No suelo leer obras de Fantasía inglesas o norteamericanas contemporáneas, dentro de un rango de al menos 20 años, que hayan sido relativamente celebradas. No me interesan demasiado, salvo contadas excepciones (Jonathan Strange y el señor Norrel, de Susana Clarke, por ejemplo). Esto se debe, ante todo, porque rara vez conecto con sus estilos, aproximaciones temáticas o incluso con las motivaciones de sus escritores, enmarcados en un campo cultural tan fuertemente comercializado como el de la industria de la ficción de género del primer mundo.
Pese a lo anterior, de cuando en cuando me nace comprarme a ciegas alguna obra que, por diversas razones, consigue llamarme la atención más allá de aspectos puramente literarios. Este fue el caso de El priorato del naranjo, novela autoconclusiva de Fantasía épica de la inglesa Samantha Shannon. Además de su vistosa portada dragonil, un elemento frívolo pero agradable, me intrigó un blurb muy desconcertante, a cargo de la escritora Laura Eeve (a quien no conozco): “The Priory of the Orange Tree feels like a feminist successor to The Lord of the Rings - something I don't say lightly”. Puesto que pensaba que la comunidad angloparlante contemporánea de literatura de Fantasía parecía llevar bastante tiempo tratando de desentenderse de Tolkien y de su obra, este texto me despertó curiosidad.
Una vez que rastreé más información sobre la novela, me sorprendió descubrir que esta era, a grandes rasgos, una Fantasía épica medievalista bastante extensa, más bien tradicional en estructura, que incluía búsquedas de objetos de poder, múltiples puntos de vista y un enemigo dragón de maldad primordial. A estas características prototípicas se le unían aspectos más modernos, como la intriga política, discusiones religiosas y preocupación explícita por la diversidad en su reparto de personajes.
Como este cuadro me pintó interesante, finalmente terminé comprándome la novela.
Ahora escribo este texto, originado en extensos apuntes, como una suerte de reflexión sobre dos aspectos cuyo tratamiento influyó en que El priorato del naranjo no me resultara una experiencia de lectura tan buena como deseaba. Pero, ¿por qué escribir de una novela que no cumplió mis expectativas? En primer lugar, porque es necesario insistir en que este texto no es una reseña. No me interesa alentar o desalentar la lectura de esta obra a partir de preferencias personales. En segundo lugar porque, a pesar de mi decepción, la novela me espoleó bastante pensamientos, tanto como lectora como autora. En ese sentido, lo que se valora de la experiencia no son tanto mis gustos disgustos o disgustos con El priorato del naranjo como las reflexiones que pude extraer de ella.
A continuación, entonces, presentaré cada apartado y me explayaré al respecto.
Estilo y mundo
En una de sus clases de escritura creativa, referenciado a algo que aparentemente habría planteado George Orwell, Sanderson explicó dos tipos de escritura, en relación con el estilo literario. Al primero lo llama prosa de ventana: un estilo llano, límpido, que permitiría al lector centrarse más en lo que se cuenta que cómo se cuenta. La metáfora de la ventana, entonces, alude al hecho de que al mirar a través de ellas no estamos tan concentrados en el vidrio como en el mundo que se trasluce a través de él.
El otro tipo de prosa es la de vidriera: un estilo poético y/o evocativo, que permitiría al lector centrarse más en cómo se cuenta algo antes que en lo contado. Aquí la metáfora de la vidriera refiere a cómo, al mirar una de estas obras de arte, la valoramos en sí misma por sus formas y colores, que no necesariamente reflejan del todo las del mundo real que se encuentra detrás de ella.
Desde luego, estas categorías son más difusas entre ellas de lo que parece, y naturalmente flexibles según el tipo de historia que se esté contando, y aun de cada uno de los episodios de esta narración. Sanderson apunta que cada estilo tiene sus ventajas y problemas, aunque reconoce que el de la ventana predomina en la ficción popular (o de géneros) y el de la vidriera en la ficción literaria o en la poesía.
Me interesaba hablar de estas curiosas metáforas porque El priorato del naranjo es, ante todo, una obra de prosa de ventana.
Sí, hay variadas descripciones poéticas y léxico preciso, que no escatima en utilizar palabras poco frecuentes si son las necesarias, por ejemplo. Pero estilísticamente no posee ningún valor destacado que la diferencie de otras obras similares en el mercado. [1]
La de Shannon es una prosa llana, concreta, límpida. Correcta. Funcional. Permite, precisamente, centrarse, sin distracciones, en las aventuras de sus protagonistas y los diversos giros argumentales que van enlazando sus arcos. Es un tipo de prosa al parecer común en la Fantasía primermundista contemporánea, probablemente por su dependencia a modelos de mercado que promueven el contenido mismo de la obra, ya sea para divertir y/o entregar un mensaje (por ejemplo).
Para estos fines, por consiguiente, el estilo debe eludir toda opacidad que desvíe la atención de los focos de desarrollo principales. Esto se consigue a través de recursos tales como oraciones cortas, más denotativas que connotativas, con énfasis en verbos de acciones que aceleren el ritmo de lectura, descripciones nulas o acotadas y profusión de diálogos que tejan conversaciones con fluida interacción entre sus participantes.
En la obra comentada, noté algo que me llamó mucho la atención en relación con los aspectos anterior: la mayoría de los párrafos son cortos y sus extensiones son similares. Las oraciones también suelen ser bastante cortas y de sentido concreto. Estos dos factores contribuyen a que el ritmo predominante de lectura de la obra sea ágil. Esta cualidad puede verse como una virtud considerando la magnitud de la novela (más de 800 páginas), pero se puede concebir también como una complicación si se advierte que el ritmo aquí es también homogéneo en su agilidad.
En su bello ensayo “Rhythmic Pattern In The Lord Of The Rings”, del libro The Wave in the Mind (2004) [2], Ursula K. Le Guin analiza meticulosamente los patrones rítmicos de El Señor de los Anillos. Comienza identificando cómo algunos personajes hablan con un patrón distintivo, y luego realiza un análisis centrado en un capítulo específico para demostrar de qué manera la narrativa y el lenguaje siguen un ritmo binario (“trocaico”, lo llama ella) que alterna entre tensión y relajación, avance y pausa, y que replican a su vez los acentos propios de una aventura, de un viaje, cuyo discurrir, naturalmente, no es plano, sino irregular.
Esto, en mi opinión, es algo que no consigue desarrollarse plenamente en la obra de Shannon. Sin ir más lejos, me encontré leyendo con la misma disposición lectora escaramuzas menores de los personajes, diatribas políticas y hasta la batalla final. En mi experiencia, percibí esto como un problema que me impidió atender de manera distintiva a episodios muy distintos de la obra, que requerían a su vez del despertar de emociones diferentes, sobre todo porque algunas (enfrentamiento decisivo contra un dragón colosal) me interesaban bastante más que otras (intrigas políticas).
Volviendo a las metáforas de la ventana y del vitral, mi problema con ellas es que crean una división artificial. El lenguaje no es un “medio” en la literatura: es su esencia, la materia prima a partir de la cual se crea un objeto artístico (literario). Desde luego, a través del lenguaje referimos a otras cosas, pero en esa referencia debieran primar, al menos de cuando en cuando, tanto lo indicado como la propia indicación. Por otro lado, afirmar que hay una literatura en la que debiera predominar la ventana y otra en la que debiera hacerlo el vitral es dar a entender, horriblemente, que las historias imaginativas no merecen escribirse ni leerse como literatura, algo a lo que me opongo.
En el caso de la literatura imaginativa, y sobre todo en el de la Fantasía, nuestro único referente es el propio lenguaje [3]. No podemos esperar a que el lector se asome a la ventana y el cristal de esta le permita avistar un dragón, como cabría tener de expectativa en un texto mimético. Esto no pasará porque, triste e injustamente, no hay dragones allá afuera. Los Fantasistas necesitamos de los vitrales para hacer vivir a nuestros dragones (y los caballeros que se les oponen) desde el pulso del lenguaje.
Para mí, que El priorato del naranjo se inclinara más a la prosa de ventana me privó de una experiencia lectora mucho más fructífera. Me impidió emocionarme como habría deseado ante sus dragones parlantes (tanto los buenos como los malos), a pesar de que en ocasiones estos sí conseguían rozar un registro particular; me impidió entrar en el flujo de lectura rápida en la épica batalla final porque había estado en él durante casi toda la novela; y aun me privó de visionar sus diversos parajes (aspecto esencial de toda Fantasía épica) en los viajes de los personajes, que además de dragones incluían conspiraciones, piratas y órdenes religiosas.
Por desgracia, el mundo secundario mismo de El priorato del naranjo tampoco logró entusiasmarme. No percibí belleza alguna en sus zonas, de esa belleza que te obliga a detener la lectura un momento (de nuevo: ritmo) y releer una descripción, paladearla, recrearla en la imaginación. Y, a pesar de que la obra incluye gran cantidad de leyendas, algunas de contenido muy bello, el tono de sus narraciones tampoco consiguió provocar en mí su evocación.
Por otra parte, uno de los aspectos que más me despertaban la curiosidad, el conflicto religioso, se desarrolló más como problema político que como uno de fe. Aunque en la obra se plantea lo que pasa cuando cierto dogma creído por los personajes resulta no ser tal cual lo pregonaban, sentí que no se logró reflejar una verdadera crisis espiritual. Esto puede deberse también a mis creencias personales y a la reflexión que me suscitó la novela Silencio, de Shusaku Endo. En esta historia, nunca se trata de demostrar qué fe es “mejor” o “más verdadera” que la otra, sino, por un lado, la pugna cultural, política y ética que supone su enfrentamiento; por otro, el escabroso camino individual de la fe.
Creo que los aspectos que he descrito anteriormente tienen que ver con un problema habitual de la Fantasía contemporánea: la degradación de la mitopoiesis en worldbuilding. Es decir, con la creencia de que “crear un mundo” pasa simplemente por gestionar, incrustar y enlazar aristas reconocibles como “geografía”, “política, “religiones”, o “flora/fauna”, sin discriminar además en los procedimientos de trabajo que se realizarían para un juego de rol, una historia audiovisual o una obra literaria. Y, naturalmente, sin pensar en la base mitológica que sostiene todo universo.
Esto, quizá, podría interpretarse también desde las metáforas de la ventana y el vitral. El worldbuilding parece presuponer que basta con fijarse en el exterior, a través de ventanas diversas, y replicar, con algunos retoques aquí y allá, el mundo concreto observado. La mitopoiesis, en cambio, nos llevaría a observar el mundo tanto en lo visible como en lo invisible y transformar ese material de manera única, a través de un vitral que es en sí mismo una obra de arte.
En la Fantasía, esto equivaldría a crear, desde el lenguaje, un mundo secundario que se perciba realmente orgánico, evocador, vivo. Un mundo que una imaginación mínimamente entrenada pueda vislumbrar desde el corazón. Un mundo al que desearíamos ir.
Un mundo, como decía Christopher Tolkien a propósito de la amada Tierra Media de su padre (que Dios los tenga ahora a ambos en Su gloria), que se sintiera más real que, por ejemplo, Babilonia.
Y no sentí eso con el mundo de El priorato del naranjo. Ahora, para ser justos, es algo que muy pocas obras consiguen lograr porque es extraordinariamente difícil; y estamos claros, por otro lado, que la Tierra Media es la manifestación más excelsa de lo anterior, y eso está bien y me llena de alegría. Pero sí soy optimista (cosa rarísima en mí) de que los mundos secundarios de muchos autores contemporáneos de Fantasía ganarían bastante más espesor, evocación y belleza si los trabajaran como arte… o si, para empezar, leyeran y estudiaran On Fairy Stories, del propio J.R.R. Tolkien y reconciliaran la creación mitopoética del mundo secundario con un tallado de lenguaje acorde a la dificilísima tarea de ser un sub creador.
Personajes
En el apartado anterior comenté que se podía entender la preferencia por una prosa de ventana cuando se pretendía insistir en determinado foco y apartar toda distracción. En el caso de la obra de Shannon, como ella misma ha deslizado en diversas entrevistas, podría intuirse que este foco es presentar al público lector actual una obra tradicional de Fantasía épica, con aventuras, legado legendario y disquisiciones mundanas, con énfasis en la presencia de personajes femeninos y/o pertenecientes a la comunidad LGBT que desarrollen gran agencia en los sucesos de la historia.
Lo anterior, desde luego, es fantástico. Si bien detesto la recurrente expresión cliché de “hombre blanco heterosexual”, es innegable que la Fantasía épica, sobre todo la formulaica, ha estado inclinada a darle relevancia protagónica a ese tipo de personajes (o a manifestaciones cercanas a este). Por fortuna, desde hace ya un buen tiempo se ha estado insistiendo en la necesidad de retratar también héroes pertenecientes a colectivos marginalizados por género, orientación sexual o raza, por ejemplo. Evidentemente, la Fantasía, como género literario que representa la expresión superior de la imaginación, tendría también que ser fértil en la posibilidad de imaginar nuevas vivencias de este tipo, o de recrear aventuras maravillosas y épicas que cualquier ser humano, sin importar sus interseccionalidades, pueda protagonizar.
Pese a lo anterior, nunca me he sentido del todo cómoda con los discursos hegemónicos en torno a la representatividad en la comunidad imaginativa (principalmente gringa o primermundista, que ya sabemos que se impone al resto del universo). Personalmente, no siento que a mí me represente un personaje solo por calzar 1/1 con mis interseccionalidades (mujer, latina, clase media difusa, etc.). Lo que a mí más me define más, creo, son mis sueños, mis valores, mis defectos sicológicos personales, entre cosas por el estilo. Desde luego, algunos de estos aspectos se ven fuertemente condicionados o restringidos por lo anterior, pero aun así los siento propiamente míos. Individuales. Me cuesta conectar espiritualmente con principios colectivistas, aunque comparta varias de sus luchas políticas.
Por esta razón, no necesito tampoco que un personaje tenga que ser una mujer de determinada orientación sexual o etnia (por ejemplo) para sentirme identificada con él. Aunque, como Shannon, también me encontré con numerosa ficción imaginativa que no era pródiga en personajes diversos, aprendí tempranamente a identificarme con hombres, o incluso con dragones u otras criaturas no humanas, siempre que su desarrollo sicológico me apelara de alguna forma.
En fin: en las historias que más he amado nunca me faltaron personajes con los que conectar en lo importante; que muchos de ellos fuesen hombres no fue entonces un problema para mí porque me sabía paria en múltiples dimensiones (incluyendo ante otras mujeres), y ya contar siquiera con un ser ficcional que tuviera mis dramas o dilemas existenciales, emocionales o espirituales era un milagro [4].
Todo este rodeo es para comentar que me sorprendió no conectar mayormente con los personajes femeninos principales de la obra. Tanto Ead como Tané eran mujeres serias y valientes. Ead destacaba en particular por ser muy madura, prudente y competente; Tané, por ser apasionada, dedicada y con una alta consciencia de sus acciones (sobre todo las malas). Como defectos, acaso podría achacársele a ambas ser un tanto temerarias, perfeccionistas y muy aferradas a sus convicciones.
A partir de mi descripción anterior, es fácil identificar mi problema con ellas: son demasiado perfectas, incluso en sus errores y defectos, que son bastante más deseables que ser, por ejemplo, cobarde o despiadado. Sospecho que tiene que ver con ciertas preconcepciones que apuntan a considerar que un “buen personaje femenino” significa, indefectiblemente, “personaje femenino lleno de cualidades activas y de defectos ‘deseables’”.
Pero esto no tiene por qué ser así siempre. Además, las mujeres no siempre somos seres así de interesantes, atractivos o positivos. Lo que hace un buen personaje no es este tipo de rasgos, sino cómo le brindamos profundidad sicológica y espiritual, que puede también desarrollarse a partir de aspectos negativos, ambiguos o claramente indeseables. Adicionalmente, las mujeres también podemos ser ruines o miserables, y necesitaríamos igualmente referentes de ese estilo.
Aun cuando entienda que esta tendencia pueda deberse a la prolongada ausencia generalizada de personajes diversos, y aun cuando empatice con el sentido político de la autora con sus heroínas, creo que podría ser un peligro caer en la homogeneización que ya conocemos en los personajes masculinos más normativos.
Curiosamente, el personaje con el que me sentí más identificada fue con el alquimista caucásico y de mediana edad, Niclays Roos. ¿Por qué? Porque era ruin, miserable, egoísta. Porque cometía despreciables errores con la gente con la que se relacionaba. Porque sufría por un pasado perdido en el que había sido feliz y que ya nunca podría recuperar. Porque, hacia el final, intenta enmendar el rumbo de su vida, e incluso tiene algunas muestras de coraje emocional bastante grandes, pero la narración apenas le dispensa piedad.
Sentí que Niclays era como una suerte de peón en el marco de una historia más grande, que no le iba a pertenecer. Como si la autora simplemente lo llevara a cumplir con su misión y luego lo abandonara. Esto se aprecia claramente en el final de su arco de rendición, que no resulta satisfactorio porque la narración se ensaña en maltratarlo y en arrebatarle algunas de sus últimas esperanzas. Ninguno de los otros protagonistas tiene un inicio tan duro como él. Ninguno tiene un final tan deprimente.
Lo anterior creo que se debe a la profunda apatía que parecen despertarle a la autora los personajes masculinos. La mayoría de estos en El priorato del naranjo, tanto los aliados como los enemigos, son aburridísimos y/o genéricos, cosa que se nota mucho por el contraste con las mujeres, mucho más activas, con más dramas y cuestionamientos sicológicos mucho más interesantes de leer, a pesar de los problemas ya enunciados. Personalmente, no me termina de convencer que, para resaltar a las heroínas, haya que degradar a los hombres o permitir narrarlos de modo que se degraden a sí mismos (a menos que esto se trabaje como una decisión explícita por razones ético-estéticas). ¿Quién no querría vivir o leer una aventura en que héroe y heroína derroten al dragón, en perfecta conjunción de ánima y animus? (… Más o menos como Éowyn y Merry, por cierto).
No es lo que sucede en El priorato del naranjo. Esto se aprecia claramente en el verdadero relato de los orígenes de la religión de los Reinos de las Virtudes: no hay conjunción, ni siquiera deconstrucción derridiana (¡!); hay solo una mera inversión del polo hegemónico. De Galian a Cleolinda, y no Galian y Cleolinda. Y eso, personalmente, me parece decepcionante en una obra como esta, que de hecho tiene como uno de sus temas principales la necesidad de unir fuerzas entre personajes y naciones diversos para enfrentar un mal en común.
Conclusiones
A partir de la lectura de este texto, es natural pensar que la novela no me gustó, pero siento que la experiencia fue mucho más compleja que esto. En realidad, preferiría decir que lo que me gustó fue el proyecto de la obra y el hecho de que su ejecución (un tanto fallida para mí) me haya motivado a pensar tanto.
Algo curioso es que la mayoría de aquellas cosas que algunos lectores criticaron como defectos a mí no me parecieron tales. Principalmente, pienso en la estructura de la quest, en la sensación de que al principio “no pase nada”, en la construcción de estos dos entornos en tensión (oriente y occidente) que deben unirse frente a un mal mayor, a la presencia de objetos mágicos tan convencionales como un par de piedras y una espada legendarias. Es decir, pienso en muchos elementos narrativos que, por reiteración, se han convertido en códigos propios de la Fantasía épica convencional y que, por tanto, no tienen nada de malo en sí mismos.
Por contraste, muchas cosas en la que algunos lectores insistieron como virtudes de la obra no encontraron mayor resonancia en mí. Me refiero principalmente a la mera presencia de personajes diversos y al aspecto político, factores que rara vez vi analizados desde una óptica más literaria y que parecían validados simplemente por aparecer. Esto nos habla también de ciertas tendencias predominantes que legitiman o descartan elementos de acuerdo a visiones ante todo extra estéticas y que, sospechosamente, al menos en su reflexión lectora, tienden a aproximarse a códigos del realismo.
Habría que detenerse un momento y preguntar(se), como siempre, qué se entiende por “Fantasía” cuando se habla de “Fantasía”: cuál es nuestro horizonte de expectativas y por qué. Y, bueno, si finalmente lo que le gusta a la gente de una obra rotulada como “Fantasía” responde en verdad a lo que solo esta literatura puede entregar al lector.
En relación con los párrafos anteriores, quisiera compartir ahora un comentario de una reseña de Reddit que me llamó mucho la atención sobre la novela y que, creo, resulta bastante elocuente:
It pleases me, in some weird way, that such a trope-filled, average, and boringly ordinary fantasy novel can be published today, that features so many strong women and a plethora of LGBTQ characters who are just people, and that none of the conflicts in the story involve angst related to being a strong woman or LGBTQ. There are innumerable examples of this sort of mediocre, trope-laden fantasy featuring straight white male characters, and that have achieved popularity (or, at least, their existence as books is unremarkable--and I'm not saying they're bad for existing or that they shouldn't exist, I frequently enjoy them) so I'm glad that we're starting to move into an era when stories dominated by other types of characters can be just as mediocre and still find commercial success. (Fuente).
Yo, como Fantasista (y concretamente como mujer, si se quiere), me pregunto por qué tenemos que alegrarnos del derecho a ser mediocres. ¿Deberíamos tenerlo? Sin duda. Pero que esté permitido ser mediocre no significa que ese tenga que ser nuestro gran triunfo. Como he comentado en otras oportunidades, haber estado subordinadas a la hegemonía masculina nos entregó otras experiencias formativas, así como la valiosa oportunidad de ver qué nos esperaría en el otro camino. Por lo mismo, creo que ser mediocre no debería ser una opción, al menos no una a la que aspiremos conscientemente.
Cualquier persona que ame la Fantasía debería buscar la excelencia, porque ella misma es justo lo contrario a lo mediocre. Es como debería ser este mundo: intenso, lleno de maravillas y de profundos dolores. Que se fracase más o menos miserablemente en el proceso es otra cosa, claro, pero aquella debería ser nuestra meta.
Por ello, no me parece justo que se alabe la obra de Shannon solo por entregar mujeres fuertes y personajes LGBTQ, y que eso baste para hacer vista gorda a sus problemas, algunos de los cuales he esbozado, desde una mirada plenamente subjetiva, en estas líneas. Por el contrario, pienso que, si estos problemas, como creo, afectan tanto a la creación del mundo y de los propios personajes, flaco favor se les hace a estas figuras marginalizadas. Ellas también necesitan ser escritas por una mano que las convierta en seres con vocación humana, complejos, ambiguos, vivos por la palabra.
Finalmente, creo que parte de mi frustración con El priorato del naranjo es que quise creer que todo esto podría ser posible entre sus páginas para mí, como muchos otros lectores sí sintieron en su lectura. Que podría querer a sus mujeres como quise y quiero a Éowyn y a Soledad. Que podría volver a enamorarme de otros dragones como me enamoré de Smaug y de Tengri [5].
Que, efectivamente, podría encontrarme con una digna heredera feminista de la bella obra de Tolkien, como pintaba aquel blurb.
En ese sentido, mis alusiones al Profesor no han sido casuales: he hecho diversos tipos de menciones y comparaciones a su trabajo a lo largo de este texto precisamente para destacar cuán distinta es la obra de Shannon de la de su compatriota, contrario a lo que mencionaba Laura Eeve.
¿Pero por qué crees en blurbs falaces de autores poderosos y primermundistas, Paula? Bueno, porque a veces una mujer se siente cansada de desconfiar de la popularidad y quisiera conocer nuevas historias a las que amar y que tantos parecen estar amando. He vuelto a fracasar, pero quiero creer que los aspectos que no me han convencido de Shannon, o que derechamente me han incomodado, me han enseñado lecciones valiosas sobre la confección de una obra épica tan ambiciosa como El priorato del naranjo.
Una obra que, a pesar de todo, merecía haber sido contada como un bello vitral, como cualquier historia que ose llamarse a sí misma de Fantasía.
NOTAS
[1] Estoy consciente de que estoy basando mi opinión en una traducción, pero alcancé a leer un fragmento en inglés y comparto la misma impresión, a partir de mis otras lecturas de escritores angloparlantes reconocidos como estilistas en Fantasía.
Confío en que el traductor a cargo, Jorge Rizzo, haya realizado un buen trabajo traspasando los acentos principales de la prosa original a nuestro español.
[2] El libro fue editado en nuestro idioma, bajo el título de Contar es escuchar, por la editorial española Círculo de Tiza (2018). De todos modos, de ser posible, sugiero leer el ensayo en su versión original, pues es sabido que las traducciones de la obra de Tolkien (que son las referidas en la versión española del ensayo) no consiguen traspasar del todo las cualidades de su prosa. Tampoco está de más recordar que los patrones rítmicos del español son distintos a los del inglés.
[3] Presenté una ponencia sobre este tema en el II Encuentro de Literatura Fantástica y de Ciencia Ficción (Santiago de Chile, 2019). Esta se tituló “Las voces de Faërie: una revisión crítica de ‘From Elfland to Poughkeepsie’ (1973) de Ursula K. Le Guin y de la importancia del estilo en la literatura de fantasía”. Mi intención era adaptarla como artículo divulgativo para Vagalumbre, pero la vida me pasó por encima cuando iba apenas por la introducción, y luego Chile explotó. Pretendo trabajar en esto en algún momento.
[4] Sé que este es un tema delicado y que podría prestarse para malas interpretaciones, pero no puedo evitar ya mencionarlo. Obviamente, esto no significa que me oponga, como algunos enrabiados, a la representatividad. Por supuesto que no es así; por supuesto que considero positivo este movimiento. Pero veré si puedo escribir un texto centrado en mi experiencia personal con la empatía ficcional más adelante.
[5] Soledad es la protagonista de la novela Loba, de Verónica Murguía. Tengri es el nombre del dragón de la obra. Me resulta muy triste tener que hacer esta nota porque siento que los personajes de Verónica merecerían ser ya conocidos por cualquier Fantasista hispanoparlante. Pero no es así, y es mi labor hacer ver, siempre que pueda, que estos existen y que son hermosos, aunque nadie quiera escucharme (o leerme).
- 1/27/2020
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