Aprendizaje y redención en Dragon Quest: Las aventuras de Dai

10/18/2024

Dai y Gomechan. Ilustración de una de las portadas del manga.

1. Introducción: vuelta a los orígenes

La saga Dragon Quest no debiera necesitar presentación para cualquier amante de los videojuegos, y más aún para aquellos que hemos sostenido este amor, principalmente, en videojuegos de fantasía. Para el resto de infortunados, baste decir en este contexto que es una emblemática serie de títulos pertenecientes al género JRPG, creados por la compañía Enix (que posteriormente derivaría en Square Enix, tras la unión con Squaresoft). La saga no solo destaca por sus aportes temáticos y mecánicos a esta categoría, que ayudaron a cimentar la idea más tradicional de un JRPG, sino también por su fidelidad histórica a los imaginarios de fantasía neomedievalista.

Y es que, en contraste con los enormes cambios estéticos que comenzó a experimentar su rival directa, la saga Final Fantasy, en años tan tempranos como a fines de los noventa, Dragon Quest nunca pareció sentir mayores urgencias para abandonar estos mundos de antaño, ni el candor general de sus historias y sus personajes. Así, mientras cada iteración de Final Fantasy terminó volviéndose una experiencia de imaginarios híbridos con múltiples exageraciones dramáticas, para bien y para mal, Dragon Quest mantuvo su identidad de origen casi intacta a lo largo de las décadas. Por supuesto, este aparente estancamiento de su propuesta narrativa podría parecer algo anacrónico en tiempos actuales, pero la buena factura general de sus títulos ha logrado seguir cautivando a sus seguidores, y aun se ha vuelto un inesperado refugio ante el aluvión de intentos de innecesaria innovación de sus pares vigentes.

El animé Dragon Quest: Las aventuras de Dai (Dai no Daiboken) está basado en un manga del mismo nombre, que se publicó entre 1986 y 1996. Con ilustraciones de Kōji Inada y guion de Riku Sanjo, presenta una historia original inspirada en la experiencia de los primeros juegos. Por desgracia, la versión inicial del animé no logró adaptar todos los volúmenes del manga, tarea que sí logra la nueva serie animada de 2019, con un total de 100 capítulos.

Las principales pérdidas respecto a la versión original son bastante específicas. En primer lugar, esta nueva serie no cuenta con la licencia del inconfundible compositor de los videojuegos, Koichi Sugiyama, lo que lastra buena parte de la identidad musical de la historia. Con todo, aunque no me parecieron particularmente memorables, los nuevos temas acompañan de buena manera los momentos más intensos de la historia.

En segundo lugar, la cantidad de violencia física y sangre ha decrecido bastante, lo mismo que algunos aspectos más pervertidos. Estos cambios, sin embargo, me han parecido casi positivos. Como persona que se formó en su infancia viendo fascinada el muy explícito martirio físico de los personajes de Saint Seiya, por ejemplo, discrepo con la idea de sanitizar los contornos más agresivos de este tipo de historias épicas. Pero puedo ceder en la medida en que estas adaptaciones pudieran favorecer la presentación de la serie a un público infantil, en tiempos en los que parece haber una mayor conciencia sobre su acceso a obras mediales con elementos “sugestivos”.

Por supuesto, en lo que respecta a la perversión, me parece un acierto disminuirla, porque el fanservice y la lujuria de ciertos personajes no son un asunto relevante en una historia como esta.

Pero ¿qué es entonces lo relevante, justamente, de una historia como esta? Es lo que me propongo explorar a continuación.

Como su contraparte videolúdica, esta serie es un fiel reflejo de esta engañosa sencillez que permea la saga, por lo que su visionado estos años despierta preguntas que no nos hicimos en los noventa, cuando vimos la versión original en nuestros canales locales: ¿tienen cabida aún en los medios contemporáneos historias como esta, hechas claramente desde un contexto tan aparentemente anacrónico?, ¿qué de nuevo o satisfactorio podría contarnos la enésima historia del niño héroe en un mundo neomedievalista, más allá del refrito?, y quizá la más importante para mí: ¿qué nos entrega esta historia, en su calidad de obra de fantasía?

En realidad, confieso que no me planteé yo misma estas preguntas al momento de comenzar a ver esta nueva versión de la serie. La razón inicial es sencilla: recordaba con cariño lo poco que alcancé a ver, de niña, de la original, y no necesitaba mayores motivos ni justificaciones para animarme a ver su sucesora. La razón de fondo es desafiante, acaso: a diferencia de tantos otros, no me intimidan las historias de fantasía de orientación tradicionalista, y de hecho, mientras más leo y estudio y pienso la fantasía, y mientras más me asomo a ver cómo está el panorama editorial y escritoril actual, las añoro cada vez más.

En este texto, quisiera compartir algunas de mis impresiones y lecturas sobre DQ:LAD en su calidad de obra de fantasía tradicional, a partir de dos temas específicos, y animar a su visionado.

Por supuesto, comentaré con mucho detalle varios aspectos importantes de la historia en el proceso. Ahora bien, como esta serie es tan tópica, en el mejor de los sentidos, mucho de lo que revelaré no supondrá ningún giro dramático de argumento. Yo misma no me considero una persona particularmente sensible ante la idea de spoilers, porque me interesa más conocer cómo se narra algo que lo narrado en sí mismo. Sin embargo, hecha queda la advertencia.


2. Una engañosa sencillez

Un problema habitual de las historias vueltas genéricas por reiteraciones constantes es que domeñan elementos constitutivos, generalmente de naturaleza arquetípica, de vital importancia para sus géneros, para la narrativa o para la propia existencia humana. Contrario a lo que mucha gente parece pensar, creo que una medida para evitar esto no estriba necesariamente en crear historias desesperadas por la innovación temática o formal validadas en un momento dado, sino en atreverse a redescubrir el valor de aquellos elementos constitutivos y recontarlos desde un pulso personal.

La vanguardia de hoy es la retaguardia del mañana; lo que se ha quedado con nosotros, precisamente, ha sido lo trascendente, lo que sigue ofreciendo significado con el paso del tiempo. Ahora bien, esta aseveración tiene sus matices. La idea de que los cánones artísticos se sostienen meramente por su valor estético es una falacia: hay también involucrados aspectos ideológicos y socioculturales, obviamente, en parte porque la mera noción de “valor estético” va variando en las eras. Pero, desde esta misma mirada, creo que resulta factible proponer también que esta búsqueda de “innovación”, aunada a la devaluación de lo “añejo”, es un mecanismo más del mercado para apartarnos de la esencia de muchas historias que nunca han fallado en acompañarnos. Y creo que, precisamente por esto, la existencia de historias como DQ:LAD son tan importantes hoy en día.

Y bien, ¿de qué va esta serie al fin y al cabo? Pues, en principio, nada más ni nada menos que de lo que indica el título: las aventuras de un niño huérfano llamado Dai, con un gran talento guerrero, que se embarca en la difícil misión de derrotar al Señor Oscuro resucitado, con la ayuda de los nuevos amigos que conocerá en su viaje.

¿Cuántas veces hemos leído o visto este tipo de historia? Seguramente, muchas. Pero ¿recordamos cómo nos sentimos la primera vez que estuvimos ante una de ellas? ¿Recordamos las puertas que nos abrió esa historia primigenia en nuestra vida, que probablemente conocimos aún en la niñez?

DQ:LAD, a mi juicio, posee la bella cualidad de la tradición bien hecha: al acercarnos a ella, de pronto se desvanecen las sombras de todas las historias parecidas anteriores, y la experimentamos casi como si fuésemos nosotros niños otra vez y fuese ella nuestro primer portal a una maravilla que no tardará en volverse amada. O bien, si las sombras no logran iluminarse del todo en nuestra percepción, su compañía ya no molesta, porque las sentimos como un complemento a la experiencia, de la misma forma en la que una mente adulta puede complementar una lectura o visionado infantil con nuevos relieves o matices.

Sus temas y estructura son básicos y contundentes. Podríamos considerarla una historia de formación desde el marco del viaje del héroe, pues el eje de la aventura es el crecimiento de Dai en fuerza física y espiritual. En efecto, el personaje va cambiando poco a poco a medida que va venciendo a nuevos enemigos y viviendo diferentes conflictos, algunos incluso relacionados con su identidad personal. En esto, la serie representa de manera grata tanto las narrativas como las mecánicas generales del JRPG de fines de los 80 e inicios de los 90, en las que se nos presentan, de maneras apenas variables, un protagonista con mucho potencial que va uniéndose a otros personajes jugables, viajando por diversos rincones del mundo ficcional y enfrentándose a malvados adversarios, de creciente dificultad.

Desde luego, DQ:LAD no es la primera serie que procura preservar el espíritu del JRPG, pero creo que este es uno de los mejores exponentes, acaso porque la saga misma de Dragon Quest es sencilla en planteamiento, de manera que casi cualquier añadido narrativo pertinente ayuda a enriquecerla. Como en ciertos títulos específicos de la serie, de hecho, podría decir que el animé ayuda a darle mayor espesor entrañable a aquellas formas que, por el bien de la dinámica lúdica, parecían un tanto vaciadas de contenido. En otras palabras, DQ:LAD recrea vívidamente la experiencia promedio de jugar uno de estos títulos si eres un jugador altamente imaginativo.

Así, en lugar de sprites, tenemos los expresivos rostros y posturas de los personajes, quienes sufren, se lastiman y gozan a lo largo de su extensa misión, en lo que comprenden más cosas sobre sus fatídicos propósitos y, naturalmente, sobre sí mismos. También podemos deleitarnos con las lujosas presentaciones animadas de todo tipo de ataques y hechizos que antes apenas eran un efecto visual discreto con un texto descriptivo abajo (representación que se mantiene, como un guiño, en las cortinas de transición). Y hasta podemos conocer en detalle a los monstruosos de su universo ficcional, que en realidad, bajo el diseño de Akira Toriyama, resultan sumamente tiernos.

Siguiendo los esquemas generales de progreso de algunos JRPGs, por supuesto, la historia identifica muy pronto su objetivo central, tras unos afables capítulos de contextualización de Dai, su mundo y sus sueños: eliminar al Rey Maligno Vearn. En la serie, este conflicto surge ya en los primeros capítulos, cuando inesperadamente se presenta en la isla del protagonista el Señor Oscuro Hadler, resucitado tras haber sido vencido por el héroe anterior, Aván, quien estaba entonces oficiando como reciente maestro de Dai y su nuevo amigo, el mago Popp. Este intenso combate entre Aván y Hadler tiene un claro propósito dramático, pues adentra de golpe a los niños a una misión que, como hemos podido apreciar a partir de su incipiente entrenamiento, los desborda por mucho en sus habilidades actuales. Si hasta Aván la tuvo tan difícil con Hadler, y si este es apenas ahora un siervo de Vearn, ¿qué les espera a ellos?

Pero, naturalmente, nuestros personajes emprenden igualmente la misión y abandonan la isla, a fin de volverse lo suficientemente fuertes como para erradicar el nuevo mal que amenaza su mundo. A lo largo de su viaje, conocerán no solo a entrañables aliados, sino también a los generales del Ejército del mal, cada uno con sus propias motivaciones e historias personales.

En la experiencia de encontrarme con esta historia de adulta, he reconocido dos temas vertebrales que, a mi juicio, contribuyen a darle una profundidad necesaria a su sencilla fantasía: la enseñanza/aprendizaje, que he considerado enmarcar bajo las nociones de una pedagogía poco convencional, y la redención.

En los apartados siguientes me detendré en ellos.


3. Aprendices de héroes: Dai, Popp y Maam

El tópico del héroe que comienza primero sus andaduras como aprendiz de un héroe anterior, ya consagrado, siempre me ha resultado agradable. Ahora entiendo mejor por qué: de construirse bien narrativamente, es un marco que puede ofrecer muchos pensamientos de interés sobre el proceso en el que nos construimos como personas con un destino.

No suelo comentar esto por muchos lados virtuales (de hecho, tampoco lo menciono en las semblanzas biográficas de mis libros), pero yo soy profesora de formación profesional. Nunca quise serlo, pero no explicaré aquí por qué ni por qué razón llegué entonces a estudiar esta carrera. Lo importante para el caso es que descubrí tardíamente, porque tardías fueron mis experiencias docentes satisfactorias, que sí disfruto enseñar, aunque en contextos muy acotados y lamentablemente difíciles de alcanzar. Este descubrimiento y su posterior análisis trascendente en mí, creo, me ayudaron a conectar de una forma muy especial con el adiestramiento de Dai y Popp por parte del maestro Aván, pero, sobre todo, con la impronta que este último deja en nuestros protagonistas, y en general, en todo el trasfondo de la serie.

Por razones del argumento que un lector perspicaz intuirá, el maestro Aván en realidad desaparece bastante pronto de la narración, dejando de paso incompleto el entrenamiento de Dai como héroe. Sin embargo, es su espíritu docente el que pervive, tanto en el niño como en Popp, y el que esencialmente mueve a ambos chicos a emprender su misión. Es ese espíritu, también, el que los acerca a Maam, la tercera compañera y también antigua alumna del héroe, de modo que puede decirse que el grupo protagónico se constituye ante todo como una suerte de memoria encarnada de las enseñanzas del maestro Aván, en diferentes manifestaciones. Incluso un adversario y una aliada de gran importancia posterior en la historia también quedan enlazados a la figura de este héroe: él por haber sido un discípulo renegado (por razones que abordaré después), y ella por volverse una nueva discípula tardía.

Aván expresa entonces ya no solo el aura gravitante que asociamos a los grandes héroes de antaño, acaso un tanto lejana, sino el muy concreto recuerdo del maestro que ayudó a darle una primera forma a su alumno. Así, Aván no solo alza moralmente a los personajes en sus momentos de requiebro, sino que también está presente, de manera simbólica, en cada uno de sus intentos por proseguir, ya a solas, en sus respectivos aprendizajes.

Creo que esta decisión narrativa demuestra un gran entendimiento de la docencia, concebida aquí tanto como una guía que debiera motivar al estudiante a ser un agente activo en la construcción de su propio aprendizaje como una inspiración para la vida personal, que quizá pueda discurrir por derroteros muy diferentes a los iniciales o esperados.

Dai desea ser como el maestro Aván, pero a lo largo de la historia se ve tanto orillado por circunstancias externas como motivado interiormente a convertirse en otra clase de héroe, porque descubre nuevos aspectos en sí mismo que lo hacen único. A su vez, Dai es un personaje claramente talentoso para la lucha, lo que lo capacita para aprender de manera autónoma, primero a partir de los cimientos que en él dejaron las lecciones de Aván y luego a través de un libro que este confeccionó para condensar sus lecciones y entendimientos sobre el combate. Dai incluso demuestra, en episodios muy avanzados, una capacidad formidable para inventar nuevos ataques combinados, inspirados en sus bases de entrenamiento, en su aprendizaje desde el modelo de otros rivales y en su propio genio guerrero.

Popp, que inicia como un aprendiz flojo y de “bajo rendimiento” pese a la confianza que Aván siempre dispensó en él, crece de manera exponencial en la historia, tanto en poder mágico neto como en madurez. Y esto lo logra en la medida en que descubre que necesita un nuevo tutor, que lo guíe a concretar aquello que no logró alcanzar con Aván y que se ajuste más a sus necesidades como estudiante, que en este caso recaen en un adiestramiento más estricto. Es gracias a esto que Popp logra su verdadero desarrollo, lo que nos remite a la importancia de que el docente nunca deje de confiar en sus alumnos, y que además sea capaz también de identificar talentos quizá ocultos a simple vista, para alentarlos o potenciarlos. Ya avanzada la serie, de hecho, Dai bromea con Popp justo sobre eso: él también era un genio, y ya era hora de que se lo tomara en serio.

En el caso de Maam, tras ver inutilizada su pistola mágica en un combate importante, la joven se ve atascada en una situación que todo estudiante vive en algún punto de su vida: la necesidad de reinvención. Cuando el ejercicio en nuestra área de dominio se ve truncada por alguna razón, ¿cómo lo hacemos para seguir adelante? Si esto ya es complicado en nuestra vida cotidiana, ¿cómo siquiera comenzar un nuevo camino ante la presión de, glup, tener que ayudar a nuestro amigo héroe a salvar el mundo?

Maam encuentra su respuesta en lo que en un JRPG viejito consideraríamos un simple cambio de clase, pero que en su arco se ve planteado como una verdadera transformación de sí misma. De hecho, no deja de ser curioso que, a partir de este cambio, el personaje ahora ya no combata con un elemento externo a sí mismo, y por tanto falible, sino con su propio cuerpo, como artista marcial. Este nuevo camino le depara además una nueva y enigmática figura docente, e incluso un nuevo tipo de compañero de entrenamiento, mucho más débil, pero también muy empeñoso. En ese sentido, su proceso personal de aprendizaje nos recuerda que siempre, en la medida en que asumamos que en realidad vivir implica seguir aprendiendo todo tipo de cosas, podemos cambiar de camino todas las veces que sea necesario.

Pero mi vínculo docente-discípulo favorito de esta historia, por su dramatismo, es el que se tiende entre Aván y Hyunckel. De este último, en particular, me referiré en la sección siguiente.


4. Hyunckel, el héroe pródigo

Hyunckel resulta ser el primer discípulo formal de Aván, quien lo acoge bajo su tutela luego de que el niño queda huérfano de su padre adoptivo, un monstruo. Por los tejemanejes que le conocemos al Mal, en las historias y en la vida real, Hyunckel es engañado y termina creyendo que en realidad su maestro fue el asesino de su padre adoptivo. Esta situación lo lleva a adiestrarse con fiereza con Aván, pero ante todo con el propósito de venganza. Luego, esta rabia enquistada deriva en que se vuelva el único general humano del Ejército del Mal, lo que naturalmente lo lleva más temprano que tarde a cruzar espadas con Dai.

La aparición de Hyunckel en la historia es muy interesante, porque inicialmente nos sugiere una dimensión inesperada de Aván: ese maestro tan noble y poderoso, pero también tan ridículo en su intimidad cotidiana… ¿en verdad fue capaz de algo tan horrible como lo que su primer discípulo le imputa? Aquí podría destacar la idea de que los docentes pueden proyectar imágenes distintas en la experiencia de cada estudiante, pero prefiero otra mucho mejor y acaso menos genérica: la importancia de que los estudiantes crean y defiendan a sus buenos maestros. Dai y sus amigos mantienen su fe en Aván, a pesar del desconcierto inicial, y se afanan en buscar la verdad de la situación, que naturalmente exculpa al héroe.

A partir de entonces, Hyunckel comenzará un largo proceso de redención y redescubrimiento personal. Si parte importante de tu vida estuvo sostenida en una mentira, ¿cómo te reconstruyes, qué eliges como nuevo cimiento? De hecho, en ese aspecto el personaje debe lidiar también con el hecho de que su segundo maestro ha sido otro general del Ejército del Mal, el enigmático Mystvearn, y con el reconocimiento de que las habilidades que ahora desea ofrendar al servicio del bien están ensombrecidas por esta formación corrupta.

La tarea de Hyunckel inicia con el intento de exorcizar la imagen contaminada que tenía del maestro Aván y vivir de ahora en adelante bajo una nueva enseña, en paralelo a la de los protagonistas. En el proceso, por supuesto, el personaje experimentará diversos desafíos interiores y exteriores, que a la postre terminarán encarnados en otro cambio de clase, esta vez centrado en su abandono de técnicas de oscuridad en pos de las de luz.

Esta transformación me ha recordado mucho a la que experimenta Cecil en Final Fantasy IV (1991), de Caballero Oscuro a Paladín, pero naturalmente mejor planteada en términos narrativos. Lo que en aquel juego percibíamos ante todo como una interesante (si acaso algo incómoda) modificación que afectaba las habilidades disponibles del personaje, aquí se ve desarrollada también en sus matices más íntimos y espirituales.

Hyunckel consigue transformar su clase gracias al legado (y el arma y la armadura) que hereda de un noble adversario, en un gesto que nos remite a Saint Seiya y la dignidad de los caballeros/santos enfrentados entre sí por circunstancias ajenas a su propio honor. Es interesante apreciar cómo este aprendizaje adquirido a través de un par o compañero replica en el personaje lo que ya estaban viviendo en ese punto de la historia Dai, Maam y Popp, lo que por simetría nos confirma una vez más la redención del guerrero. Incluso, hacia el tercio final de la historia, encontraremos ecos de ese testimonio honorífico en la forma en la que el propio esfuerzo y sacrificio le dejan una marca profunda a otro adversario importante.

Sin embargo, la transformación misma de Hyunckel es algo más espinosa. Primero, experimenta un engañoso descenso de sus habilidades, lo que lo mueve a pensar de otras formas el combate y a continuar, como Dai, aprendiendo del libro del maestro Aván. Después, vemos que su cambio es puesto a prueba en diferentes contextos, hasta llevarlo a un enfrentamiento decisivo que solo podrá vencer desde su propio interior. Por último, rumbo a la batalla final, el personaje vive el emocionante y a la vez incómodo reencuentro con Aván, que nos muestra que, cuando ha habido roces significativos entre maestro y discípulo, no se puede esperar que tal reunión sea idílica, como si nada hubiera ocurrido.

Con todo, es muy significativo que ambos personajes se vuelvan a ver, porque se expresa además en esto una reconciliación implícita, en la que Hyunckel termina por sanar su turbulenta primera experiencia de aprendizaje y en la que el propio Aván valida el camino que ha hecho su primer discípulo, porque de todos modos ha recuperado la senda del bien.


5. La escuela de la fantasía

Mientras escribía estos comentarios analíticos sobre los procesos de aprendizaje de los personajes, me preguntaba por qué he tendido a sentirme mucho más cercana y aun conmovida con estas vivencias ficcionales antes que con las de mi propia realidad, sobre todo cuando aquellas ocurren en historias de fantasía. Creo haber esbozado en otros ensayos del blog que mis propias experiencias como estudiante formal no han sido muy enriquecedoras en general, al menos en lo que realmente importa respecto a una formación integral.

La respuesta más obvia tiene que ver con la sencilla razón de que rara vez he podido estudiar algo que realmente me haya interesado, lo que a su vez se contrapone con la incómoda certeza de que me interesan pocas áreas de estudio fuera de la literatura de fantasía, y que esta no se enseña en ningún rincón del Tercer Mundo.

Pero creo también en una razón más importante: que esta mayor afinidad a las labores de aprendizaje en las historias de fantasía puede deberse a que estas suelen ser significativas y orgánicas, a diferencia del utilitarismo hueco que hoy en día asola cada vez más nuestros espacios educativos, tanto desde nuestro rol docente como desde el estudiantil. En la fantasía, en cambio, todo tiene sentido y propósito. El sentido y propósito que le corresponden.

Salvar el mundo: se dice pronto, se dice incluso con desprecio hoy en día, cuando la sociedad sigue dando entusiastas pasos hacia la destrucción del planeta y de nuestra propia humanidad. Pero, si lo pensamos con detención, desde una mirada inmaculada en su idealismo, en realidad el estudio y la educación debieran formarnos para tratar de usar nuestros dones y conocimientos al servicio de esa misma salvación.

Hoy en día, plagados como estamos de trabajos inútiles y precarizados, de sinvergüenzas mediocres que acaparan sueldos abultados por razones mezquinas y empresas obsesionadas con la Inteligencia Artificial Generativa, esto parece cada vez más difícil. Pero la fantasía está ahí para recordarnos que vale la pena el esfuerzo, que el mundo (¡a pesar de tantas cosas!) merece nuestro deseo de salvarlo y que todos podemos contribuir de una forma u otra.

Mientras escribo esto, pienso que la fantasía misma es como el maestro Aván, de quien aprendimos todo lo esencial cuando niños, como Dai, pero a quien la miseria de la vida adulta y sus estúpidas imposiciones nos apartó antes de que pudiéramos completar nuestro propio entrenamiento. Pero he aquí que, Fantasistas al fin y al cabo, nos las hemos arreglado para seguir con nuestro viaje y armar nuestro propio programa de estudio sobre la marcha, a punta de remiendos de historias y el afecto inesperado de otros discípulos de Aván.


6. Dos caminos hacia el perdón: Baran y Hadler

La redención es un tópico mucho más habitual en la fantasía tradicional, y osaría a decir también que debiera ser siempre esencial en toda fantasía, por más revisionista que pretenda ser en otras dimensiones. Seré más radical aún: si la fantasía pierde su componente redentor, perderá igualmente su estatuto como fantasía y, acaso, su valor último.

¿Por qué le concedo tanta importancia a la redención en su literatura? Porque nuestra propia vida cotidiana, si no nacimos en contextos privilegiados o con buena estrella, es inmisericorde con nosotros. Nosotros mismos somos inmisericordes, muchas veces, tanto con nuestra propia existencia como con la de otros. Somos seres falibles, caídos, ocasionalmente miserables. La redención, sin embargo, nos ayuda a recordar y restaurar aquello que hay, pese a todo, de divino en nosotros, y a acercarnos a una trascendencia que desborde nuestros límites humanos.

En las fantasías más simples, podemos encontrar el tradicional arco de transformación de un personaje malvado hacia la senda de la bondad. Es el caso, desde luego, de Hyunckel, como comenté anteriormente. Este personaje poseía una buena naturaleza inicial, pero fue engañado y corrompido, lo que lo llevó a reconstruir su destino una vez que descubrió y asumió la verdad.

Este también es el caso de Crocodine, general de la Legión de las Bestias, aunque con algunos matices. Si bien el personaje se presenta inicialmente como un ser amenazante y hostil, la historia nos lo termina revelando como un guerrero noble, que lamenta haber cedido a artimañas deshonrosas para obtener ventaja sobre nuestros protagonistas. Así, su valoración del honor lo aparta de la maldad esencialista que requiere su cargo y filiación original (no hay nada honorable en el Mal), y finalmente lo une a la misión de los héroes, en la que presta valiosa ayuda, hasta que sus propios límites de poder lo vuelven más bien un personaje de apoyo secundario hacia el último tercio de la historia.

Sin embargo, hay dos casos de redención de enemigos que me parecen aún más interesantes para comentar, porque corresponden a personajes cuyas naturalezas no están inicialmente inclinadas al bien. Se trata de los arcos de Hadler, el antiguo Señor Oscuro, y Baran, comandante de la Legión Dragontina y, como se revela más adelante, padre de Dai. Los comentaré a continuación.


7. Baran: el regreso del padre ausente

La narrativa de conversión de un enemigo importante es también frecuente en la fantasía, y la hemos visto también en unos cuantos JRPGs antiguos como antesala al enfrentamiento contra el némesis definitivo de la historia. Pero, como mucho en la serie de Dragon Quest, Hadler y Baran subliman este conocido modelo de maneras sorprendentes, porque se las arreglan para combinar rasgos diferentes de naturaleza, redención y cambio en sus arcos como personaje.

Como es de esperarse, la presencia de Baran introduce en la historia el tradicional conflicto entre padre e hijo, que simbólicamente se ve representado desde la tensión entre un orden viejo y uno nuevo. En el conflicto con su descendiente, esta tensión asume una forma un tanto diferente: Baran encarna una ideología recelosa y adversa hacia la humanidad, mientras que Dai encarna una entregada a la confianza y la esperanza, planteando que los seres humanos, pese a sus inherentes miserias espirituales, merecen vivir sus vidas en paz.

En ambos casos, estas ideologías surgen de las experiencias sesgadas de ambos personajes. Como sabemos desde el inicio de la historia, Dai ha crecido en un entorno idílico en la isla de los monstruos, y aun cuando ha tenido ya unas cuantas malas experiencias con otros humanos, su visión general de estos se sostiene en una mirada bastante idealizada, fortalecida por la dignidad de sus amigos y aliados. A su vez, aunque todos quienes conocen a Dai reconocen en él la singularidad de su poder, para ellos sigue siendo su compañero; en última instancia, más allá de su talento guerrero, saben que se trata de un niño.

La experiencia de Baran, en cambio, resulta mucho más cruda, como la historia nos revela más adelante. El personaje se reconoce desde muy temprano como el Caballero Dragón de su era, lo que enseguida enmarca su vida cotidiana y su destino. Según el acervo mitológico de DQ:LAD, los Caballeros Dragones son creaciones de los sendos dioses de las razas de este mundo ficcional, y su propósito es arbitrar los grandes conflictos globales. Estos seres, que reúnen tanto la fuerza de los dragón como el poder mágico de los oscuros y el corazón de los humanos, tienen la responsabilidad de mantener el balance natural y reprimir cualquier intento, sea cual sea su origen, de adueñarse del mundo.

Se entiende entonces que el Caballero Dragón es una figura híbrida y neutral, que en realidad no tributa (o no debiera tributar) a nadie más que a sí mismo y sus obligaciones. Sin embargo, el corazón humano de Baran lo lleva inicialmente a salvar a esta especie, y aun a enamorarse y tener una familia con una princesa. Pero, a los ojos de mucha gente, él nunca deja de ser una suerte de engendro, alguien a quien hay que temer y reducir por sus diferencias esenciales. Por tal razón, en un confuso incidente en que se pretende asesinarlo, termina muerta su esposa, madre del entonces pequeño Dai. Este despiadado suceso revela a Baran que los seres humanos son seres despreciables y cobardes, dispuestos a arrasar con todo lo que se aparte de sus rígidos códigos de raza, incluso si en el proceso acaban por dañar a los suyos. Al creer que Dai también ha perecido, y creyéndose plenamente solo, Baran entrega su lealtad al Rey Vearn, en la creencia errónea de que este sentará una era más abierta a estas diferencias.

Por supuesto, una lectura superficial y contemporánea se centraría en el tópico del drama que suelen experimentar ciertos personajes masculinos para justificar sus maldades, sobre todo cuando se relacionan con el sufrimiento, abuso o muerte de personajes femeninos cercanos a ellos. Algo de eso hay en este trasfondo, claro, pero el tratamiento que recibe Baran trasciende estas limitaciones, sin abandonar decisiones cuestionables de su parte.

Elocuentemente, Baran exhibe características nocivas como padre ausente en sus primero encuentros con Dai, aunque estas sean entendibles desde su punto de vista. Es evidente su horror al creer que su hijo ha caído víctima del mismo engaño que tan duro le costó a él: la idea de que el ser humano es, en última instancia, bueno y digno de ser salvado. Por eso, sus agresivas intenciones de que Dai abandone sus propósitos heroicos originales tienen un origen claro: como él, Dai no es humano, y eso tarde o temprano le ocasionará problemas y rechazos. Baran desea evitar este sufrimiento a su hijo, un sentimiento común en los padres.

Pero, por otro lado, los mecanismos que usa Baran para atraer a su lado a Dai son violentos y posesivos. Estos reflejan que la concepción implícita inicial del Caballero Dragón hacia su hijo no es la de un ser autónomo, con su propia ristra de vivencias, sino la de un objeto personal extraviado que ahora vuelve a estar a su alcance. La insistencia de Baran de llamar inicialmente a Dai con el nombre con el que fue bautizado (Dino) también refuerza esto: aunque se entiende que esta preferencia se debe al deseo de Baran de reconstruir su interrumpida vida de padre, lo que causa finalmente es alienar a Dai, quien ha construido su propia vida desde contextos muy diferentes.

En términos simbólicos, por otra parte, la amnesia mágica a la que somete Baran a Dai puede leerse como la voluntad de un padre de anular todo cuando es individual de su hijo, sobre todo si es subversivo para él, y dejarlo como una tabula rasa, lista para ser llenada con el contenido que él considere correcto. En el fondo, Baran sí hace en Dai lo que él temía que los humanos hubieran hecho con su hijo: lavarle el cerebro.

Ahora bien, es muy curioso que, en este proceso, Dai no se convierta en una ciega y fría máquina de guerra, como podría haberse esperado (y como quizá también podría haber esperado el propio Baran). Por el contrario, el niño se vuelve pueril y apocado, demostrando además un rechazo a toda idea relacionada con el combate. Pero solo en este estado Dai es servil ante el llamado mágico de Baran. Esto parece sugerir que, de persistir con esta idea de anulación de la personalidad, en realidad no se logra construir un hijo adepto al padre, sino un recipiente completamente vacío, incluso inútil para los propósitos de este.

Por supuesto, a medida que la historia avanza, Baran descubre que él ha sido también engañado por el Rey Vearn, y eso lo mueve a auxiliar a los héroes. Esto le permite acercarse poco a poco a Dai, ya desde una posición menos confrontacional y, sobre todo, desde el combate juntos contra un enemigo en común. Progresivamente, Baran va conociendo y aceptando la particular identidad que Dai ha ido creando para sí mismo, lo que también le permite orientarlo en la lucha.

Me parece que la historia acertó en el tratamiento de esta nueva relación desde la camaradería guerrera. Baran es un hombre aparentemente frío y muy serio, por lo que su acercamiento a Dai no es emotivo ni cariñoso, al menos no en términos convencionales. En cuanto a Dai, que sí es mucho más cálido, apreciamos que igualmente ve a Baran como un maestro, de quien aprende mucho, tanto sobre combate como sobre su propia naturaleza híbrida. A su vez, Baran también aprende sobre la mentalidad y tesón individuales de Dai, que le demuestran que quizá la humanidad sí merece compasión, en la medida en que no todos sus integrantes son seres desalmados y mezquinos.

La culminación de este peculiar vínculo paterno-filial se presenta tras el sacrificio de Baran, del que Dai termina heredando su emblema de dragón y, a través de él, despertando nuevos poderes. Es una forma también muy simbólica (¿o más bien concreta?) de reunir y reconciliar a ambos personajes, pues Baran muere, pero su espíritu acompaña a Dai desde el testimonio de su propio emblema, de manera que algo de él se enfrenta también al Rey Vearn en el combate definitivo.

Es muy bonito contemplar el desarrollo narrativo de un vínculo como este desde la adultez, cuando una está más cerca ya de Baran que de Dai, y no solo por la edad. De niños, quizás nos era más fácil asumir de maneras espontáneas el mensaje de bondad última que estas historias proyectaban sobre el destino de la humanidad. Conocíamos apenas una fracción muy reducida del mundo: quien nació con buena estrella, seguramente pensaba que el resto era igual; quienes no contamos con esa suerte, albergábamos la esperanza de que al menos el resto no fuese como lo que ya conocíamos. Pero resulta que el mensaje de Baran cala más hondo ahora porque entendemos que él vivió la realidad más habitual, mientras que la fe de Dai en los seres humanos es, ante todo, una riesgosa apuesta, ante la que no es fácil entregarse.

Sí: los seres humanos son (somos) agresivos, crueles y miserables ante la diferencia, sobre todo cuando esta entraña un poder, don o peculiaridad anómalos. Ni hablar de las diferencias de género, creencias religiosas, etnia, orientación sexual o neurotipo. La humanidad no guarda remordimientos en su obliteración de seres indefensos, o incluso de seres que vienen en su auxilio, si considera que aquellas diferencias son demasiado incómodas. La apuesta de Dai, aunque pura y bienintencionada, parece cojear en sí misma, y algo de eso nos sugiere la historia cuando apenas esboza de qué forma algunas personas comunes se muestran recelosas cuando atestiguan la hondura de su poder.

Pero, rescatando el simbolismo de la herencia que deja Baran, creo que podemos igualmente matizar ambas visiones y encontrarles un punto de encuentro. Por supuesto que la humanidad está caída, pero en su naturaleza ambigua aún persiste algo de su pureza inicial. Apostar por ella supone salvar gente horrible, claro, pero también gente buena, o gente que, siendo horrible, desea ser buena, y que se esfuerza para llegar a serlo (aunque acaso nunca lo logre del todo).

Las numerosas narrativas de redención de los personajes de Dragon Quest parecen reforzar esta idea: mientras haya intención y esperanza de cambiar, vale la pena realizar aquella apuesta, porque tal futuro reclamado será el territorio en el que podrán plantarse esas nuevas semillas redentoras. En el caso de un personaje como Baran, que sacrifica su vida por Dai y por la voluntad esperanzadora que este encierra en su propio destino, estas semillas serán al menos el testimonio de algo que, aunque truncado en su manifestación original, puede pervivir como legado bajo otra forma.

¿No es esto otra expresión simbólica del sentido de la descendencia?


8. Hadler: acaso el infierno esté vacío

Siguiendo la línea de Crocodine, la distancia que Hadler termina tendiendo respecto al Mal se origina en su noción personal del honor, pero este es un valor que el personaje va construyendo en sí mismo de manera progresiva a lo largo de la historia, no parte de su naturaleza de origen.

Al principio, conocemos a Hadler como un antagonista despiadado, aterrador y muy poderoso, visión que se reajusta al posicionarlo más adelante como un comandante más de Legión, aunque de alto rango. Pero, a medida que el personaje comienza a fracasar en sucesivos intentos por detener al equipo protagonista, empezamos a verlo bajo una nueva luz, al principio insospechada: el humor.

Resulta muy gracioso constatar la frustración creciente de Hadler, reforzada por un mayor rango de expresiones faciales cómicas que usualmente solo veíamos destinada a los aliados bondadosos o a enemigos menores. En este contexto, podemos empatizar con el temor del personaje ante su ominoso superior, porque la narración nos muestra progresivamente su interioridad, de modo que a través de ella descubrimos cuánto está arriesgando en cada fracaso. Pero a la vez, en paralelo, apreciamos cómo la necesidad de derrotar a Dai deja de ser un acto servicial para el Rey Vearn y se vuelve un objetivo personal, que en su obsesión incluso empieza a ir a contracorriente de las expectativas malignas a las que estaba constreñido.

Así, como Crocodine, Hadler también recurre a un cambio importante para hacerle frente a su resistente rival, solo que en su caso se trata de una transformación irreversible: la conversión en lo que la historia denomina un “ser superior”, una criatura quimérica mutada que potencia muchísimo sus habilidades de base. Hadler asume esta transformación como una suerte de mal necesario, que revela cuánto ha tenido que sacrificar para poder enfrentarse a Dai en las mejores condiciones posibles.

Adicionalmente, el personaje adquiere un escuadrón personal de aliados modelados con base en algunas piezas de ajedrez del Rey Vearn, insufladas de vida artificial gracias a la magia de este. Lo que podría haber adoptado la forma de un mejor ejército de piezas descartables, tan funcionales como su naturaleza original, en la historia se aprovecha como un recurso de desarrollo interior de Hadler, pues cada figura termina expresando un rasgo de su personalidad, y en última instancia incluso llega a construir un sentido propio de identidad, en su leal devoción a su maestro.

Este aspecto me ha parecido muy interesante porque lo he leído como un tratamiento alternativo a la propiedad de “individualidad distribuida” (distributive selfhood) que Brian Attebery (2022) propone como marco de interpretación para los personajes de fantasía, al menos en los que engañosamente parecen más simplones. Según este concepto, los personajes de fantasía expresan mejor su complejidad cuando se los fragmenta en varios personajes. Así, por ejemplo, el gran personaje hobbit de Tolkien es una integración de Frodo, Sam y Gollum. De este modo, se puede leer la evolución (¿humanización?) de Hadler como un proceso que logra consagrarse gracias a su fragmentación personal en estas piezas de ajedrez, quienes explicitan sus atributos interiores y además desarrollan sus propias individualidades.

Creo además que puede realizarse una lectura muy contundente sobre el destino último de Hadler. Este encuentra su aparente fin tras su duelo definitivo contra Dai, que se ve maliciosamente intervenido por las fuerzas del Rey Vearn. En ese contexto, Hadler emplea sus últimas energías para salvar a Dai y Popp de una muerte segura e injusta, en un momento de suma emoción para la historia.

Es, sin duda, uno de mis eventos favoritos de la serie. Pero no solo por el mero arco de redención de un adversario importante, sino por la forma en la que este se consagra, en la que he podido proyectar matices cristianos. Ante la conmoción de ver que Popp ha arriesgado su propia vida para salvarlo a él, de todos los seres posibles, el demonio Hadler se entrega al llanto y, aun más importante, ¡a la oración! En un giro inesperado, vemos a este personaje, que la narración ha construido como una suerte de avatar mágico menor de Satanás, rogándola a Dios (“kami”) para que salve la vida de Popp.

DQ:LAD está llena de episodios emotivos y conmovedores, pero es evidente que los creadores de la serie sabían que parte crucial de la historia latía justo aquí. Por ello, creo, la dirección del capítulo resalta la excepcionalidad de este evento, al suprimir la secuencia y música típicas del ending y mostrar los créditos como compañía a las últimas palabras de Hadler, en las que reconoce la “poética ironía” de Dios (!). La serenidad del momento nos regala una pausa para asimilar lo que acabamos de ver, sentir y vivir como receptores de esta historia.

Pero, increíblemente, no acaba aquí el arco de Hadler. Tras realizar este sacrificio último, su espíritu parece preservarse en el único superviviente de las piezas, Hym, quien además hereda su aspecto físico en una transformación posterior. Esto puede leerse, además, como un reverso de la propia mutación que había experimentado Hadler: si en este personaje tal cambio había surgido de su obsesión por tener una forma que pudiera derrotar a Dai, y suponía a la vez una metamorfosis nociva para su naturaleza, en Hym el cambio se presenta de manera orgánica, en respuesta a su propia devoción a Hadler, y siguiendo su potencial de promoción como peón.

Curioso resulta al respecto que esta nueva manifestación del personaje también retiene aquellas trazas humorísticas que se habían anunciado previamente en Hadler, pero esta vez de maneras mucho más naturales. Tampoco se puede obviar que la narración esta vez le dispensa a Hym un destino en el que puede redimirse sin necesidad de sacrificarse, como ya lo hizo Hadler, y que igualmente se abre a la gracia de una vida pacífica tras el gran enfrentamiento final.

Me parece esta una bella y curiosa forma, muy en la línea del espíritu transformativo de la fantasía, de continuar con el legado de un personaje tremendo. En estos tiempos aún más alocados que mis lecturas, en los que tanto autores como lectores festinan con los martirios gratuitos a los que los primeros someten a sus personajes (pareciera ser que el sufrimiento para algunos es una forma refinada de espectáculo), este enfoque genuinamente compasivo me ha parecido muy valioso.

Estoy segura, además, de que al menos el tratamiento agradará a aquel espectador más resistente a la tradicionalidad de la historia.


9. Conclusiones

He elegido detenerme en el análisis de la pedagogía y la redención de DQ:LAD por estimar que, en su cruce y desarrollo combinado como temáticas, atraviesan prácticamente todos los nodos relevantes de la historia. Comparten ambas la idea del esfuerzo y el consecuente crecimiento, tanto desde el aprendizaje como desde el perdón (de otros y de uno mismo).

Mientras escribo esto, comprendo que estas temáticas, además, no solo reflejan algunas de las dimensiones más valiosas que distingo en la estética de la fantasía, sino también en mi propia vida. Acaso por este tipo de situaciones, siempre he alzado un recelo personal hacia el realismo contemporáneo más banal y su pretendida intención de reflejar la realidad general: si me identifica el tesón de Popp o me conmueven e inspiran los sacrificios de Baran y Hadler, por supuesto que me sentiré distante de la narración de una fiesta o del vacío de un adulto que mira el techo de su cuarto mientras cavila (por esbozar dos propuestas genéricas). La vida cotidiana ya está muy llena de banalidades impuestas, tanto por la sociedad como por nuestra propia naturaleza concupiscente; ojalá circularan más historias que aspiraran a búsquedas más trascendentes.

Creo que algo de ello persiste aún en la fantasía épica tradicional, tan injustamente perseguida de escapista. Como decía Ursula K. Le Guin, en realidad el falso realismo es la literatura escapista de nuestro tiempo. Esto no exime a la fantasía mediocre de serlo también, claro, pero he ahí el punto en común: es la falsedad y comercialidad lo que enturbia las historias, no su naturaleza estética en particular. Ahora bien, por supuesto que considero que la fantasía encierra muchísimo más potencial que cualquier otra expresión literaria (salvo, tal vez, la poesía) para hablar de lo que realmente importa: este blog existe por y en función de esa creencia, esa apuesta muy mía, mis dos emblemas combinados.

Y es por eso, también, que me he animado a escribir tantas palabras sobre DQ:LAD, que parece tan, tan pequeña y prescindible entre tantas otras historias de mejor factura. Pero a veces sabemos que lo más pequeño e insignificante arroja anillos mágicos al fuego y transforma el mundo entero.

Retahíla de palabras aparte, no creo que sea sencillo persuadir a un adulto viciado en la falsa fantasía a que se anime a darle una oportunidad a DQ:LAD. Sin embargo, mi esperanza es quizá más modesta: deseo que algunas niños contemporáneos, aún libres de ciertos miasmas, puedan ver esta historia y que ella cubra ese espacio de aventura, magia y maravilla tradicionales que cada vez escasea más en la ficción multimedia contemporánea, incluso la explícitamente creada y distribuida como ficción infantojuvenil.

Parafraseando a George MacDonald, si al menos uno de estos chicos se conmueve hasta las lágrimas y más allá con tantos pasajes que he comentado, o sobre todo con el destino y la naturaleza definitivos de Gomechan, receptáculo de eucatástrofes, nada habrá sido en vano.

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