como para poder dibujarlos y pintarlos en mis humildes incursiones gráficas personales (¡y lo fueron!). No supe entonces que también, de una forma más implícita, me había preguntado si mi primera experiencia con el juego podría producir algo al menos cercano a mi primer encuentro con Super Mario RPG. O quizá no quise darme cuenta de la formulación de esta pregunta, porque su respuesta era crucial para mí.
VI
Pues me encantó Paper Mario. No tenía nada que ver con Super Mario RPG en realidad, sí, pero fui muy feliz jugándolo. Feliz de una manera similar y a la vez diferente.
Al principio, me sorprendió la cantidad de texto que tenía el juego. No habría entendido mucho de nada si lo hubiera jugado de niña. Super Mario RPG también tenía ciertas cosas que no entendía, pero el guion no era muy extenso y la mayor parte de su comicidad descansaba aún en la extrema gestualidad de sus personajes y en sus constantes autorreferencias. Paper Mario recurría también al diálogo para ello, lo que me resultó curioso.
Otro aspecto que me pareció raro fue su banda sonora, decididamente más animada y caricaturesca, en consonancia con la dirección artística del juego. Un RPG siempre debía tener una cuota de aventura y dramatismo para mí, emociones que incluso el muy ligero Super Mario RPG abarcaba, a su manera. Pero en Paper Mario todo era muy... ¿poco solemne? Recuerdo haber sentido disgusto incluso ante su tema de batalla, situación delicada en un RPG considerando que es un tipo de tema que te acompañará constantemente. No digamos que el de Super Mario RPG no fuese cansino ni muy elevado en sensaciones, pero me parecía más legible y entrañable que el de su secuela indirecta.
En este tipo de cosas tontas me detuve en mis primeras partidas. Supongo que era la parte adulta de mi niñez resistiéndose al juego, que era y no era como Super Mario RPG. Supongo que también, una vez que la aventura poco a poco empezó a a calar en mí, estaba reaccionando al hecho de que haber renunciado a la Nintendo 64 en mi juventud me había supuesto perder la posibilidad de jugar este juego en el momento adecuado.
Pero, ¿era realmente esto un hecho? ¿Cómo podemos saber cuándo estamos en el mejor momento para ciertas experiencias? A posteriori, creo que tendemos a pensar esto cuando disfrutamos plenamente una obra. Ciertas experiencias estéticas son tan profundas, y actúan tanto como lámparas de nuestras zonas oscuras y a la vez como reflejo de nuestras luces, que el miedo nos hace creer que tal unión solo pudo deberse a que estábamos en las condiciones más idóneas para crearla. Una experiencia trascendente más, o una cana menos y paf: se pierde la sincronicidad. La obra es buena, pero... No estoy preparada aún para leerla, debía haberla leído hace tiempo y no ya ahora. No soy (nunca fui, nunca podré ser) la lectora ideal de esta obra.
El tiempo me enseñó que parte importante de mi apego a Super Mario RPG se debía justamente a que lo jugué en la etapa de mi vida más fértil a su aventura: el crepúsculo de la infancia, mi despedida (temporal) de Nintendo y de las cosas bonitas, tiernas y ridículas. Hablar de este juego con españoles adultos es desconcertante en la medida en que Super Mario RPG no llegó cuando debía haber llegado a Europa y muchos terminaron jugándolo emulado, más tarde, o en sus iteraciones en consolas nuevas, aún más tarde. “Ah, es bonito y gracioso”, dicen algunos. Y tú te quedas con los brazos a medio aleteo y el brillo ilusionado de los ojos como una estrella fugaz, porque obviamente Super Mario RPG es mucho más que eso, pero no sabes muy bien cómo decirlo.
Temí ser yo esa persona de las palabras genéricas ante Paper Mario. Sabía que había gente que amaba profundamente el juego y su continuación, Paper Mario: La puerta milenaria, considerada habitualmente la mejor de la serie. Estaba empezando a saber también que muchos seguidores se sentían traicionados por el vuelco que Nintendo había empezado a darle a la saga, apartándola cada vez más de los códigos del RPG y de la creación delirante de nuevos personajes y entornos para las aventuras de este Super Mario de papel. Pero yo no había experimentado nada de eso. Mi propia historia, para variar, era diferente: mi herida era con Super Mario RPG.
Pero entonces hube de apelar a la infancia de mi adultez. Super Mario RPG no volvería más; mi niñez biológica tampoco. Nunca podría recuperar por completo todo lo que había perdido, todo lo que me habían arrebatado la vida y el destino. Pero llevaba conmigo mis recuerdos, mis fantasías y mis esperanzas. No ser ya una niña también implicaba otras cosas: ahora por fin tenía herramientas suficientes para responder ante los abusos de otros y prevenir mejor los propios, ahora tenía una respuesta concreta a mis rarezas y al desdén de los demás. No estaba rota ni maldita. Ahora yo podía cuidar de mí misma, a pesar de las múltiples dificultades personales y contextuales, y eso pasaba también por preservar mis relaciones con los videojuegos, que seguían siendo una de mis grandes fuentes de alegrías.
Así, la persona que jugó Paper Mario no fue exactamente una niña (no hubiera podido serlo, ni lo querría ya), pero tampoco fue el modelo adulto al que me habían arrastrado hace años. Era otra persona.
Era yo.
El momento idóneo ya no importaba. Había logrado llegar a un espacio en el que podía jugar al juego, y dependía de mí construir mi relación íntima con él.
VII
Terminé Paper Mario en unos pocos meses, jugando constantemente en un periodo de cesantía (otra de las extrañas cosas del mundo adulto).
A veces aún me encuentro vocalizando su tonada de combate de la nada, de la que finalmente me encariñé. Ahora hasta la echo de menos.
Ya no me pregunto si la Paula niña hubiera disfrutado de este juego. Ella tuvo Super Mario RPG.
Y yo... pues yo ahora puedo tener todos los juegos de la serie que consiga. Super Mario sigue siendo Super Mario, aunque se muestre de papel, y aun cuando dejara de serlo, yo podría devolverlo a sus formas amadas desde mis manos, mis recuerdos y mi imaginación.
VIII
Ante las dificultades prácticas para conseguir Paper Mario: La puerta milenaria, me pregunté si no podría hacer un movimiento osado y comprar la última iteración de la serie: Paper Mario: El rey de origami. Eso suponía obviar, literalmente, veinte años de progreso de la saga. Pero escribir de Super Mario RPG y de mis memorias infantiles también es un poco como eso, ¿no? Sé que esas otras experiencias están ahí, pero yo estoy creando un puente narrativo a mí manera. Quienes se animen a cruzarlo, podrán alzar la vista hacia el paisaje que lo rodea, y acaso descubran que la leña del puente viene de algún árbol del bosque que se deja ver en la lejanía.
Después de todo, la Nintendo Switch era mi primera consola de Nintendo desde la SNES. Mi vida entera estaba hecha de omisiones, de momentos idóneos perdidos y retransformados. Estaría bien.
Compré finalmente el cartucho. ¡El cartucho, a estas alturas...! Nintendo siendo Nintendo, claro. Pero yo era y no era la misma.
Lo compré con mi propio dinero.
IX
Por lo que investigué previamente, supe que Paper Mario: El rey de origami había sido recibido de manera ambigua por los seguidores de la serie. Si bien algunos valoraron ciertas flexibilidades narrativas y mecánicas que hacían, a su juicio, el juego más memorable que iteraciones pasadas, otros consideraron que estos aspectos no eran suficientes y que la propuesta, pese a incuestionables méritos, era más bien fallida.
Yo, que no cargaba con la mochila de esos veinte años, lo disfruté un montón como videojuego, pero pude empatizar con estas críticas técnicas. Por cierto que me hubiera alegrado que los numerosos Toads, pese a sus ingeniosas ocurrencias, hubieran sido algo menos genéricos, o que el sistema de combate fuese otra vez por turnos y no con ese anillo terrible.
Pero, en general, disfruté la experiencia como una aventura muy hermosa y sencilla, con momentos para la risa y aun la emoción. Amé el personaje de Olivia porque era como la niña que no había podido ser yo, o como la que no pudo ser mi amiga: dulce y muy expresiva. Su inocencia y valor permeaba todo el juego; siguiendo el concepto rector del título, era como si hubiera plegado sus emociones para darle nuevas dimensiones. Lo mismo respecto a Bombi (Bobby en Estados Unidos, Bomberto en España): me pareció que el equipo desarrollador había trabajado con gran tino a partir de sus limitaciones, consiguiendo en el proceso presentarnos poco a poco los pliegues íntimos de un bob-omb que hubiera parecido tan genérico como los demás. Hasta me sentí muchas veces representada por él, razón por la que el desenlace de su arco personal me dejó sorprendentemente afectada.
En fin: disfruté ver a Super Mario y a Olivia viajando por zonas diferentes, creciendo juntos, y la compañía de sus bellas melodías, que también cambiaban según las circunstancias. Incluso compilé un hilo en Twitter con mis impresiones a medida que jugaba. Todo fue como leer un libro middle grade de Fantasía a estos años, actividad que disfruto mucho cuando encuentro una historia que conecte conmigo, o más bien desde la infancia de mi adultez.
Esa misma que ahora me dice, con la voz entre la recriminación y el entusiasmo, “¿por qué no has escrito aún una historia que se sienta como esta?”.
“Pero esta no es exactamente una historia de Fantasía, ¿verdad?”, le respondo, sorprendida de mi propio tembloroso descubrimiento.
La otra voz calla, deteniéndose en la hondura de mis palabras.
Y yo continúo: “Pero si no es Fantasía, ¿qué es entonces?”.
X
Una de las críticas más interesantes que se le ha hecho a la saga de Paper Mario pos La puerta milenaria, y que se desprenden de los reparos ya comentados, tiene que ver con el énfasis en el imaginario de papel. En los dos primeros títulos, se presentaban mundos secundarios explícitos, en los que la materialidad de papel de los personajes era solo un asunto de presentación, un guiño de identidad que distinguía a estos juegos de otros en los que aparecía Super Mario.
Con los años, sin embargo, este aspecto fue cobrando más y más importancia, hasta afectar la configuración misma de su universo y de sus personajes. Ahora, el hecho de ser de papel no implicaba solo un elemento visual, sino también un gimmick, y aun implicancias narrativas. El rey de origami ha llevado este concepto a un terreno sumamente concreto: por un lado, están los personajes de papel plano; por otro, los de origami o papel maché, que están comandados por el rey del título, el adversario central. Olivia, hermana del rey Ollie, también puede transformarse al ser ella una criatura de papiroflexia, y eso te permite usar grandes poderes en batallas decisivas.
Todo en El rey de origami parece estar hecho de papel, cartón, cintas... Que sus jefes centrales sean artículos convencionales de papelería (una caja de lápices, una perforadora, unas tijeras...) refuerza la anomalía de este universo. No se siente exactamente como un mundo convencional de Super Mario, dicen.
Creo que ahí hay una clave importante de interpretación y disfrute de este juego y la línea artística que remarca. Quienes no conectan con este nuevo imaginario sostienen que esta elección debilita el potencial inmersivo de este universo. Entiendo sus razones, pero no las comparto. Yo más que nadie valoro y defiendo la Fantasía que descarta las tibiezas de presentar mundos “como el nuestro” con algunas pizquitas de maravilla o encanto y que en cambio se compromete con la creación de un mundo secundario como Dios (je) manda. Pero creo que este no es el caso. Si hacemos a un lado la materialidad de los elementos que componen el universo de juego, nada en El rey de origami es incoherente o poco respetuoso a su configuración, incluso en los momentos más autorreferentes y sarcásticos. Este universo parece presentársenos con toda la seriedad con la que un niño que nos quiere nos confidenciaría aquello a lo que está jugando.
Porque en efecto, los universos de estos Paper Mario no funcionan como mundos secundarios autónomos en sí, sino más bien como si alguien estuviera jugando con lo que tiene a mano para intentar recrear un mundo de Super Mario.
Exactamente como yo había intentado hacerlo de niña, cuando esos sencillos utensilios de manualidades y papelería eran todo lo que tenía para corporizar mi imaginación y mantenerme cerca de Super Mario.
XI
En mis estudios y exploraciones sobre expresiones o conceptos afines a la estética de la Fantasía, di con un término muy interesante, proveniente de la sicología, que he incorporado también a mi curso Rumbo al Reino Peligroso: una introducción a la literatura de fantasía: el paracosmos. A grandes rasgos, este refiere a aquellos universos imaginarios que suelen (re)crear los niños a partir de diversos elementos, de creación original o ajena, con propósitos principalmente lúdicos y/o resilientes.
Esta definición genérica ya da cuenta de los potenciales nexos entre este concepto y todo lo que implica la Fantasía como arte mitopoético. Si bien hay personas que consideran que las fantasías de autores como el propio J.R.R. Tolkien serían, en efecto, expresiones paracósmicas, es pertinente establecer una frontera a partir del grado de conciencia artística que predomina en las obras de Fantasía propiamente tales y que se encuentra más bien ausente de las creaciones paracósmicas, que satisfacen otras necesidades vitales. Desde luego, muchas veces ha sido frecuente que un universo paracósmico infantil, con todas sus disparatadas narrativas e intertextos indiferentemente plagiarios, se haya convertido en la semilla de un historia de Fantasía personal, conscientemente creada como obra de arte.
No recuerdo haber tenido expresiones paracósmicas complejas de niña. Quizá porque empecé a escribir como destino muy joven, cuando apenas dejaba atrás la infancia (sí, no mucho después de terminar Super Mario RPG), la necesidad de crear se materializó muy pronto en mí en la forma ya asentada de la literatura, para bien o para mal. Sin embargo, sí recuerdo esas aventuras personales con las que busqué recrear las experiencias de los juegos de Super Mario, entre mis papeles coloreados y mis plastilinas.
Hasta muy poco había creído que ese gesto lúdico y creativo respondía meramente a la imposibilidad de vivir las verdaderas experiencias de Super Mario en los videojuegos que protagonizaba. Pero el paracosmos también cumple una función catártica, que ayuda al niño a procesar, comprender y resignificar vivencias traumáticas o dolorosas desde el poder de la imaginación. Descubrir de pronto que Super Mario y compañía no solo hicieron más feliz y menos sola mi infancia, como siempre me había bastado creer, sino que también me habían ayudado sicológicamente a perfilarme ante las adversidades, me ha conmovido profundamente.
Por eso, creo ahora, no pude sentirme decepcionada ante la construcción de mundo de El rey de origami. Sería como renegar de mi propia infancia, de los juegos humildes que a la postre no solo me mantuvieron con vida, sino que también le dieron un sentido muy concreto a esa existencia, un destino: escribir Fantasía.
El rey de origami, así como los otros Paper Mario que le antecedieron, pese a todas sus carencias, son como retratos potenciados de esas infancias. Si hubiera jugado este juego de niña, no me habría avergonzado de la precariedad de mis recursos. Habría dibujado a Super Mario en papel y lo habría recortado, y habría sido él: no una pálida réplica infantil. Probablemente no habría podido plegar a Olivia (siempre fui un desastre en origami), pero me las habría arreglado para hacerme una figurita afín; después de todo, el papel habría sido el mismo. Y habría podido alzar con orgullo y alegría un puñado de lápices Faber-Castell escolares (siempre caros, pero no demasiado, ni aun entonces) o una vulgar corchetera y proclamar que eran legítimos adversarios de Super Mario, porque en efecto lo serían.
Pero no jugué El rey de origami de niña. No hubiera podido hacerlo: son los tiempos del mundo los que han influido para que este juego solo existiera hacia mi adultez. Pero está bien, comprendo: solo ahora habría podido estar en condiciones de valorar este aspecto de un juego como este, y de escribir todas estas líneas.
El rey de origami es como la expresión superior de paracosmos a la que aspiraba de niña, sin saberlo, y una gran inspiración de escritura para una historia que es y no es una historia infantil, así como es y no es una historia de Fantasía.
Es pasado, pero también horizonte. Promesa de árboles escritos o dibujados en la superficie de un papel que alguna vez fue semilla.
XII
Cerca de la batalla final, Olivia le dice a Super Mario: “Has estado conmigo en las buenas y en las malas”.
Y quise sonreír, como lo habría hecho quizá de niña ante semejante muestra de ternura y apoyo, pero se me llenaron los ojos de lágrimas adultas.
- 5/11/2022
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