Hace unos meses, tuve la dicha de ver en el cine la película The First Slam Dunk (2022), basada en la historia del manga Slam Dunk, del gran Takehiko Inoue. Este filme continúa aquel mítico partido que no llegó a adaptarse en su momento al animé de inicios de los 90: el enfrentamiento de Shohoku contra Sannoh, el mejor equipo de la zona.
Como es de suponerse, la película me fascinó por un sinfín de razones. Sin duda, la nostalgia tuvo parte en ello, obviamente. Conocí Slam Dunk cuando estrenaron su animé en Chile, si mal no recuerdo, hacia 1998, en el canal Chilevisión. Como entonces no tenía dinero ni recursos para explorar más en el mundo del manga y el animé, ni amigos que pudieran introducirme más a esa afición, mi mayor vía de acceso a estas historias fue a través de este tipo de emisiones en canales abiertos nacionales, principalmente en la era dorada del clásico bloque infantojuvenil chileno llamado El Club de los Tigritos.
Solo muchísimos años después llegaría a conocer aquel mítico partido de Shohoku que no se adaptó al animé, bajo la forma de la película The First Slam Dunk. Entonces, en una sala de cine de una ciudad muy, muy lejana a aquella en la que nací y donde viví (puras desgracias) hasta el inicio de la veintena, rodeada de muchos millenials desconocidos vestidos con poleras y chaquetas de Shohoku, que gritaron y alentaron y lloraron junto conmigo en los momentos clave, pude al fin cerrar una pequeña etapa que había quedado pendiente de mi adolescencia.
¡Y vaya qué obra para hacerlo!
Por supuesto, el visionado de The First Slum Dunk me hizo repensar y recordar muchas cosas que siempre amé de la historia del animé. Me pareció interesante aprovechar esta sección miscelánea del blog para ahondar en algunos aspectos cruzados entre el animé que vi de joven y la película que vi de adulta, dando pie a reflexiones quizá erráticas que de costumbre sobre la escritura y la vida.
Por supuesto, este texto está plagado de spoilers, tanto del animé como de la película. Igualmente, sus ideas se basan en lo que se quedó conmigo de ambas experiencias narrativas, pues no he vuelto a ver la película desde entonces y solo he revisionado escenas dispersas del animé. No he leído aún el manga. Es posible, por tanto, que se me escape algún detalle canónico relevante, o que incurra en alguna que otra generalidad. Pese a ello, espero que lo que prime del texto sea la reflexión esbozada, más que una fidelidad absoluta a todas las versiones de la historia. Mal que mal, pienso, si alguna escena o desarrollo se me quedó en la memoria de determinada forma, por más inexacta que sea, pues por algo también será.
Slam Dunk es un spokon. Así como lo entiendo, este es un subgénero de manga y animé que narra una historia centrada en la dedicación de sus personajes a un deporte. Así, sus desarrollos personales se ven enmarcados en sus progresos como deportistas, y normalmente siguen la trayectoria desde el noviciado hasta la maestría, o al menos hasta algunas victorias de gran calibre y relevancia en la carrera personal o grupal.
En principio, se podría considerar anómalo que a mí me hayan gustado mucho algunos spokon de niña y joven, como la propia Slam Dunk, o Captain Tsubasa. Nunca he amado el deporte ni a los deportistas. Por mi contexto escolar, el deporte siempre fue para mí un sinónimo de pérdida de tiempo, humillaciones y de gente horrible. Siempre he detestado también el aura intocable que han adquirido algunos deportistas famosos (sobre todo hombres) en deportes normativos como el fútbol, lo que los vuelve fantoches y vulgares y los aparta de aquellos códigos morales que yo identificaba en los personajes de los spokon y que, desde mi distancia de intereses, valoraba enormemente.
He ahí entonces, comprendo ahora, la clave de mi cercanía a estas historias: me ofrecían un relato estilizado de lo que significaba consagrar la vida a un propósito (en este caso, un deporte), y me presentaban un crecimiento orgánico y esforzado, que destacaba por su heroísmo secular.
Así fue también, por cierto, con Slam Dunk. Pero en esta serie siempre hubo algo más para mí, y hoy comprendo también que eso es su maestría narrativa. Slam Dunk es una historia muy bien contada, con personajes entrañables, un gran sentido del humor y del drama, y un despliegue de movimiento animado y dibujado que funciona a su modo como una forma muy particular de transmitir la tensión depurada de un partido de basketball real.
Ahora además comprendo aún otra cosa: que otra de las razones que explican mi filiación a Slam Dunk es la manera en la que he ido repensando estos meses mi propia relación con la escritura como “basketball”, desde el enfoque de esta historia.
Estas serán entonces las notas cuasi comparativas de alguien que se ha leído y releído a sí misma desde algo tan aparentemente ajeno como una historia de deportistas varones juveniles japoneses, y que sin embargo, por su excelsa calidad, puede ser también, según lo miremos, la historia de todos nosotros.
Unos de los aspectos que me parecen más llamativos hoy de la configuración de protagonistas del animé es la presencia de dos personajes caracterizados como indiscutibles talentos en el basketball: el novato Sakuragi, sanguíneo e instintivo, y el experimentado Rukawa, frío y técnico. Ambos representan así dos expresiones casi antagónicas (complementarias, al final) de lo que implica cultivar un don específico, algo que me parece muy valioso frente a las líneas de pensamiento que trazan un perfil casi monolítico de la persona talentosa.
Pero quizá debería detenerme en un paso anterior: el mero hecho de que, en el contexto de Slam Dunk, nadie parezca dudar de la mera existencia del talento y de que este lo porten ciertos personajes que destacan en el ejercicio de su disciplina (en este caso, deportiva).
Al respecto, quisiera comentar mi alivio al ver que, además, nadie en Slam Dunk se enoja o resiente porque Sakuragi y Rukawa sean talentosos y, al menos en el caso del pelirrojo, se identifiquen abiertamente como tales. Por supuesto, Sakuragi sí envidia a Rukawa: al principio porque es el objeto de atención de Haruko, la chica que le gusta y por la que se adentra en el mundo del basketball, pero después también porque comienza a apreciar al joven como un talento, y eso lo abruma. Obviamente, Rukawa está a un nivel técnico superior al de él porque se ha pasado toda la vida jugando, mientras que Sakuragi es un novato. En cualquier caso, esa envidia motiva a nuestro pelirrojo a seguir entrenando y perfeccionarse.
En esta línea, la banca de Shohoku está llena de personajes secundarios, pero todos ellos apoyan a su equipo porque lo importante no es acaparar una atención inmerecida, sino la victoria de sus compañeros y, en última instancia, la propia belleza del basketball. Ninguno de estos personajes de reserva siente el “síndrome del impostor”, en la acepción coloquial en la que se suele usar: saben que, si les toca entrar a la cancha, será solo porque los titulares tengan algún problema, y no se sienten mal por ello. Están cumpliendo un bien mayor por el equipo, y eso es todo. De hecho, aunque tengan un rol menor en la historia, nadie podría discutir la integridad de Kogure o Yasuda toda vez que les toca jugar... O incluso en otros contextos, como el emblemático enfrentamiento en el gimnasio con Hisashi Mitsui en su etapa pandillera junto a sus compinches.
Por otro lado, nadie (salvo el propio Sakuragi, aunque por otras razones) se ofende porque Rukawa sea sumamente apático o indiferente hacia otras personas, incluso hacia sus propios compañeros. No se espera de Rukawa que sea carismático o bueno para los chismes, como se espera de los escritores de género: él es, ante todo (y acaso solo) un jugador de basketball. Que tenga un fanclub es algo completamente ajeno a sus intereses y acciones, e incluso se sugiere que las chicas no lo celebran por creer de verdad que él sea “el mejor”, sino solo por su atractivo físico.
En el caso de Haruko, quien también se siente atraída por sus habilidades, vemos que más adelante tiene un doloroso descubrimiento: un hombre tan entregado como él al basketball no tendría espacio ni tiempo para el amor, ni para el de ella ni para el de nadie (al menos en el contexto de la historia). Pero ni por eso Haruko se desentiende de su apoyo irrestricto a Shohoku. De nuevo, es más importante en ella su amor por el deporte (y sus afectos correspondidos por su hermano y por Sakuragi, quienes tienen una relación menos exclusivista con el basketball) que la posibilidad del amorío con Rukawa.
Este énfasis en el talento como un hecho incuestionable, y además como una suerte de impulso que nunca puede dejar de ejercitarse si se pretende mejorar, me parece fantástico, sobre todo porque a lo largo de mi vida he visto muchos discursos que enarbolan la falaz premisa de que “el talento no existe”, que solo existe el esfuerzo y el trabajo dedicados. Sin embargo, tanto Sakuragi como Rukawa desmontan ese prejuicio, y no solo porque ambos tengan habilidades natas explícitas, sino porque los dos se dedican a cultivarlas de maneras intensísimas.
Rukawa ahora me despierta sospechas autistas por su carácter asocial, su falta de regulación social y su consagración absoluta al basketball (prácticamente, no conocemos nada más relevante de él, salvo este interés). Se sugiere que su modorra cotidiana se originaría en su práctica constante del deporte. En el caso de Sakuragi, vemos que su talento se templa también en el entrenamiento. Elocuente es el episodio en que se enfoca en hacer 20.000 canastas (!), como forma de compensar la falta de habilidad en este tiro que llevó a su equipo a una derrota importante. Algunas de sus arriesgadísimas jugadas en los partidos, que ponen en peligro su propia integridad, también demuestran una dedicación temeraria al basketball.
Creo que ambos personajes, pese a sus diferencias, ilustran con igual nitidez un factor incómodo del talento para quienes niegan su existencia: que el talentoso parece poseer mayor predisposición a entregar su vida a su disciplina, y que es capaz de realizar esfuerzos titánicos en ella, esfuerzos que harían palidecer a personas que apenas sienten un interés normal, de esos que se desvanecen al poco tiempo, o incluso al cabo de unos siete o diez o quince años, cuando no obtienen resultados escalables (por no decir “rentables”).
Como es posible que a mí no crean, respaldo esta visión con las palabras de alguien a quien sí cree todo el mundo: Stephen King. En su estupendo libro Mientras escribo, más testimonio autorial que un manual de consejos de escritura al uso, el autor comenta una anécdota de su hijo Owen. Cuando niño, Owen quedó fascinado ante la interpretación de un saxofonista y quiso emularlo, por lo que los King le compraron el instrumento y le pagaron clases particulares para que aprendiera a tocarlo. Sin embargo, tanto el chico como sus padres entendieron que era hora de dejarlo al cabo de unos meses, pero no porque el niño no hubiese logrado dominar lo básico del saxofón ni porque no fuese constante en sus prácticas. Al contrario, las seguía con rigor. Lo que King notó de esto fue que precisamente ese celo a una práctica justa, limitada, revelaba que Owen no estaba en verdad interesado en convertirse en un saxofonista, porque alguien que ha respondido a la vocación de la música nunca consideraría que bastaría solo con dedicarle una cantidad reglamentaria de horas a la maestría de su instrumento.
El autor de Maine reflexiona, vinculando esta anécdota a la importancia que tiene la lectura en la formación (y mantención) del escritor:
El talento priva de significado al concepto de ensayo. Cuando descubres que estás dotado para algo, lo haces (sea lo que sea) hasta sangrarte los dedos o tener los ojos a punto de caerse de las órbitas. No hace falta que te escuche nadie (o te lea, o te mire), porque siempre te juegas el todo por el todo; porque tú, creador te sientes feliz. Quizá hasta en éxtasis. La regla se aplica a todo: leer y a escribir, tocar un instrumento, jugar a béisbol... Lo que sea.
Mi discrepancia con King en esto es que yo no concibo que el talento sea opuesto al ensayo. La idea de que una persona muy talentosa lo es solo por naturaleza es una tontería, o bien, es verdad apenas en casos tan excepcionales que solo vienen a confirmar la regla. Un talento solo puede completarse en la medida en que se aboca a algo que coincide con nuestro interés de vida, porque entonces nada se parecerá a la dicha de entregarles nuestras horas.
Una obra de arte interesante o valiosa (o, en este caso, una jugada excepcional en un deporte dado) no surge de la nada. Lo que el lector o el espectador no ve es todo el esfuerzo, muchas veces de años o décadas, que ha llevado a esa ejecución que parece tan sencilla cuando se la ve desde la distancia de lo ajeno.
En el caso de la escritura, quizá la situación es aún más fantasmagórica, pues al menos en el deporte se puede ver al aspirante o jugador entrenando físicamente. Vemos, o percibimos, o imaginamos su sudor, sus músculos cansados, su rostro enrojecido. Hanamichi se decanta por la práctica dedicada de un tipo específico de tiro, el cual repite por una cantidad increíble de veces, hasta que su cuerpo se adapta al movimiento.
Pero esto no parece tener un homólogo obvio en la escritura literaria. Nadie nos ve sudar o llorar ante la pantalla o la página (por fortuna, dijéramos). Lo único que pueden hacer los escritores para dar cuenta explícita al público de cuánto se han esforzado escribiendo es insistir a cada momento en que están escribiendo, mostrando para ello fotografías de cuadernos o de las pantallas de sus equipos, su conteo de palabras diarias, sus juntas sociales para escribir en compañía (???), o sus hashtags con los nombres de los proyectos en los que están trabajando.
Esto en sí no tiene nada de malo, pero a mí no me gusta hacerlo de manera tan abierta. Desearía que fuese el lector el que pudiera percibir, por el mero regusto de la prosa o el tacto de una estructura narrativa o un arco de personaje, cuánto trabajo se esconde detrás de cada letra. Cuántas letras han tenido que ser borradas para impulsar aquella otra que sobrevivió a la edición personal. Pero no siempre el lector tiene esta disposición o la facultad para percibir esto. Asumo que escribir un buen párrafo, un buen personaje o una buena historia (o todo junto) y que sean reconocidos como tales no es tan sencillo como apreciar un movimiento vistoso en un deporte, aunque no tengamos muchos conocimientos en este.
Curioso: se alaba masivamente al deportista considerado “virtuoso”, que quizá demuestra su talento y dedicación creando sofisticadas y complejas jugadas, pero cierta gente mira con cierta suspicacia al modelo del escritor que yo creo su equivalente, el estilista. El deleite con las palabras es considerado “pretencioso”, acaso porque el lector que enarbola tal juicio se siente incapaz de compartir esa dicha desde su posición, ya sea porque no entienda lo que está leyendo, no encuentre lo que necesita, no quiera esforzarse algo más que el promedio o simplemente se aburra. Reitero, curioso.
Otro punto de distancia que puedo esbozar entre el deportista y el escritor se relaciona con los espacios de entrenamiento. Sabemos que, tradicionalmente, un deportista se forja con un entrenador y un equipo, en sucesivas sesiones de práctica. ¿Cuál sería el equivalente del escritor? ¿El taller literario, los cursos o posgrados de escritura creativa? Personalmente no lo creo, al menos no de manera transversal a todos los escritores.
A diferencia de ciertos deportes, como el propio basketball, la escritura es un oficio felizmente solitario. Siempre me ha parecido un tanto extraño que se insista tanto en la necesidad de colectivizar de la escritura. Escribir es uno de los grandes actos de goce intelectual y espiritual que se puede realizar a solas. ¿Por qué arruinarlo metiéndole el juicio y las palabras ajenas de otra gente desconocida, hostil o derechamente desagradable?
Por supuesto, hay excepciones. Hay escritores más extrovertidos que sienten los espacios de talleres como una forma más de socialización a partir de una actividad que disfrutan hacer. Hay también escritores que logran encontrar un excelente grupo de compañeros de letras, más o menos afines a sus propias creaciones y personas, y que gracias a esta compañía consiguen avanzar mejor en sus proyectos personales.
Pero no creo que sea el caso para todos. No creo que lo sea para mí, al menos no desde las instancias más convencionales de tallerismo.
Lo que me disuade de estos espacios, en general, se concentra en tres factores: coste, personalidad y enfoque.
Lo primero es obvio: no voy a pagar un taller o un posgrado carísimo (tampoco podría) para que alguien me enseñe algo que ya sé, o para que, enseñándome algo que no sé, abra la posibilidad de arruinar algo que estaba creciendo de manera orgánica en mí, aunque fuese de otra manera o de manera más retardada. Tampoco quiero aprender los entresijos del mercado, porque eso podría condicionar de manera negativa mis palabras, o siquiera hacerme sufrir cada vez que desee escribir algo muy mío, sabiendo que es justo aquello por lo que los editores jamás querrían luchar.
Lo segundo tiene que ver con que soy una persona poco sociable y no me agrada la idea de compartir mis textos en formación con desconocidos. Incluso me cuesta hacerlo con gente a la que aprecio. Por esta razón es que no suelo “betear” (revisar críticamente) textos de mis amigos o compañeros, aunque me conste que escriben bien y/o que escriben Fantasía del perfil que me interesa. Me siento incómoda ante la idea de enjuiciar obras que están en proceso de formación, o de hacer sentir mal a gente que quiero por errores de juicio o apreciación. A lo más, he llegado a esbozar comentarios generales.
Lo tercero se relaciona con el hecho de que escribo Fantasía y eso requiere un tipo de guía y de compañerismo muy particular, que no espero encontrar normalmente. Es muy difícil que un taller o curso de escritura especializado en Fantasía (o en “literatura fantástica”, para finalmente privilegiar el terror y la ciencia ficción) se desmarque de las expectativas comerciales que signan su presencia hoy en día en el ecosistema editorial. Por otro lado, tengo el prejuicio de que es muy difícil que un taller o curso de escritura generalista no destine una pésima experiencia al escritor imaginativo, porque normalmente ningún participante normativo está capacitado para criticar de manera sólida una obra no mimética. Se trata de tradiciones diferentes. Si grandes y rigurosos académicos se vuelven unos completos imbéciles al momento de comentar críticamente la Fantasía, vemos que sucede algo homólogo en escritores talleristas competentes solo en su propia provincia.
Por estas razones, al menos de momento, prefiero prescindir de estos espacios sistematizados y socializados de “entrenamiento” y darle yo sola a la tecla, en la soledad de mi estudio.
Es decir, Hanamichi con las 20.000 canastas… Pero sin las indicaciones del profesor Anzai, ni la compañía de amigos. Sola. Igual a como cuando escribo.
Y es que lo que yo veía con más deslumbre de estos procesos en el personaje no era el triunfo de sus zapatillas y la marca de una nueva etapa, sino su esfuerzo. Y su esfuerzo casi privado, de noche, en el gimnasio. Su devoción y entrega a un propósito. Claro está, su medida cuantificable no es equiparable, como he dicho, a la experiencia de escritura. Yo llevo escribiendo algo más de veinte años, y he escrito muchas novelas (casi todas inéditas; solo he publicado una) y cuentos, cientos de miles de palabras, probablemente (no me he puesto a contarlas, claro, qué estúpido). ¿Significa eso que soy una buena escritora? No. No en sí mismo. Significa que debiera ser una mejor escritora que antes, y a veces tampoco estoy tan segura, sumida en la idealización de mi furor juvenil.
Sí estoy segura de la forma en la que fui mejorando, desde la escritura más atroz hasta algo hasta cierto punto decente, según algunos comentarios lectores. Esos hitos de avance no quedan fijos, pero estoy consciente de que se dieron. Es poco probable que alguien más los vea y los valore, porque nadie me ha acompañado desde mi inicio en el camino de escritura, y hoy en día es difícil que alguien se interese en conocer mis orígenes más públicos como escritora. Pero me tiene que bastar a mí saberlo.
Desde luego, a veces se hace difícil. Alguna gente tiende a hacer muchas proyecciones inexactas en torno a mí, incluso cuando son bienintencionadas.
Por ejemplo, un malentendido con el que me he topado más de una vez refiere a mi propia concepción del talento. Que yo defienda la existencia del talento no significa que yo (ahora) me crea talentosa. Pensé eso cuando era adolescente, que es la etapa quizá más inclinada a ese tipo de juicios desmesurados por nuestra inmadurez natural. Por otro lado, es fácil caer en ese tipo de autoapreciaciones cuando la gente de tu edad que te rodea no parece tener un destino como camino de vida, y ese fue mi caso.
Al respecto, siempre recuerdo con sorna un comentario en el suplemento chileno Revista de Libros, en una nota a propósito del éxito de Christopher Paolini, que decía algo así como “Cuesta imaginar un joven que no piense en la fiesta del fin de semana y se dedique a crear una obra épica…”. Y yo como… ¿qué? ¿En serio?
Pero claro: yo siempre tendí a ser una adolescente invisible o desagradable. Pienso ahora que mi yo de entonces era como encontrarte repentinamente con una araña pequeña e inofensiva en tu cama: no te pasará nada malo; la araña no podría ni querría dañarte. Solo está asustada y quizá enojada porque has venido a molestarla con tu vida y tus cosas. Pero obviamente preferirías que no estuviera ahí, o incluso que ese tipo de criaturas derechamente no existiera. Entonces tratas de matarla, o de lanzarla a alguna otra parte.
En el fondo, Paolini, un ñoño de toda la vida, se volvió un caso de estudio y comentario en una revista normativa de cultura solo porque, como gringo, fue exitoso con Eragon. Esa es la única forma de hacerse visible ante los ojos de mucha gente, sea en el arte o en cualquier otra dimensión de la existencia humana. Entonces la araña se vuelve otra cosa: quizá sigue siendo un insecto, pero al menos es más aceptable, como una mariposa, o más sofisticado, como una libélula.
Como sea, en cuanto a mi relación y “pericia” con la literatura, hoy creo que soy apenas, una persona que se esfuerza mucho (que debería esforzarse más), con ambiguos resultados, y sin hablar demasiado de ello con casi nadie porque casi nadie escucha o entiende de estas cosas. Y porque, también, a veces es mejor regalar lo mejor de nuestra vida al silencio.
Incluso si yo me creyese o fuese talentosa (ahora), se debería entender que no considero que eso tenga que entenderse como una “amenaza” o “agresión” a los demás. Ya tengo suficiente con mis propios problemas e inseguridades, como escritora y como ser humano, como para hacerme cargo de las insidias de escritores/as que no me conocen en profundidad. Cada escritor tiene su propio camino, sus propias filiaciones, sus propios compañeros de ruta.
He comentado en otras partes que, en realidad, me parece que la maravilla del talento ajeno es que puedes disfrutar de sus obras como un receptor, con toda la novedad y sensación de hallazgo primigenio que esto supone. Como creador, uno tiene otro tipo de goces, sospecho. Incluso como creador “no talentoso”, por otro lado, está la importante verdad que solo tú puedes contar tu historia, la historia que te interesa. Alguien más podría hacerla mejor que tú con los mismos mimbres, claro, pero ya no sería tuya.
Por otro lado, es hermoso poder encontrar en una historia ajena, de la misma patria que la tuya y quizá incluso de mejor hechura, una nueva inspiración para continuar. ¿De dónde sino acaso nos vino el impulso de escribir? Pues de historias ajenas que resonaron con nosotros, que nos hicieron decirnos: “Esto es bellísimo e importante. Esto es lo que quiero hacer. Esto es lo que quiero hacer con mi vida”.
De ahí que a veces me frustre tanto el modelo de escritor que no lee por decisión personal. ¿De qué se nutre entonces? Podrá disfrutar quizá historias en otros medios, pero ¿cómo podría seguir puliendo sus palabras si no lee otras historias literarias que le muestren nuevas posibilidades para el lenguaje?
Acaso esa sea de mis facetas más colectivistas en la escritura: mi comunidad es la de los escritores que he leído, vivos o muertos (más de estos últimos, claro), escritores que con sus palabras, a veces tan distintas a las mías, o tan como deberían ser las mías si lograra trabajarlas según mi deseo, me han llenado los ojos de lágrimas y el corazón de fuego. Y que me lo siguen llenando: “Esto es lo que quiero seguir haciendo. Si he perdido el rumbo, aquí están las huellas”.
Entonces, salvando los impulsos naturales y vergonzosos de la envidia, que todos sentimos de cuando en cuando, y que debiéramos esforzarnos en combatir, creo que en última instancia el talento ajeno también es valioso para nosotros, e incluso disfrutable.
Como debe serlo tanto para el público de los partidos de Shohoku como para su propia banca.
Y bien, ¿cómo se puede vincular la temática del talento del animé original con el planteamiento de The First Slam Dunk?
Creo que una de las jugadas maestras de la película es cambiar el foco protagónico a Ryota Miyagi, ese otro carismático jugador de Shohoku a quien asociábamos a una actitud relajada y, en el más tenso de los casos, a su insigne enfrentamiento pandillesco con el redimido Mitsui.
Habiendo desplazado el enfoque entonces del talentoso y temperamental Sakuragi, tenemos un trasfondo nuevo e interesantísimo a partir del cual explorar otro modelo de deportista.
Miyagi también es talentoso, y de la misma manera lo vemos en sucesivas escenas de entrenamiento. Pero, como es de esperarse, una película de larga duración de estas características no podía ser en sí misma solo un partido o un entrenamiento continuado de basketball como tales: para apreciar el relampagueo del movimiento, necesitamos el contraste de la quietud.
En otras palabras, vemos esa otra lucha que vive todo talento, fuera de su disciplina de especialización, en su vida cotidiana.
En ese marco vemos que, en realidad, se presentan dos partidos entrelazados: el concreto y literal, que juega el equipo de Shohoku contra el de Sannoh, y el sugerido y metafórico, que juega el propio Miyagi, y acaso su propia familia, contra los vaivenes de la existencia.
Y es que una contienda deportiva tiene todos sus elementos constitutivos explícitos: sus reglas, sus participantes, su franja de tiempo acotado. Pero la vida es claramente mucho más difusa en todo eso. Y sin embargo ambos tienen en común la necesidad de resistencia, esfuerzo y entrega para salir adelante. Se es un héroe en ambos frentes, de maneras distintas y complementarias.
La relación de Miyagi con el basketball es mucho menos superficial que la de Sakuragi (al menos la inicial). Ya la primera escena de la película nos muestra que este vínculo se crea a partir del entrenamiento junto a su hermano mayor, Sota Miyagi, un destacado jugador adolescente al que Ryota admira. Sota no solo es un deportista promisorio, sino también el pilar de los Miyagi tras la muerte del padre. Su propia muerte en un accidente reconfigura el sentido del basketball tanto para Ryota como para su madre. El niño, obsesionado por recuperar y reencarnar él mismo el espíritu del hermano perdido, intenta superarse a sí mismo en el juego, con inciertos resultados. La joven madre, profundamente herida, prefiere en cambio desterrar el basketball de su vida y la del hijo que le queda, porque esta dedicación está atada en ella a Sota.
Es decir, se trata de dos formas antagónicas de lidiar con un dolor compartido, lo que se vuelve en un gran motivo de conflicto entre madre e hijo.
(Quisiera apuntar al margen una anécdota curiosa que sucedió en mi sesión en el cine. En la escena en la que la madre discutía crudamente con Ryota y le arrebata con brusquedad las pertenencias de Sota, se oyó la voz de un niño espectador que preguntó, seguramente a su adulto acompañante, “¿Por qué la mamá es tan mala con él?”.
Me pareció una pregunta fascinante. En ocasiones nos damos muchas vueltas para tratar de trazar una línea divisoria entre la apreciación infantil y adulta de algunas historias. Con gran torpeza, como he comentado varias veces antes, esta franja se suele identificar en el tratamiento ramplón del sexo y la violencia. Una historia bien contada como The First Slam Dunk nos muestra otra forma, muchísimo más elegante, de dar cuenta de ello.
Como el pequeño Ryota, aquel niño debió haber contemplado con estupor la crueldad aparentemente inexplicable de la madre. ¿Por qué lo trata así, si ya ha perdido un hijo? ¿No debería acercarse más a él? ¿Y por qué no deja que Ryota use las cosas de su hermano? ¿No sería esa una forma de honrar su recuerdo? Y sí, claro.
Lo que se escapa de una mente más infantil respecto a esta escena, aventuro, es el particular regusto del dolor. Una madre ha perdido a su primogénito y ve que su hijo pequeño busca inútilmente calzarse sus zapatillas, reabriendo otra vez la herida. Por supuesto que es un episodio que podría mover a la desesperación adulta, porque el adulto entiende que el dolor más intenso es capaz de arrasar con todas las certezas, responsabilidades y afectos. Los adultos sabemos que, bajo las capas acumuladas de nuestros años y experiencias, seguimos tan desamparados ante el sufrimiento y la muerte como cuando nacimos, y que normalmente tratamos de llevarlo lo mejor que podemos, disimulando la desesperanza o moviendo a una esperanza en otros, los pequeños, aunque nosotros no creamos ya en ella.
Pero eso los niños no lo saben, o no lo asumen. Y, para cuando lo hagan, ya no serán niños).
El desarrollo del niño y adolescente Ryota como basketballista es también el desarrollo de su duelo a partir de la individuación: para crecer como jugador, no puede ser ya solo la sombra de Sota, lo que podríamos identificar también aquí como una reiteración automatizada de un modelo específico e irrepetible de jugador talentoso. Ryota tiene que asumir esa pérdida para poder optar a verdadera victoria, que es su propia redención ante la culpa de haber tenido un agresivo encuentro final con su hermano antes de que este muriera.
Vemos entonces, en la línea del pasado de Ryota, los orígenes y primeros pasos de este conflicto. Y en la línea del presente, vemos de qué manera estos se subliman en sus jugadas contra Sannoh, junto al resto de los movimientos de sus aliados y contrincantes. Todo esto aparece ante el espectador entrelazado de una manera magnífica, con un sentido espectacular del ritmo.
Las escenas del pasado están estupendamente bien narradas desde los silencios y sutilezas, como si fuesen viñetas de un cuento, con una mesura que aprovecha cada episodio para recargarlo de sentido sin saturar su expresión.
Ejemplo de ello es el desarrollo tangencial del duelo en los personajes femeninos de la familia Miyagi, la madre y la hermana. Como spokon masculino, Slam Dunk nunca fue demasiado pródigo en la exploración interior de sus escasas mujeres. Pero, en este caso, esa aparente falta de pantalla se compensa con creces con las pinceladas que se entregan al espectador. Ni la madre ni la hermana juegan al baskeball como Ryota, pero libran igualmente sus propios partidos a lo largo de los años. La hermana pasa de negar a otros en su infancia la pérdida de Sota, quien ella proclama encontrarse apenas “de viaje”, a hablar con ligereza del aniversario de su muerte cuando ya es adolescente, en la celebración del cumpleaños (alguna vez compartido) de Ryota. ¿Cómo habrá sido el paso entre aquella negación y esta aceptación? La historia no nos lo cuenta, y está bien.
Respecto a la madre, también apreciamos un cambio significativo entre aquella mujer consumida por el dolor a aquella que poco a poco comienza a apoyar más y más a Ryota en la consecución de sus sueños. Para mí fue increíblemente emotivo cuando se la mostró en las gradas del partido contra Sannoh, contemplando en silencio el juego de su hijo desde las sombras. Nada de despliegues excesivos de afecto, ni de discursos explícitos sobre una maternidad quebrada y sus reconciliaciones filiales: las acciones definen a este personaje, y nunca vemos más su propia redención como madre cuando la vemos allí y entendemos de refilón todo lo que debe haber trabajado por dentro para animarse a ver a su hijo, a Ryota y no ya a Sota, en el partido. La parquedad de su conversación final con el joven en la playa no hace sino remarcar de manera metafórica este crecimiento: Ryota ha crecido durante este partido, tanto física como interiormente. Y, mejor aún, ella por fin puede verlo. Como espectadores, no necesitamos más.
El partido contra Sannoh, así, no solo se presenta y desarrolla ya como un hito para Shohoku como equipo. Recordemos, de hecho, que Shohoku vence al equipo más fuerte de la zona, pero que el debilitado estado en que quedan sus integrantes les pasa la cuenta y terminan perdiendo en el siguiente partido del campeonato. Una victoria pírrica, de las que tanto abundan en la vida y no tanto, quizá, en las historias.
Desde el enfoque protagónico de Sakuragi en la historia original, esta victoria es ante todo un hito deportivo para el pelirrojo: supone la culminación de su inicio en el basketball, lo enlaza (al menos en términos cooperativos) a su rival Rukawa, y además le crea una lesión en la espalda que lo fuerza a detener su incipiente carrera, pero de la que espera recuperarse.
Pero, en el caso del protagonismo de Ryota, la victoria contra Sannoh, en mi lectura, es la culminación concreta e indirecta de su duelo personal y familiar. Se ha vuelto un jugador de basketball valioso por su propio mérito, tanto ante sí mismo como ante su madre.
***
Creo que ese es uno de los sentidos más bellos para mí de este tipo de historias deportivas, de Slam Dunk en general y de esta película en particular: que nuestra disciplina de especialización nos permite un entendimiento y una expresión mucho más tangibles de las experiencias de vida, como si las glosaran desde una metáfora al fin hecha materia.
Es algo en lo que he pensado también ante mis propias “victorias” literarias de este año: mis tres publicaciones tradicionales, en tres países distintos. ¿Habrá alguna sombra pírrica en ellas? No lo sé. Quizá tampoco importe: la vida es incierta, esto también pasará, etcétera. Pensar en eso es tan vano como creer que me las “merezco”, como algunas personas bienintencionadas me han comentado, acaso más por cariño que por racionalidad.
Un aprendizaje personal profundo e intransferible de este 2023 es que, en realidad, al menos en este tipo de asuntos, nadie merece nada.
Termino este texto con una de mis escenas favoritas de la película, muy marginal, protagonizada por Eiji Sawakita, el talento de Sannoh. En un recuerdo, se nos muestra al personaje rezando. Está tranquilo. Sabe que es el mejor y que su equipo es el más fuerte. Está en un contexto de absoluta victoria y supremacía. Pero claro, normalmente es más sencillo pedir por lo que no tenemos, o por lo que está mal. Así que él pide que se le enseñe lo que aún no ha aprendido y que, por ende, aún no alcanza a entrever.
Entonces volvemos al presente, a la sorpresiva derrota de Sannoh. Porque eso es lo que el talentoso Sawakita tenía que aprender: a vivir la derrota y a alzarse de ella.
Entonces el joven se echa a llorar, vencido y redimido a la vez por aquello a lo que le debe su talento, su gloria y su dedicación entera.
Y es maravilloso.
***
Siempre me he considerado una underdog, en la escritura y en la vida. No creo que eso vaya a cambiar mucho en lo literario, sobre todo viendo las directrices actuales y futuras de su campo cultural. Tampoco quisiera que cambiara demasiado, en realidad; me asusta. Pero la vida es incierta: esto también podría pasar.
Y, si pasara, quisiera seguir recordando a Sawakita y su plegaria.
Enséñame lo que aún no he aprendido.
- 12/26/2023
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