Post mortem: yo, autora de LIJ
12/26/2022"The Magician's Apprentice", por Alicechan |
Introducción
Un post mortem es una herramienta de análisis retrospectivo que se hace al final de un proyecto o proceso de desarrollo, o cualquier otra actividad creativa.
En un post mortem intentamos entender qué ha fallado o qué ha ido mal en el desarrollo de un proyecto para poder aprender de nuestros errores y pulir los procesos dentro de un equipo o compañía.
El concepto de post mortem lo conocí principalmente a partir del desarrollo de videojuegos, pero me pareció interesante simplificarlo y adaptarlo aquí a un proceso que he estado abordando de manera introspectiva en relación con mi identidad como autora de literatura infantil y juvenil.
Por supuesto, al tratarse la literatura de un ejercicio normalmente mucho más etéreo que el trabajo formal en industrias creativas, quizá estas reflexiones no contribuyan finalmente a “aprender de mis errores y pulir mis procesos”. Concedo que podrían incluso leerse como descargos o desquites personales ante lo que me parecieron gestos injustos. Ahora, aunque no lo parezca al principio, no todo ha de ser queja: su mera redacción sí me ha ayudado a entenderme mejor como escritora, y me ha reorientado algunos propósitos y esperanzas que he consignado en la última parte de este texto.
Comparto aquí este trabajo introspectivo de manera pública, por si a alguien le puede ser de utilidad en sus propios procesos en el ingrato mundo exterior de la publicación.
Yo, autora de Fantasía
Cuando yo decidí que mi destino era ser escritora, obviamente no pensé en las categorías de literatura adulta o infantojuvenil. Y no solo porque entonces no las tuviera teórica o comercialmente presentes, sino porque no era relevantes en sí mismas.
Yo iba a ser una escritora de fantasía.
Como comencé a escribir fantasía entrando a la adolescencia, a los catorce años, los protagonistas de mi Obra Mayor comenzaban la historia siendo niños, y la terminarían siendo adultos jóvenes, veinteañeros. Como amante de los JRPGs, consideraba que buena parte de las aventuras importantes que podían vivirse en una historia imaginativa se concentraban en la infancia y juventud. Me parece que en la novela El rey de Katorén el narrador comenta algo como que a los diecisiete años era la edad en la que se derrotaban dragones, salvaban princesas y otros cometidos afines del héroe tradicional. Siempre amé esa idea.
Me resulta curioso revisar estos preceptos ahora que soy adulta. Personajes adolescentes o juveniles de ficciones de fantasía que conocí entonces ahora me parecen mucho más comprensibles. Es como el fenómeno de releer a Shinji Ikari, de Evangelion: el crío era insoportable, sí, pero ahora siento mucha más compasión y simpatía por él porque era un niño enfrentado a situaciones extremas que solo ahora, desde la adultez, comprendo en toda la magnanimidad de su horror.
De la misma forma, he llegado a comprender mejor mi propia adolescencia. Ahora supongo que otra razón por la que pretendía terminar mi historia más importante con mis personajes en su veintena era porque no creía que yo fuese a tener un futuro. No sabía qué me deparaba la vida después del colegio; el mundo adulto me parecía increíblemente hostil y lejano a todo lo que yo era (y así terminó siendo, aunque con luminosos matices).
Por razones que no vale la pena explicar por aquí, tenía muchas ideaciones suicidas. Creía que mi vida debía acabar en algún punto de mi juventud antes de experimentar los horrores que mi incipiente madurez me iba descubriendo. Esto, por cierto, no tenía nada que ver con que mi infancia hubiera sido una era dorada corrompida por el crecimiento. Por el contrario, mi infancia fue muy desdichada y solitaria, y la adolescencia se me hizo extremadamente dolorosa. Sin embargo, las historias que amaban habían mitologizado ambas etapas de vida, y lo mismo hice yo con lo que alcancé a escribir entonces de Obra Mayor. En ella, en mis niños, igualmente habría mucho dolor, pero también algo más, algo que el mundo real no había querido o podido entregarme: esperanza y redención. De alguna forma, esta esperanza y esta redención traspasaron las páginas y me ayudaron a sobrevivir estos duros años.
Hoy en día, en medio de un proceso personal importante, me he encontrado remitologizando mi infancia y mi juventud. En consecuencia, también he estado repensando, una vez, mi Fantasía: la que escribo, la que leo, mis concepciones mismas sobre ella.
Lo que extraje del más reciente de estos hitos personales es que hoy ya no creo que la vida esté contenida solo en la infancia y la adolescencia, o que todas las cosas importantes solo puedan vivirse en ellas. Comprendo que las experiencias formativas ya pasaron, pero eso no significa que no vaya a poder vivir otras nuevas que marquen profundamente. Como adulta, soy una persona muy distinta a como era de adolescente y niña, y más distinta aún de lo que pensé entonces que podría ser una versión adulta mía. Incluso —y esto es de lo más curioso— soy muy distinta a la versión adulta que era nada más hace unos diez años.
La constante de todas estas etapas vitales es, por supuesto, la Fantasía. Mi relación y entendimiento de ella ha cambiado también en cada etapa, claro, y creo que han sido cambios positivos y enriquecedores para mi vida. También he cambiado como escritora; desearía poder decir que este cambio puede leerse como una mejora, pero quién sabe. Pero de lo que sí estoy segura es de que mucho de este peregrinaje de los últimos años ha pasado por abandonar diversas creencias que alguna vez creí importantes en mi equipaje y que, a la postre, terminaron por ser apenas lastres que ralentizaron mi avance y amargaron mi camino.
Una de estas creencias ha sido la concepción sobre literatura infantil y juvenil que adopté entre los veinticinco años hasta el inicio de mi treintena.
Yo, escritora e investigadora de LIJ
Por entonces, recién egresada de Letras Hispánicas, aún estaba prendida de algunos vicios del medio, aunque en paralelo estuviera también reconstruyendo mi interrumpida relación con la Fantasía. En esos años llegué a anidar una creencia muy dañina, y hasta estúpida: que la literatura infantil y juvenil podría ser mi vía normativa, en lo académico y lo editorial, para trabajar con la Fantasía.
En principio, no parece algo ni dañino ni estúpido. Existe un nexo histórico entre LIJ y Fantasía, y ciertamente era y es interesante estudiar y pensar de qué manera los moldes etarios de la LIJ, en sus límites y horizontes temáticos, estilísticos e ideológicos, enmarcan de manera particular la materia de la Fantasía. Así que a eso me dediqué en esos años, aprendiendo mucho en el proceso.
Sin embargo, también me topé con un escollo que no había considerado en su seriedad: el desprecio local a la Fantasía no se detenía en la literatura infantil y juvenil, y se veía potenciado por la notable ignorancia de profesionales asociados a este campo, incluso en el caso de “expertos”. Tal parecía ser que, aun cuando cotidianamente sí se asociaba la maravilla a las narraciones infantojuveniles, su posición en el ámbito de su estudio y publicación seguía siendo paupérrima.
Increíblemente, en este contexto me fue mejor como investigadora. Publiqué unas cuantas columnas (sin pago) en una revista digital muy reconocida en el área que fueron muy leídas en su momento. Logré igualmente participar de algunas iniciativas académicas especializadas en literatura infantil y juvenil, y en general tuve una buena experiencia en ellas. En algunas en particular logré suscitar un interés que hoy consideraría orgánico por las poéticas de la literatura de Fantasía, lo que llegó a su punto cúlmine con la publicación de un trabajo de mi autoría titulado "Trascendiendo el imaginario latinoamericano: la Fantasía en la Saga de los Confines de Liliana Bodoc" en el libro Literatura para infancia, adolescencia y juventud: reflexiones desde los estudios literarios (Editorial Universitaria, 2016).
Así, el estigma de ser un bicho raro, ahora por mi “pintoresco” objeto de estudio, me siguió acompañando, pero al menos obtuve resultados y aprendizajes tangibles de este camino.
Donde me fue bastante mal fue en el campo editorial. Fue en estos años cuando descubrí con sorpresa que el mundo de la LIJ local parecía bastante cuico (de clase alta), centralizado (Región Metropolitana, sobre todo en comunas cuicas) y hasta sectario en ocasiones.
Las dos primeras características quizá no sean en sí mismas perversas, claro, sino consecuencias del propio armazón sociocultural de Chile. Pero su derivación a la tercera característica sí podría llegar a ser pernicioso respecto a la variedad del corpus infantojuvenil, pues resulta que los mismos nombres van circulando en el mismo tipo de espacios, y muchos de los autores publicados en editoriales que controlan los planes lectores son personas de buena situación económica que gozan de una posición privilegiada para hablarle desde sus sesgos a todo tipo de niños. No digo que autores de otros estratos socioeconómicos no vayan a transmitir igualmente sus sesgos en sus obras, pues eso forma parte de nuestra naturaleza humana. Pero sí que al menos esta variedad ideológica me parecería interesante, cuando no necesaria.
Análisis sociológicos aparte, creo que no fue extraño que mis intentos por conseguir mayor difusión o siquiera atención en este campo hayan sido mayormente infructuosos. Desde luego, hubo gente que sí me apoyó y que se interesó sinceramente por mis historias y mi perfil como escritora. Pero fueron poquitas, y su ayuda contingente no pudo remontar la sensación constante de desprecio o indiferencia que sentía brotar de todas partes. Al final, terminé apartándome de muchas de ellas, por diversas razones, y todas ellas se olvidaron de mí.
En realidad, ya venía bastante abollada luego de la mala experiencia de publicación de La niña que salió en busca del mar (2013), mi primera obra liberada al público y cuya existencia editorial fue tan ardua que casi acabó conmigo.
Entre las penurias que mi historia y yo vivimos, se cuentan las siguientes: extravío de ejemplares enviados para reseña sin siquiera pedir disculpas de parte de los responsables (sé que esto suele ocurrir, pero yo entregué parte de los pocos que me había cedido la editorial, así que cada libro contaba; incluso hice envíos internacionales que yo misma pagué); boicot del único lanzamiento que pude hacer en mi tierra natal de parte de 1) un autor de una editorial independiente de género de la zona, que se dedicó a hacer preguntas insidiosas y despectivas desde el público para tratar de dejarme en ridículo, y 2) la propia presentadora del libro, también afiliada a esa editorial, que llegó a decir despectivamente en la misma presentación que con el tiempo yo dejaría de interesarme por la Fantasía (?) [Un saludo irónico desde esta entrada, a casi diez años de esa presentación y de este mismo blog: sigo y seguiré con, en y desde la Fantasía]; el comentario de un librero que, ante mi pregunta de cómo podía donar libros (tenía la intención de ceder uno de los de mi novela, claro), me respondió que ellos no aceptaban ¡basura!
En fin. Lo pasé pésimo. Supongo que esto habría bastado para apartar a otros de la intención de publicar, o aun de seguir escribiendo, pero esto era/es mi destino; la vida ya me había apaleado lo suficiente como para desfallecer del todo ante todas estas amarguras. Hoy creo que, paradójicamente, haber tenido una infancia y adolescencia horribles me habían acostumbrado a la miseria, así que recibí estos azotes con mucho dolor y rabia, pero seguí aquí, porque había normalizado estar mal.
Desde un lado más propositivo, mi terquedad natural y la energía y esperanzas que pese a todo aún conservaba me movieron a seguir buscando editoriales nacionales que pudieran tratar mejor mis historias.
No hice muchos envíos de manuscritos, así que no es como si tuviera una pila gigantesca de rechazos como otros escritores, pero las respuestas, cuando las hubo, fueron muy elocuentes.
Quisiera comentar a continuación algunas experiencias decidoras y las ideas que se podrían extraer de ellas, para posteriormente criticarlas y reflexionar a partir de ellas y de lo que he aprendido en este tiempo.
Yo, intentando ser una autora de LIJ
1. "Si vas a escribir literatura infantil, escribe lo que le interesa a los niños"
En una oportunidad, al tantear el valor de una historia con una agencia editorial nacional, obtuve un juicio extrañísimo, que podría sintetizarse en la conocida cita de Los Simpson “¿Alguien quiere pensar en los niños?". De manera extendida, el comentario que me compartieron fue que la historia parecía estar muy centrada en una óptica adulta y que no consideraba los intereses potenciales de los niños, centrados en las aventuras (comentario sin fuentes de ningún tipo, por cierto). Me dijeron también que, por lo visto, había deseado emular ¡a El Principito!, pero que el experimento no había salido bien (esto con otras palabras, claro).
Quedémonos con esta idea:
Si quieres escribir “buena” LIJ (esto es, lo suficientemente buena como para que alguien quisiera publicarla), tienes que hacerlo desde los supuestos intereses infantiles. A esto parece subyacer la idea de que a los niños no les interesaría una historia emotiva con visos metaficcionales sobre el valor de la imaginación, sino solo la aventura concreta y sencilla. Y que, por otro lado, a un lector más grande o derechamente adulto, que en teoría podría estar más interesado en este tipo de aproximaciones, no le interesarían las formas más básicas de una novela infantil.
2. “Una nueva Marcela Paz”
Años más tarde, hablaría con una ex editora LIJ para tratar de entender qué buscaban en los manuscritos que querían publicar. Me respondió, literalmente, “una nueva Marcela Paz”. (Para los lectores extranjeros, Marcela Paz fue una escritora canónica de LIJ, de clase alta, autora de la serie Papelucho, que murió en 1985).
Quedémonos con esta idea:
Lo que quieren algunas editoriales o editores no es a autores únicos en su individualidad poética que puedan ir creciendo como escritores en el tiempo, sino a autores capaces de emular rápidamente el éxito comercial y cultural de importantes referentes antiguos.
3. “Esto es muy duro para los niños”
También envié hace unos años un manuscrito de cuentos a otra editorial infantojuvenil con gran incidencia en planes lectores. Entre otras cosas, me respondieron que a los relatos les faltaba desarrollo, pero no explicaron cómo o por qué. Dentro de todo, esto fue un juicio razonable, y quizá uno de los pocos derechamente literarios que he recibido en estas peregrinaciones editoriales.
Lo que me llamó la atención fue que, respecto a un cuento en particular, se me dijo que narraba una situación demasiado dura para un niño, que quedaba abandonado luego de la muerte de su abuelo.
¿Cuántos niños hay hoy en día que quedan huérfanos porque sus únicos cuidadores fallecen? ¿Cuántos de ellos acceden a historias que puedan retratar, con mayor o menor arte, una experiencia como esta? ¿Y cuántas de esas historias —que quizá sí se publiquen en otras editoriales— usarían la Fantasía para darles una esperanza de reencuentro con aquel ser querido tan extrañado?
Quedémonos con esta idea:
Los niños no sufren vivencias personales difíciles, o bien, no deberían encontrar reflejos de estas en las historias, acaso porque ellas debían ser verdaderamente escapistas o derechamente educativas, entre otras propiedades afines. Y no importa cuánta esperanza subraye la Fantasía: se impondrá siempre, ante los ojos endurecidos del adulto, la oscuridad del contexto.
Una vez envié un proyecto de manuscrito infantil a unos fondos concursables. Procuro guardarme del escrutinio obras que son muy íntimas para mí, como la que envié, pero necesitaba el dinero y decidí presentarla, probando mi suerte (una vez lo había ganado). Craso error, por supuesto, porque en lugar de recibir financiamiento solo obtuvo rechazo.
La novela trataba de cierto protagonista “raro”, soñador y solitario, que queda prendido por una historia en particular y se propone modelar su vida en función de ella. Casi una autobiografía, podríamos decir.
Los capítulos que mostré correspondían a la presentación del contexto de vida inicial del protagonista, en el que el sufría la violencia y el desprecio de sus familiares y de su comunidad, y luego el descubrimiento de la historia y su posterior viaje fuera de aquel nocivo entorno. También presenté un plan de trabajo que revelaba los hitos de la travesía de este personaje y su amistad con otro, a quien se le parecía, y que se volvía en un amigo entrañable.
La retroalimentación que recibí también fue, principalmente, en la línea moral: ¿por qué no podía ser mi protagonista amigo de los demás?
Quedémonos con esta idea:
Para algunos especialistas en LIJ, parece muy natural esperar que deseemos ser amigos de quienes nos maltratan y humillan, y muy sano entregarle a los niños una historia sobre alguien que tendría que renunciar a su identidad personal para calzar con las expectativas de los demás y obtener su validación. Y las historias que ellos estarían dispuestos a validar estarían enrieladas con esta particular ideología, que aquí podríamos caracterizar, de manera generosa, “conformista”, o, de manera más radical, “monolítica”.
5. “No sé vender Fantasía”
Esta es la experiencia editorial más extraña, si cabe. Una editorial independiente chilena me había aceptado un manuscrito de cuentos de Fantasía. Sin embargo, el proceso de trabajo con la obra se fue dilatando en el tiempo, y en esos años la editora le fue poniendo diversos obstáculos que culminaron con el abandono del proyecto de publicación del libro.
Primero, me solicitó que le escribiera ¡un ensayo! para justificar la presentación del manuscrito a los Fondos de Cultura de Chile, pues al parecer la editorial no contaría con recursos propios para publicar mi obra, y que fuera de Fantasía complicaba las cosas.
Quedémonos con esta idea:
La Fantasía no puede justificar su propio valor en sí misma; debe contar con un texto de glosa que explicite por qué vale la pena leerla, financiarla y publicarla.
Luego de mucho tiempo sin saber qué había pasado finalmente con el dictamen del Gobierno, le pregunté a la editora qué había ocurrido. Me dijo que la editorial había decidido no presentar mi manuscrito a los Fondos de Cultura porque el perfil de mi obra era muy diferente al de los otros manuscritos que querían publicar desde el sello. Esto me pareció increíblemente decepcionante, pues mi obra había estado en cola por mucho tiempo para poder optar a este beneficio, y fue reemplazada por otras más recientes solo porque debían ser más atractivas desde un punto de vista estético (normativo). Seguramente, a ninguno de esos autores debía haberles pedido un ensayo de justificación.
Quedémonos ahora con esta otra idea:
La Fantasía no calza bien con otras propuestas literarias infantojuveniles de perfil normativo, por lo que se la debe marginar.
La editora me “liberó” de mis ataduras de palabra con la editorial, pues ni contrato había llegado a firmar. Con todo, las conversaciones me parecieron un tanto ambiguas, o así terminaron siendo para mí debido a mi impericia verbal, pues fueron por teléfono y yo me pongo muy nerviosa cuando me comunico por este medio. Al final, creí entender que aun así la editora buscaría los medios para ver si podía publicar la obra.
Volvió a pasar mucho tiempo. Cuando ya había asumido que todo había quedado en nada, la editora me escribió para contarme que finalmente no publicarían la obra porque (ojo a esto) ¡era de Fantasía, y no sabía cómo vender una obra así! Me pareció una respuesta insólita. La editorial había publicado obras afines a la Fantasía, y de hecho ahora mismo lo sigue haciendo.
Nada parecía tener lógica. Pero, incluso si lo tuviese y yo no pudiera entenderlo, ¿no habría sido esta una conclusión que hubiera emergido al momento de leer por primera vez mi manuscrito, y no dos años después, tras pedirme hasta un ensayo para justificar su valor?
Debo consignar aquí que la editora se ofreció a enviarme el trabajo de edición que había alcanzado a realizar con mi obra, pero no me interesó. No tiene sentido para mí incluir las correcciones de un editor que no quiso comprometerse con la publicación de la obra. Además, ¿qué valor real tendrían estas observaciones para mejorar el manuscrito si no habían valorado el sustrato de Fantasía de la obra?
Hubiera deseado agradecerle protocolarmente a la editora este ofrecimiento, pero para entonces yo estaba batallando con una depresión y el desenlace de todo esto me generó ideas suicidas. Preferí ignorar su último correo, a riesgo de quedar como maleducada (¡cuánto importan las convenciones sociales!) y concentrarme en mi salud mental.
Ahora creo que quizá otras cosas influyeron en este abandono editorial, pero una mente ansiosa da para muchos horrores, así que lo dejaré hasta aquí.
Con todo, quedémonos con esta última idea:
La Fantasía no es reconocida en su valor literario; tiene que constantemente justificarse a sí misma y, al momento de soltar los dineros y el apoyo, se tenderá a favorecer otro tipo de literatura.
Yo, Fantasista (otra vez: siempre)
El patético registro anterior, contrario a lo que se podría esperar, no es solo una queja ante el cruel mundo editorial. Reconozco que mis manuscritos presentados entonces podrían ser perfectamente obras mediocres o incluso malas, así sin más. Pero las razones que en general se me esgrimieron para rechazarlas no fueron de índole literaria, sino más bien centradas en las expectativas del mercado. De hecho, en varias ocasiones me dijeron que mis historias estaban “bien escritas, pero…”. Y ahí, tras ese pero, se desplegaban muchas razones extraliterarias.
Se entiende, por supuesto, pero no deja de ser desagradable y —esto es clave— refutable desde lo que siempre debería primar en el corazón de todo escritor que se precie de serlo, al margen de los mercados de turno: la escritura misma.
Mientras ordenaba estos apuntes, recordé la existencia de un valioso ensayo del escritor C.S. Lewis sobre tres formas de escribir para niños, que publiqué en este mismo blog en su versión oficial en español. Siempre es reconfortante descubrir o recordar que nuestros maestros Fantasistas escribieron hace décadas (¿siglos?) justo las palabras que necesitamos leer en nuestro presente, de una forma depurada que nosotros, como Fantasistas aprendices, aún no logramos alcanzar.
A la luz entonces de sus sabias palabras, he llegado a esbozar las siguientes reflexiones.
En realidad, crear una idea general de lo que disfrutan los niños y encorsetar la propia escritura para que vaya a tono con ello me parece una forma muy particular de condescendencia, similar a la creencia adultista de “nosotros (adultos) sabemos lo que es bueno para ti (niño)”. Aunque esta sentencia a veces sea cierta, claro, probablemente coarte más de lo esperado en otras áreas. Pues para ningún niño sería “bueno”, en un sentido tradicional, perderse en un bosque, y sin embargo los cuentos de hadas nos han enseñado que es solo en los peligros de su fronda donde se tienen las más enriquecedoras experiencias de formación infantil.
Incluso si los intereses y formas que prefieren los niños chilenos (por ejemplo) en la literatura resultasen sistematizadas en un mega estudio con mínimo margen de error, escribir a partir de estos resultados no me parecería una entrega honesta de alguien que se haga llamar escritor. Más bien, eso satisfacería cierto estándar profesional, en el peor de los sentidos: el escritor como proveedor que debe seguirle el amén a lo que el cliente espera o exige, porque se sabe, “el cliente siempre tiene la razón”. El libro devenido en una hamburguesa de cuarto de libra con queso.
Aun así, si efectivamente las editoriales grandes solo invierten en obras LIJ que puedan resultar interesantes para los niños, como me dijo aquella agencia, ¿no es curioso entonces constatar que la opinión infantil generalizada suele ser que los libros que se leen en el colegio parecen ser invariablemente aburridos? Y si los niños demandan aventuras, ¿por qué parece haber tan poco de ellas en los planes lectores, incluso en obras contemporáneas?
Como sea, creo que literatura, sea o no para niños, no siempre ha de responder a lo que queremos y esperamos. La literatura es lo que es: arte. Y el arte a veces puede calar más hondo en nosotros si se parece más a un hachazo que a un almohadón de plumas (o bien, a veces ese almohadón podría —o debería— tener un bicho asqueroso adentro).
Por supuesto, esto no significa que vayamos a entregarles siempre a los niños historias terribles o incómodas. Pero creo necesario recordarles que el mundo, las más de las veces, puede resultar feroz y miserable, sobre todo si son poco normativos. Un libro que insista en que debemos acercarnos a quienes nos desprecian por ser diferentes podría enseñarnos que en la vida solo podemos existir desde las expectativas ajenas, y que el abuso y el menoscabo son la norma de la existencia para personas como nosotros. Y esto no así. Y si lo fuese, Dios, el deber de un escritor disidente debiera ser esforzarse por crear una existencia, aunque sea ficcional, en donde esto no sea así, o donde al menos haya una posibilidad viable de disidencia. O, en propuestas menos ambiciosas (es decir: que no sean de Fantasía), siquiera debería intentar enseñar que las verdaderas diferencias son válidas, y que hay personas que NUNCA van a conectar con nosotros, y viceversa.
Es decir, alternativas que ya plantea cierta literatura “sin apellidos”, vaya.
Desde luego, las infancias no son siempre territorios acolchados de dichas sin fin: puede haber violencia, abusos, soledades. Incluso de no haber ninguna de estas vivencias, o de no ser un marginado social como lo fuimos personas como nosotros, el dolor no estará del todo ausente de la niñez, etapa en la que se reciben tempranamente algunos golpes imposibles de entender.
No puedo creer que tenga que escribir esto, pero lo haré igualmente: los niños son seres humanos, no especies aparte. Y, como tales, pueden vivir a su modo muchas de las cosas que viven los adolescentes y los adultos. Alegrías y horrores. Cosas humanas.
Lo que yo considero importante, desde mi intención como autora y mi visión como adulta, es buscar que las historias que leen los niños les muestren que existe una esperanza entre la oscuridad, que en medio del dolor puede relucir la maravilla. Bueno, en realidad es algo que también persigo como adulta, pero quizá diría que en niños es aún más urgente porque entonces cuentan con menos herramientas para lidiar con los azotes de la vida, sobre todo si solo cuentan con la compañía de adultos inútiles o malintencionados.
Quizá cierto tipo de niño no pueda formular que necesita justo este tipo de historias. Pero, a mi juicio, son también necesarias: yo misma las necesité cuando era niña. O al menos su mera existencia lo es. Porque nadie pide que se quemen o retiren libros que vayan en otras líneas, sino que exista una diversidad de corpus que permita al niño que quizá esté descolgado de las propuestas normativas encontrar la historia que acaso necesitaba sin saberlo.
Una de las ideas más potentes del ensayo de C.S. Lewis al que aludo es que la literatura infantil (y juvenil, por extensión) puede ser la forma más adecuada para lo que el autor desea decir. Es decir, así como lo entiendo o como me apropio yo de esta idea, la categoría de “literatura infantil y juvenil” abandonaría el lastre utilitario de la segmentación por edades y pasaría a ser una elección estética. Al respecto, Lewis señala que los lectores llegarán a las historias independiente de cuán jóvenes o viejos sean.
Curiosamente, así fue la experiencia lectora general de La niña que salió en busca del mar. Si bien fue planteada al inicio como una novela infantil, aspirando a las elevadas formas que yo concebía como la LIJ más valiosa y cara a mi corazón, tendió a circular más con el público juvenil y adulto, y a este le gustó bastante (en general, claro; hubo también gente que consideró muy importante decirme a la cara que no era gran cosa). Que yo recuerde, no hubo reparos porque yo presentase la obra como infantil. Por otro lado, también la leyeron niños, y hasta donde supe ninguno se quejó de que la obra fuese algo “adulta” en otros elementos. Quizá no comprendieron completamente algunas ideas, pero yo recuerdo que de niña también leí muchas cosas que no entendí bien en su momento y no perecí por ello. Al contrario, muchas de esas cosas se quedaron conmigo y las fui esclareciendo con los años. De la misma forma en que el músculo debe romperse antes de que pueda crecer en su reparación, creo que este tipo de historias que nos rompen el músculo lector son siempre necesarias si deseamos crecer desde la lectura.
Eso, para mí, también es parte de la esencia de una historia infantojuvenil: que vaya creciendo contigo. Que no sea como una prenda vistosa que amas de niño pero que en algún momento has de abandonar, ya sea porque tus gustos cambien o porque derechamente ya no entras en ella al crecer. Pero no me refiero a un crecimiento tipo autoayuda, como lamentablemente termina siendo El Principito en su apreciación prototípica, sino a una experiencia que te permite entender mejor o ampliar tu capacidad interpretativa personal de la existencia.
Como sea, sospecho que muchos lectores leyeron mi novela como lo que en esencia era: una historia de fantasía. Y ya.
La fantasía no es para mí una mera categoría de moda, como insiste el mercado editorial y sus involuntarios acólitos, sino un destino estético. Eso, al menos, siempre lo tuve claro: la fantasía es y fue, en efecto, la forma literaria que me permitía contar el tipo de historias que más sentido, belleza y valor tienen para mí. Lo inesperado de esta elección muy mía es que se me han presentado dos caminos entrecruzados entre sí: o mis historias son leídas desde los patrones de la forma de la fantasía comercial y son rechazadas por quienes odian o recelan de la fantasía, o son leídas desde lo que son y son rechazadas por no ajustarse a las formas de la fantasía comercial por quienes solo entienden la fantasía como tal.
Mientras discutía este asunto en terapia, surgieron dos posibilidades lógicas: o transaba mis valores estéticos y escribía fantasía comercial (sin que por ello necesariamente fuese a tener éxito; escribir un best seller es una artesanía difícil) o los abrazaba y me atenía a las consecuencias (respuestas como las que he analizado acá, imposibilidad de publicación, etc.).
He elegido lo segundo, obviamente, con la esperanza de que poco a poco pueda ir encontrando espacios editoriales que valoren mis historias y elijan comprometerse con esas, como ya lo he ido haciendo. Y, en paralelo, darme el tiempo suficiente como para juntar energías y ahorros y autopublicar otros trabajos, nada más porque yo deseo que existan como libros y que alojen en unos pocos corazones capaces de valorarlas por lo que son.
Uno de los principales ministerios que sostengo como escritora es poder salvar la vida de algún lector, sea cual sea la forma que adopte esta salvación en su existencia. Ahora comprendo que este propósito ético-estético está también vinculado a mi autismo de tardío diagnóstico. Toda mi vida me he sentido atrapada en un mundo en el que no calzaba y cuyos habitantes me despreciaban por no ser como ellos, despertando en mí la misma respuesta hacia ellos. Parafraseando a Edgar Allan Poe a partir de un poema que obviamente no es The Raven: por no extraer ni mi pasión ni mi tristeza de una fuente común, y por no poder despertar mi corazón para que gozara en el mismo tono que los demás.
La Fantasía siempre ha sido mi forma personal de reconectar con la luz, aunque fuese refractada, que poco a poco he ido descubriendo en el mundo y aun en mí misma. La posibilidad de alcanzar con sus reflejos a otro corazón, de la misma manera en la que mis queridos Fantasistas lo hicieron con el mío, es algo que me llena de dichosa esperanza.
Y debo escribir —y lo hice, y lo hago— desde esa marca que diferencia con la que nací y a partir de la cual me fui formando. Pues ahora entiendo que muchas de los reparos que he recibido como autora nacen también de un rechazo a mi naturaleza autista.
¿Es muy compleja determinada sintaxis para un niño de cierta edad? Yo soy hiperverbal; aprendí a leer un poco antes de los cuatro años. Por supuesto que para mi yo infantil no habría sido compleja, pero esta no es la realidad general de los niños. ¿Debería simplificar mi gramática solo para apelar a esos lectores? No quiero hacerlo. Si a un lector le interesa de verdad mi historia, sabrá remontar la corriente de sus palabras sin hundirse. Puedo esperar el tiempo suficiente.
¿Es reprochable que un personaje raro y solitario se aleje de quienes lo lastiman? Yo he sido rara y solitaria, y alguna vez también los adultos que me rodeaban me acosaron por la distancia que tomaba de mis compañeros de colegio, para quienes yo era un ser casi inexistente o repugnante porque no me gustaba ir a fiestas, beber alcohol, bailar o hablar de las cosas de moda, y porque les caían mal mis tempranos intereses intelectuales. En el mejor de los casos, ellos me ignoraban por completo; en el peor, o me humillaron muchas veces o hacían juegos sicológicos conmigo.
¿Debería ceder a esas presiones ahora, en mi escritura? Por supuesto que no. Porque debo ser digna de esa Paula adolescente que resistió esos embates, aun cuando no contaba con tanta claridad de estas cosas como mi yo adulto. Porque debo ser digna también de esos otros niños, jóvenes o adultos que necesitan ver reflejada esa resistencia en una historia, y que al menos sus palabras sean aquella compañía que tanto se les ha negado.
¿Es muy pretenciosa mi Fantasía metaficcional? Lo siento (en realidad no): es de lo que más me interesa escribir. No puedo plegarme a los intereses vigentes solo porque a algunos les moleste tener otras aspiraciones. ¿Soy snob por ello? Puede ser; qué me importa. No puedo hacerme cargo de inseguridades intelectuales ajenas. Si no soy fiel a lo que amo, por más rebuscado que sea a ojos de los demás, mi resultado siempre será inferior tanto a los demás como a mí misma.
¿Es mi obsesión con la Fantasía algo contraproducente a mi perfil de escritora? Probablemente, pero cada vez me da más da igual. La Fantasía es mi “interés especial/profundo”, que he mantenido prácticamente toda mi vida. Prefiero fracasar aspirando al horizonte de mi Fantasía que triunfar con los ojos pegados a la tierra del realismo, el romance, la ciencia ficción o cualquier otra estética que resulte más validada según la época.
Seguiré esforzándome entonces por mejorar en mi escritura en esa línea, al calor de las huellas de mis maestros. Acaso algún día pueda escribir algo remotamente similar a La historia interminable de Michael Ende, una de las mejores novelas de Fantasía metaficcional y, a la vez, una de las mejores novelas infantojuveniles. Y ojalá pueda también escribir una Fantasía de aventuras que contenga lo metaficcional, pues ¿no es acaso el descubrimiento y la exploración de un mundo secundario la forma definitiva de la aventura?
No digo con todo esto que vaya a escribir solo para lectores autistas, por supuesto. De hecho, varias de las personas que contribuyeron a destruir mi vida entre los 15 y los 26 años son autistas, y desearía que mis historias actuales y futuras nunca llegaran a ellas.
Escribo para los lectores cuyos corazones puedan resonar con la Fantasía, sean o no autistas.
Mi ser autista rima con Fantasista; el autismo de otros, no necesariamente.
Es una lástima que tantas editoriales parezcan reacias a darle una oportunidad a historias que busquen llegar a este tipo de personas, pero no me rendiré en mis palabras. Las puliré hasta que cada vez puedan ser más cercanas a lo que espero de ellas, al margen de que alguien pueda verlas así o no, al margen de que sé que fracasaré las más de las veces.
Paradójicamente, siento que entender que muchos de estos rechazos editoriales estriban en el rechazo de mi identidad autista me ayudará a liberarme progresivamente de las sensaciones de no valer nada como escritora y como ser humano, y que por ello merezco la muerte. Todo lo que escape a mis palabras estará siempre fuera de mi control, lo mismo que mis impresiones ante los demás. Pero ahora entiendo mejor que, en cualquier ámbito de mi vida, no tengo que torcerme para ajustarme a moldes que no me pertenecen, ni tampoco intentar justificar mi visión minoritaria a los hegemónicos. Lo que he de hacer es buscar personas con las que mi propio molde sea compatible, y rogar porque crean en mí y en mis historias.
Poco a poco, comenzaré a renunciar a todo lo que no tenga que ver con mi destino, de la misma forma en que empecé sutilmente a resquebrajar la torpe máscara con la que alguna vez pretendí —inútilmente— disimular mis anomalías como persona.
Creo que este es uno de los actos más honestos que podría ofrecerle a un niño marginado desde mis historias de Fantasía y desde mi propia existencia: la confirmación de que se puede ser un adulto imaginador, amante de las cosas Bellas y Verdaderas, si logras resistir a la violencia de los demás y te mantienes fiel a tu destino.
Porque yo resistí, me mantuve fiel y sobreviví. Mi vida ha estado llena de infelicidades, pero todas sus grandes alegrías han valido la pena. Quiero contar y transmitir eso en mis historias, así sea a niños o adultos, porque en cualquier caso le estaré hablando al mismo espíritu dolido.
Tú, Paula, ¿autora de LIJ?, me preguntarán. Y yo responderé: Fantasista. Y quienes sean de los míos (we, we happy few, we band of brothers) sonreirán, porque habrán entendido que eso significa que sí y no al mismo tiempo.
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