Columna: Fantasía y realismo o la búsqueda de un puente
7/26/2014
El falso realismo es la literatura escapista de nuestro tiempo.
Ursula K. Le Guin
Tradicionalmente, Fantasía y realismo son concebidas como estéticas antagónicas por la mayoría de los lectores, tanto por aquellos que se sienten más afines a una particular como por quienes prefieren la otra. Por cierto que ambas se sostienen en principios que pueden parecer contradictorios, a pesar de compartir su naturaleza ficcional: a grandes rasgos, mientras la Fantasía se basa en el potencial demiúrgico de la creación de universos autónomos para proveer consuelo y esperanza a las grandes limitaciones y penas de la humanidad, el realismo procura convertirse en un fiel reflejo de lo que entendemos por "realidad" para ayudarnos entender la naturaleza de una sociedad en particular, junto con su política, su arte y su cultura, entre otras manifestaciones.
Incluso a partir de esta imprecisa generalidad, puede evidenciarse que aun cuando se elijan vías distintas y enfrentadas, sus fines últimos no parecen estar tan alejados. Sin embargo, esta naturaleza complementaria rara vez es planteada en el estudio literario o aun en la lectura libre y no especializada. Y es que, sobre todo desde espacios académicos o escolares, la Fantasía ha sido censurada, despreciada y humillada sistemáticamente a lo largo de diversas generaciones, sobre todo en países hispanoamericanos. Las razones son muchísimas; cada una de ellas, con seguridad, sería materia para ensayos e incluso tesis. Convengamos aquí, sin embargo, en que la mayoría parece nacer de la ignorancia, el prejuicio y el miedo: tres factores socialmente relevantes para fomentar el odio.
Para empezar, no se entiende qué es la Fantasía en realidad y se le insiste en exigirle temas y desarrollos que no son de su dominio, como la contingencia sociopolítica, un apego chovinista a los propios referentes culturales o el nihilismo, todos aspectos que atentan contra su naturaleza trascendente, universal y plena de sentido. Por supuesto, aquellas obras que se desmarquen de lo que los que no la conocen esperan, sin importar su preciosismo estilístico, son igualmente condenadas, o bien, valoradas con una reserva injusta, que adopta la forma de la excusa encarnada en la expresión "a pesar de ser obras de Fantasía…", como si ésta y la noción de calidad literaria fueran contradictorias. Por último, aquello que no se entiende y que no se conoce supone un riesgo de lectura. ¿Cómo lo leo, cómo lo estudio? ¿Cómo abordo una obra que no tiene parangón exacto con ningún aspecto concreto de este mundo?
La respuesta a estas preguntas, por desgracia, no han seguido el derrotero esperado: animarse a adentrarse en el Reino Peligroso, dejando ignorancia y prejuicio atrás. Por el contrario, han despertado un rechazo automático e inapelable, tachando a la Fantasía como un producto de mercado y/o "literatura de género" (sic) o “subliteratura” sólo porque no corresponde a una preferencia personal y porque no hay una voluntad respetuosa, sensata y adulta de al menos entender con precisión por qué se odia lo que se odia.
Todos los que amamos la Fantasía hemos comprobado cómo esta realidad se ha venido plasmando año tras año, y que ni aun la moda que hoy en día está viviendo la fantasía con minúscula ha contribuido a redimir la estética original, que en el fondo se le parece bien poco. Hemos aprendido, por consiguiente, a resistir y luchar por aquello en lo que creemos, muchas veces con desgastadoras e injustas consecuencias. Pero de pronto, de tanto tener que esforzarse por hacerle entender a los estrechos de mente y de corazón por qué la Fantasía no es inferior al realismo, surge una pregunta urgente: ¿y qué pasa con el propio realismo?
Si pienso en las visiones de parte de los lectores de literatura fantástica en general, encuentro gestos y pensamientos mucho menos agresivos y enfurecidos. Nadie que lea Fantasía lee sólo Fantasía, obviamente, porque somos lectores literarios al fin y al cabo: podemos encontrar belleza y verdad en todo tipo de obras. Por supuesto, existen muchos lectores monogenéricos que sienten una distancia instintiva hacia el realismo, pero su perfil general es de personas que tampoco disfrutan la Fantasía por su esencia y que se sienten tan amenazados por la prosa de Balzac como podrían sentirse ante la de Tolkien. En este caso, este tipo de lectores sí reacciona de una manera similar a los realistas rabiosos: con un rechazo instantáneo, sólo que en ellos éste suele desembocar en una ignorancia menos peligrosa para la apreciación generalizada del realismo... al menos en nuestro continente.
¿Por qué? Es una pregunta delicada y compleja de responder. Parece tener, por cierto, un origen cultural, social y político: junto con la aniquilación de los pueblos originarios, se perdió buena parte de sus tradiciones literarias, que estaban íntimamente relacionadas con bellas concepciones míticas. Aun cuando obras fundamentales sobrevivieron, ya no lo hacen en el lector común: la literatura precolombina es hoy en día un área de especialización literaria con menor difusión y relevancia cultural de lo que debería. Lo que sí concentra el interés lector y académico es la narrativa centrada en diversos conflictos políticos y sociales de mucha intensidad y violencia que han sido los que, por desgracia, han modelado Latinoamérica para el mundo desde las primeras independencias nacionales a las dictaduras más recientes (y vigentes). Incluso el romanticismo, que en Europa surgió como un movimiento estético asociado a la liberación del pensamiento y del corazón, en nuestro continente terminó íntimamente ligado a las luchas nacionalistas a causa del contexto en que se encontraba su gente en ese momento.
Según este breve recorrido, se puede concluir preliminarmente que Latinoamérica no tiene tradición literaria de Fantasía y que, entre posturas rencorosas y xenofóbicas como las del real maravilloso de Carpentier, se desconoce o se niega que su estética ha estado presente en la humanidad con una relevancia y antigüedad tanto o más crucial que la del propio realismo. Y que, de hecho, la Fantasía no pretende desvincular al lector de su mundo ni mucho menos de su realidad, sino aproximarse de una manera distinta a ella.
Anteriormente ya he abordado muchas veces, tanto a partir de mis visiones personales como las de algunos autores ineludibles y mis interpretaciones sobre ellas, las diversas formas en que la Fantasía nos hace emprender un viaje hacia el centro de nosotros mismos y a partir de ahí devolvernos a nuestra sociedad con una mirada renovada y más trascendente sobre la vida y el mundo. Ahora, sin embargo, quise orientar mis pensamientos desde otro ángulo: como lectora crítica de Fantasía, ¿qué es o qué significa el realismo para mí? ¿He vivido ese supuesto antagonismo estético?, ¿lo considero válido a estas alturas? ¿Cuáles serían las especificidades de la Fantasía y del realismo literarios? ¿Son tan distintas como la academia y las comunidades de lectura han insistido por años, desde sus respectivos frentes?
Son estas preguntas muy interesantes para analizar críticamente mi experiencia lectora personal, al margen de mi rol de autora o de mis trabajos académicos. Y aunque aún me las estoy formulando, en los últimos meses he podido vivir determinadas experiencias que me han brindado esclarecedoras pistas para animarme ahora a compartir algunas ideas y aproximaciones al respecto.
Para ello debo comenzar a explicar cómo fue mi sesgada y prejuiciosa relación con el realismo en mi infancia y adolescencia y cómo algunas experiencias recientes me han ayudado a cambiar mi visión hacia esta estética.
Debo partir confesando que desde mi niñez que no me he sentido particularmente cercana como lectora al realismo. Contrario a lo que se puede pensar, la verdad es que sí tuve oportunidad de conocer obras literarias de temáticas e imaginario realistas o localistas y nacionales que fueron de mi agrado en mi niñez, como Cuentos araucanos de la chilena Alicia Morel o la antología Cuentos de América, con una selección de grandes autores del continente y de algunos de sus relatos infantiles más representativos. En un contexto derechamente escolar, no puedo sino destacar la obra de Christine Nöstlinger, tremenda autora infantil alemana que sólo los años me han hecho valorar como debiera haberlo hecho de niña, extraviada entre controles de lectura de memoria y la ausencia de actividades de lectura extensiva en el aula.
Nöstlinger, así como muchos otros escritores publicados por la colección Barco de Vapor, fueron mi primer contacto con el realismo universal, en que se narraban conflictos, a mi parecer de entonces —y de ahora—, desde una niñez muchísimo más cruda y verosímil que buena parte del realismo nacional o latinoamericano que había leído hasta entonces.
Por supuesto, estos grandes clásicos infantiles estaban insertos en un canon escolar, pero en realidad sus docentes, o al menos los que yo tuve, no supieron mediarlos de una manera en que se aprovechara su potencial estético y narrativo. Esto, por desgracia, hizo que estas historias quedaran relegadas en mi memoria a experiencias divertidas de lectura nada más, pero que me resultaban muy difíciles siquiera pensarlas entonces como un reflejo de mi propia realidad o al menos como algo cercano a mi experiencia cotidiana de vida. Y si incluso experimentaba eso con este tipo de obras, mi imposibilidad de identificación era mayor aún con aquellos libros infantiles que presentaban familias íntegras y de roles bien delimitados, que nunca se lanzaban platos a la cabeza, hijos traviesos, amistades infantiles, conflictos de hermanos, ¡niños que salían a la calle solos a comprar el pan! Nada de esto tenía que ver conmigo en mi niñez.
Esta sensación se consagró de lleno en mi adolescencia, cuando el realismo de las obras juveniles que conocía correspondía a algo que no podía evitar sentir como una lobotomización de la juventud. Me refiero, naturalmente, a la triada de sexo, drogas y fiestas y a aquellos chicos insatisfechos con su vida y, por lo general, con una pésima vida familiar. Incluso en esos días de tanta estupidez en mí, podía entender que estas historias intentaban retratar la soledad contemporánea del adolescente y la búsqueda de algo. Sin embargo, yo también era adolescente y no me interesaba ni la promiscuidad ni las drogas ni las fiestas (en realidad, las aborrecía). Y sin embargo, también me sentía muy sola, agredida y desamparada por mi familia y extraviada en la nada.
Por esos años, ante el desconcierto de sentir que la única adolescencia válida era la que se autoaniquilaba de la manera que me parecía más imbécil, desarrollé un discurso muy intolerante y odioso. No podía entender por qué la supuesta mayoría de los adolescentes eran tan cobardes como para caer en las trampas del escapismo en lugar de resistir y luchar por encontrar un sentido (y por qué se humillaba y censuraba a quien hacía esto en desmedro de lo otro)… pero menos aún por qué se insistía en reescribir esas banalidades desde la literatura como un modelo homogeneizante. No eran esas historias que representaran mi vida, ni sus problemas ni los temas que yo hubiera en verdad deseado leer desde la adolescencia.
Fue en ese contexto en que redescubrí la Fantasía literaria, en la que al fin pude encontrar las historias que necesitaba. Se podría pensar —y, de hecho, se piensa usualmente— que ésta no tendría nada que ver con la experiencia cotidiana y que muchos adolescentes llegan a ella para escapar de la realidad. Lo segundo es en parte cierto, y creo que incluso ahora lo entiendo mejor: si insistimos en presentar esta “realidad” como un lodazal de mierda y desesperación a través del arte que validamos y le mostramos a los jóvenes, es obvio querer “escapar” de esa trivialización y buscar respuestas en otros lados… otros mundos. Mundos en los que la esperanza fuera tan concreta que tuviese que ser sostenida con brazos temblorosos, donde el amor fuese algo que atravesara los límites de la Magia y no una copulación de unos minutos, y donde la naturaleza, lo desconocido y la aventura latieran bajo tus pies cada vez que uno de tus pasos creaba un sendero o abría un nuevo portal.
Pero creo que en mi caso particular, llegué a la Fantasía literaria porque estaba harta de tener incluso que formularle la pregunta básica de si valía la pena seguir viviendo. En la Fantasía, esa respuesta era siempre afirmativa; lo esencial era preguntarte el porqué y ser capaz de mantener ese motivo latiendo junto a tu corazón. No hubo una hora de depresión en que la Fantasía, fuese en libros, videojuegos o música, no me hubiera acompañado.
¿Dónde estaban esas historias de realismo juvenil que mostraran estos temas o conflictos? Debían existir muchas, y ahora sé que así era, pero por desgracia nunca pude conocerlas entonces por el sesgo social y cultural al que estaba sometida.
Lo realmente patético era que esta limítrofe concepción de realismo no se restringía a las historias de protagonistas y de público objetivo adolescentes. Me tocó leer bastantes obras literarias, instaladas en los planes lectores escolares, pero originalmente destinadas a un público lector adulto, que seguían estancadas en estos mismos temas. ¿Esa era la adultez, entonces? ¿Seguir copulando —quizá por más minutos… o por menos—, comprar drogas cada vez más caras y asistir a fiestas más extremas? ¿Dónde estaba la noción de responsabilidad, de madurez, de entender y asumir las consecuencias de los propios actos? ¿Dónde estaba el verdadero conflicto existencial humano?
Por fortuna, junto a estos bodrios tuve la oportunidad de leer clásicos latinoamericanos que sí fueron de mi pleno agrado. Recuerdo en especial Hijo de ladrón de Manuel Rojas y El túnel, de Ernesto Sabato. Curiosamente ambos trabajos afrontan el realismo desde una visión mucho más sicológica e intimista, sin dejar de retratar contextos socioculturales muy marcados y fáciles de identificar. Pero estas obras, sin embargo, lograban trascender este aspecto. El famoso episodio de la herida en Rojas, por ejemplo, con el que creo que cualquier ser humano podría sentirse identificado, en casi cualquier etapa de su vida; o la desesperación de quien deposita su esperanza entera en su pintura de la mujer asomada a la ventanita, sólo para conocer a alguien que aun entendiendo su sentido es capaz de entendernos a nosotros mismos.
Esas historias sí tenían que ver con lo que sentía entonces, aunque yo no hubiera vivido nunca la errática vida de Aniceto Hevia ni fuese una artista atormentada como Juan Pablo Castel.
Con el tiempo, logré leer esporádicamente otras obras de realismo universal que exponían conflictos y experiencias de una manera tan intensa que era imposible no sentir empatía por sus protagonistas, más allá de sus contextos socioculturales. Poco y nada entendía yo de la posguerra japonesa, y menos aún del imaginario e idiosincrasia oriental, pero Yukio Mishima se convirtió en uno de mis autores favoritos fuera de la Fantasía, por ejemplo. Por otro lado, no todos mis acercamientos me parecieron igual de fructíferos. Muchas de las novelas o cuentos chilenos contemporáneos que conocí en los últimos años resultaron una gran decepción, y muchas obras de otros realistas de otros países me provocaron sentimientos encontrados: podía valorar su técnica narrativa y atisbar el sentido de la visión de mundo expresada, pero no podía conectar con él.
En pleno 2014, conocí al fin uno de los grandes clásicos del realismo: Crimen y castigo, de Dostoievsky. Y la novela arrasó con mi corazón, de una forma en que rara vez una obra que no es de Fantasía consigue lograr en mí.
La vida del joven Rodia Raskholnikov, que se ve forzado a cometer una acción terrible y que luego es prisionero de su propia culpabilidad y el sentido ético de su secreto, se transformó en la de alguien que yo quería ver redimido, en la de alguien a quien yo le creía y a quien entendía. Era imposible no sentirse conmovido ante su increíble integridad a pesar de su radical decisión, ante el afecto incondicional de su amigo Razumijin y ante la fortaleza extraordinaria de mujeres como su hermana Dunia y la desgraciada pero noble Sonia.
Esto no tenía nada que ver con adolescentes o jóvenes vomitando o fornicando en una fiesta, ni con consignas políticas o la insatisfacción de la clase media en período de pos dictadura en una urbe latinoamericana cualquiera, por ejemplo. Esto era la realidad: una existencia plena de sufrimientos, desesperanzas, pérdidas, injusticias y crueldades varias, pero también de oportunidades, esperanzas y redenciones.
Pero, a pesar de esta maravillosa experiencia lectora, tendría que adentrarme en una lectura en particular para que recién naciera en mí la inquietud de reflexionar críticamente sobre un posible vínculo entre realismo y Fantasía desde este tipo de sentidos: Un puente hacia Terabithia, de Katherine Paterson, autora norteamericana de literatura juvenil y Premio Andersen.
La obra, ambientada en un pueblo rural de los Estados Unidos de los 60’-70’, es realista de principio a fin. Retrata la amistad entre Jess, proveniente de una numerosa familia con dificultades económicas, y Leslie, una andrógina y adorable niña proveniente de una familia de clase alta que se muda al campo. A pesar de sus diferencias, ambos niños congenian muy pronto debido a la similitud de sus sensibilidades e imaginarios, y entablan una hermosa amistad hasta que un hecho tan fortuito como espantoso los separa.
A pesar de que la novela es presentada usualmente como una historia de dos niños que crean el mundo de Fantasía llamado Terabithia, lo cierto es que ésta no es una historia de Fantasía. A diferencia de la adaptación fílmica de 2007, no hay ningún acontecimiento fantástico; en la historia original, los niños jamás llegan a Terabithia como los hermanos Pevensie atraviesan diversos portales para llegar a Narnia. Terabithia es un mundo que sólo existe en su imaginación y en los juegos que comparten por amor.
De hecho, los temas más evidentes de esta obra son otros: el encuentro entre dos realidades socioculturales casi antagónicas, los conflictos familiares cuando no se cumplen las expectativas parentales, las nociones culturales de género o el ateísmo como ideología en contextos altamente religiosos.
¿Entonces? Entonces sucede la catástrofe y toda esta realidad se resquebraja, dejando de importar. De pronto, los lectores nos quedamos a solas con el sufrimiento de personajes que no entienden cómo o por qué ha pasado aquello. Esta circunstancia nos recuerda hasta qué punto la realidad y sus horrores podrían no tener ningún sentido.
Hasta que Terabithia vuelve a aparecer, no como un mundo secundario concreto al que llegar, sino como una creación que es el legado de una amistad. Una esperanza para seguir viviendo y creyendo que existe un sentido en este mundo y para esta vida, uno al que quizá jamás podremos conocer como seres humanos, o uno que quizá tendremos que crear nosotros mismos para nosotros mismos.
Parece de lo más obvio y razonable pensar nuestra realidad como una mierda cínica y sin esperanzas, tanto a la luz de lo que sucede día a día en el mundo como a partir de lo que muchas obras realistas nos entregan en su lectura. Sin embargo, creo que ésta es más bien una postura simplista y sesgada. No tengo palabras dignas que dedicar ni rostro que mostrar ante aquellas personas que efectivamente han consagrado su vida entera o buena parte de ella a grandes causas sociales, deteniendo hemorragias, limpiando desechos tóxicos, alimentando poblaciones carcomidas por la hambruna, enseñando en medio de sirenas de alarmas o contando historias que hagan sonreír y llorar lágrimas de esperanza entre escombros. Estas personas saben mejor que tú o yo que la sociedad es una mierda, pero también que cada persona no tiene por qué serlo, aunque esté sufriendo mucho y apenas le alcance el corazón para soñar con una existencia mejor.
Estoy convencida de que estas personas, a pesar de todo esto, jamás se han mostrado cínicas ni superficiales en estos contextos. Por algo siguen ahí, luchando desde aquello que más pueden entregar a otros: porque creen. Me pregunto si los lectores aficionados a este tipo de “realismo” chato y sesgado y hasta sus propios autores habrán efectivamente pasado por experiencias como éstas y aun así sientan que la realidad tenga que parecerse más a hombre de mediana edad encerrado en su departamento de soltero o en su cubículo de trabajo y que intenta capear su soledad entre putas y tragos tras haber engañado a su esposa, antes que a la lucha que día a día sostienen personas en contextos mucho peores, asumiendo consecuencias de hechos que quizá ellas no desencadenaron, y que un así son capaces de creer en algo y de continuar sus vidas bajo esa esperanza.
El realismo con el que más me siento identificaba y que más valoro como lectora es aquel que no niega la miseria de nuestra realidad, pero que es capaz de comprometerse con ella desde algo más que el estéril juego posmodernoide del lenguaje y de la reiteración innecesaria de lo mal que están las cosas: la esperanza de que podrían mejorar, aunque sea sólo en la risa de medio minuto de un niño en medio de la tragedia… o la llegada de una nueva princesa al reino de Terabithia. Este, para mí, es el verdadero realismo, de la misma forma en que la verdadera Fantasía no tiene nada que ver con el escapismo o el carácter comercial y vano del best seller que, por desgracia, los lectores no especializados le han asociado por miedo e ignorancia. Ambas estéticas, cuando son desarrolladas en una ficción con responsabilidad y compromiso humano, apuntan a una trascendencia que no sólo permite una identificación con nuestras propias desgracias o conocer las del mundo, sino también plantarnos una semilla de cambio que podemos elegir hacer crecer en nuestro interior.
Existe una famosa cita de Stendhal en Rojo y negro en la que se critica que se acuse al realismo de inmoral por atreverse a retratar las zonas más oscuras de la realidad, en lugar de dirigir la condena hacia aquellos organismos o instituciones que, precisamente, apagan toda luz de cambio. Quisiera terminar esta columna citando sus primeras líneas, porque siento que de alguna forma expresan muy bien los claroscuros de nuestra existencia retratados en la ficción que merece ser llamada arte:
Una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino. Tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos, como el barro de los barrizales que hay en el camino.
Tanto las novelas de la buena Fantasía como las del buen realismo, qué duda cabe, jamás dejan de mostrar siquiera la promesa de un cielo que pueda contemplarse azul algún día. Quizá el cielo de una historia pueda ser el único azul que muchos conocerán en vida, pero si al menos esta visión se entrega como un legado de felicidad y redención a alguien más, creo que por lo pronto es suficiente. Porque la Fantasía es nuestra Terabithia en la realidad: el consuelo último de las grandes pérdidas humanas, lo que nos permite levantarnos cada día a nuestra cotidianidad sabiendo que nuestro lazo hacia aquello que amamos y que perdimos sobrevivirá eternamente en un puñado de recuerdos y una sola palabra.
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