A vueltas otra vez con la LIJ: de voces infantiles y árbitros adultos
7/22/2025![]() |
Ilustración de El oso que no lo era, de Frank Tashlin. |
Cualquier especialista en literatura infantil y juvenil refrendará un juicio que parece atravesar de lado a lado cabezas de padres lectores y de autores genéricos por igual: que no basta con ser un buen escritor (o, en la mayoría de los casos, un escritor prestigioso, que no suele ser lo mismo) para poder escribir buena literatura infantil. Autores de ficción adulta de mucho renombre han pergeñado obras sumamente insulsas dirigidas a lectores niños y niñas, que sin embargo son publicadas en editoriales de igual renombre, que a veces tampoco se condicen necesariamente con la publicación de buena literatura, a secas. A veces, estas obras incluso obtienen ventas respetables y hasta premios de fama y dinero, como si ambos les faltaran a estos connotados escritores.
Otra arista de este problema es acaso más siniestra: autores que se han afincado en la literatura infantil y juvenil exclusiva o principalmente porque esta puede vender mucho en el mercado de los planos lectores. A algunos lectores pequeños les gustarán estas obras y a otros no, considerando, además de las naturales preferencias personales, que el trabajo de apreciación literaria es paupérrimo en nuestro contexto educativo y que a veces se celebran bazofias con el mismo entusiasmo con el que se desprecian obras maestras. Pero eso no importará porque, en última instancia, estos libros mediocres pasarán muchos años fagocitando de las aulas.
Se habla mucho del “horror” de hacer leer El Quijote a los niños, pero en realidad jamás he sabido de que algo así, como tal, pase en un colegio. El Quijote es una lectura para enseñanza media, con lectores adolescentes. E incluso estos, en varias ocasiones, leen solo fragmentos, o versiones muy adaptadas. En cualquier caso, nos guste o no, el Quijote es una obra canónica e importante, y con una buena mediación lectora al menos debería ser mínimamente interesante para un estudiante de inteligencia promedio que tenga el corazón en el lugar correcto. Que estos abunden o no en nuestros tiempos ya es otro asunto.
Como sea, ojalá se hablara también, con idéntico rechazo, de la presencia ubicua de estas obras ya claramente infantojuveniles de autores mercenarios, con propuestas sumamente bastardizadas respecto a todo lo que podría ser una obra LIJ como literatura y que en realidad, como exploraré a continuación, tampoco es tan fácil de precisar.
En uno de sus boletines, la especialista Ana Garralón dedica un comentario bastante irónico a un trabajo infantil de Alejandro Zambra, insigne escritor chileno de realismo. Sus críticas van por el lado que apunté inicialmente: que él sea un escritor validado (Garralón sugiere que tampoco le parece, en realidad, un escritor interesante en general) no implica que pueda escribir una LIJ competente. Y, de hecho, la académica intenta justificar por qué precisamente sus obras en esta línea resultan mediocres.
El texto de Garralón arroja algunos dardos enjundiosos. Comparto, por ejemplo, su sospecha ante todos esos adultos que DE PRONTO descubrieron la literatura infantil y juvenil cuando se volvieron padres. ¿Qué significa esto para mí? Que aquellos adultos se desconectaron por completo de su propia infancia al crecer y que, cuando de pronto se vieron forzados a encontrarse otra vez con el mundo infantil del lado de la paternidad o maternidad, se vieron repentinamente ante un espacio vacío, extraño y amenazante. Muchos de ellos siguieron siendo lectores en su adultez, claro, pero ahora ya no tenían presentes obras infantiles que presentarle a sus hijos para motivarlos a la lectura. Así, la LIJ se vuelve para ellos una especie de prótesis lectora, una literatura funcional a la paternidad/maternidad lectoras.
En muchos de esos casos, la ignorancia especialista de estos padres/madres adultos lectores, que quizá puedan fácilmente ser hasta doctores en literatura, se concretiza en una obsesión por obras infantiles ya validadas por el mercado editorial o cultural. Es decir, cualquier conciencia crítica y autónoma que pudieran tener en función de los libros que ellos prefieren leer para sí mismos se disipa en lo que respecta a las lecturas destinadas a sus hijos. Entonces no dudan en delegar en prescriptores legitimados, pero totalmente ajenos a su propia experiencia familiar, la compleja labor de mostrarle nuevos mundos lectores a sus niños y jóvenes.
Los normies adultos suelen preferir atajos de todo tipo, desde cognitivos a existenciales, porque todo lo que implique explorar territorios velados o un tanto incómodos o abiertos a la posibilidad del ridículo los espanta o les genera rechazo. El hic sunt dracones de los mapas antiguos que signaban zonas desconocidas también tiene un correlato más mundano en este contexto: por supuesto que esta gente no quiere conocer dragones y se decantará por territorios ya muy hollados por pies tan humanos como los de ellos. Y donde hay un pisotón de persona, se sabe, las hadas huirán espantadas y los dragones asqueados.
¿Qué buscan este tipo de adultos entonces como lecturas para sus niños y niñas? Mucho libro álbum superfluo, mucha obra de “temas duros” contados desde ópticas políticamente correctas, mucha historia ondera y graciosa que será mucho menos que un recuerdo en la mente de sus hijos a poco andar la adolescencia.
En el caso de los padres/madres adultos que además son escritores, de repente surge esa premisa con la que Garralón titula acertadamente su boletín: “Cuando ser padre no te convierte en escritor de literatura infantil”.
Pero yo iré más lejos: en algunos casos, pareciera ser que el hecho de ser padre/madre, cuando eres un escritor validado y famoso, utilitariza al hijo o hija hasta volverlo un insumo o un pretexto más para escribir y ampliar horizontes de mercado. No digo que una obra infantil que surja justo a propósito de la pater/maternidad sea siempre utilitaria, claro, sino que se vuelve sospechosa cuando este interés no apareció nunca antes y cuando el autor o autora en cuestión, además, no se ha tomado un trabajo previo para realmente estudiar parte del corpus que compone la tradición a la que intentará sumarse como neófito. Podríamos decir que, en realidad, muchos autores adultos tampoco conocen la tradición normativa desde la que escriben, sobre todo este realismo descafeinado contemporáneo, pero creo que esto se nota en particular con la literatura infantil y juvenil, que les es más ajena per se.
Por otro lado, puede ser que, en efecto, el autor de turno sí sienta un sincero deseo de escribir algo especialmente para su hijo o hija, de manera individualizada. Pero temo que ese tipo de obras tenderían a ser tan intensas que no podrían publicarse hoy en día, o serían inevitablemente obras al menos interesantes, si en verdad hay un vínculo de entendimiento profundo con el niño o niña y su forma particular de vivir su infancia. Algo que, en cualquier caso, no hay que dar tan por sentado; convertirte en padre o madre es, ante todo, concebir una vida nueva e incognoscible que espera de tu crianza para lograr su autonomía y destino. Como he mencionado antes, una obviedad que nunca está de más recordar, un niño o niña es ya una persona completa en sí misma.
Mis discrepancias con Garralón surgen cuando recurre al mismo discurso homogeneizante que he visto en otras parcelas de LIJ y que a mí también me devoró un tiempo. Me explico. En una parte de su texto, la académica cita un pasaje de la obra de Zambra y se pregunta: “¿Qué niño piensa esto?”.
Bueno, pues, ¿es que acaso sabemos qué piensa cada niño del mundo? ¿Sabemos nosotros, como adultos que perdimos la infancia biológica y quizá también buena parte de la que subyace a la memoria, cuál podría ser un “pensamiento verosímil de niño”? Por supuesto que no. Incluso si un lector niño o niña real leyera el fragmento y expresara que no le parece natural, esa no sería más que su impresión como niño o niña concreto.
No entiendo por qué existe esta vocación de homogeneizar mentalidades infantiles, por más que se esté en contacto directo y constante con muchos niños en espacios familiares o escolares. Muchos niños no es TODOS los niños.
Siento que en eso el campo de la LIJ se contradice a sí misma: siempre proclama que se debe escribir una LIJ que se ajuste a los intereses y mundos interiores de los lectores infantojuveniles (algo discutible, como plantea el mismísimo C.S. Lewis), pero al contemplar que eso se hace desde una autoría adulta parece olvidar que siempre mediará una frontera insalvable entre ambas formas de existencia, incluso si el adulto es “un niño que sobrevivió”. Y, más importante aún, que implícitamente se está pensando en un solo modelo validado o admisible de ser niño/niña, probablemente normativo o neurotípico (o neurodivergente en la medida en que es codificado desde un estereotipo fácilmente legible para el adulto, desde una vocación pedagógica).
El punto es que un adulto, salvo que sea muy plano, tradicionalmente entiende que la adultez no es unívoca y que cada persona tiene un mundo y un destino propios e irrepetibles. Cuando hablamos de “literatura adulta”, nos parece un término redundante y solemos emplearlo para crear un contraste medio irónico con el artificio del concepto “literatura infantil y juvenil” (o “para las infancias y adolescencias”).
Pero el problema para mí no está en las categorías en sí mismas, sino en lo que presupone en ellas. Nadie niega que en las obras de “literatura adultas” hay una variedad infinita de personajes adultos. Salvo que se trate de una obra insuficiente, creo que nadie diría en serio: “¿Qué adulto piensa eso?”. Los adultos sabemos que nuestros congéneres, y aun nosotros mismos, de tanto en tanto, pueden pensar estupideces o ideas ilógicas, hasta pueriles, si se quiere. Aunque eso nos cause rechazo, sobre todo en la vida cotidiana, nadie puede negar que es una realidad. A veces hay adultos tontos, ilógicos o con unas expresiones muy ortodoxas. A veces nosotros mismos somos esos adultos.
En suma, con esto quiero decir que entendemos que no existe una única forma de ser adulto. ¿Por qué olvidamos que los niños y niñas tampoco tienen un molde único para ser, vivir, sentir o pensar?
Garralón comenta: “Por lo general, los niños viven en su mundo propio, tratando de entender las cosas en general, pero dando prioridad a sus propios sentimientos y no al de los adultos.” Esto parece ser cierto en muchos casos, y la modalización de “por lo general” también ayuda a matizar el discurso. Pero ya no estoy segura de que podamos abocarnos al derecho a realizar juicios sobre qué o cómo son viven los niños sus vidas ni cómo se relacionan con el mundo adulto.
Supongo que, sobre todo en casos de violencia intrafamiliar o precariedad, algunos niños y niñas sí priorizan los sentimientos del progenitor maltratador, por necesidad de supervivencia. O bien, en el caso de los hermanos y hermanas mayores que deben asumir roles adultos y protectores antes de tiempo, sí priorizan a otros: los pequeños que han quedado a su cargo.
Se me dirá que son situaciones extremas, pero no lo son. Es decir, lo son porque su brutalidad es extrema, en el sentido de intensa, enorme, no en el sentido de excepcional. Porque estas situaciones son tremendamente comunes. No deberían existir estas situaciones, pero existen. Cuando desprecio el realismo contemporáneo, es también porque no sé si estas historias existen como tales en el campo de la LIJ actual, con una crudeza verdaderamente verosímil, pero también con un matiz de esperanza que el realismo adulto no suele tener (ni la propia vida, en realidad).
Aunque de joven no me gustaba La vida simplemente del chileno Óscar Castro, porque entonces odiaba toda alusión a puteríos y sexo en la literatura, con el tiempo valoré mucho la novela por la hondura con la que abordaba algunos de estos temas relacionados a la formación infantil y juvenil. En particular, ya como adulta, amo profundamente el tratamiento de Castro, en aquella novela y otras narrativas, sobre el tópico de la pérdida de la infancia luego de un episodio doloroso (brutal o no) que sirve como umbral concreto, claramente identificable por el personaje y por el lector.
Esto es algo que, para mí, debería ser importante en la LIJ, porque en muchos casos nos cuesta identificar ese momento en nuestras propias vidas y creo que sería de mucha utilidad entender, desde la ficción, que podemos trazar una línea clara para nuestro autoentendimiento FUTURO.
Aquí siento mis distancias con la LIJ otra vez. Sé que algunos especialistas sí concuerdan en principio con esta idea, pero yo la llevo a sus últimas consecuencias: la LIJ no puede ser caducable. Si amé un libro de niña y joven, si es un buen libro, debería seguir amándolo hasta mi vejez, y debería seguir mostrándome nuevos pasajes inexplorados. Por qué digo que llevo al extremo esto: porque en realidad no me interesa una LIJ estupenda que, efectivamente, solo funcione como tal para las “niñeces y adolescencias”. Quiero que esas obras me sigan acompañando, si valen la pena. Porque, si no ha de morir antes, el niño/niña y joven crecerá inevitable, fatalmente acaso, y se volverá adulto. Y esas obras no pueden perderse en el desván de la memoria.
Volviendo a una metáfora que suelo usar, la ropa infantojuvenil te va a quedar chica y tendrás que reemplazarla por otra que se ajuste a tu nuevo ser. Y ahora la amplío: pero, si te gusta algún detalle bonito de ella, tal vez puedas buscarlo en alguna prenda más grande. Algún monito. Algún color suave. Alguna forma más cálida. Alguna prenda tonta con forma de animal. Qué sé yo.
Por supuesto, no olvido que hay niños y niñas que detestan las ropas con monitos. Algunos porque son genéricos y están ya angustiados para parecerse al influencer de turno, sí, pero también hay otros que es solo porque tienen intereses diferentes. Y eso, eso último, me parece bien. Me ayuda también a entender o recordar que, como escritora, no pretendo tampoco escribir para toda la gente, de la misma forma en que, como lectora infantil, no conecté con todas las obras que escritores adultos crearon pensando en mi franja etaria.
Lamentablemente, el problema de la homogeneización de lo que se valida hoy como “LIJ verosímil o valiosa”, a mi juicio, es que privilegia obras que adultos normies creen que podrían ser tales para niños que, probablemente, también sean normies. Pero no todos los niños son o serán normies, y ellos se quedarán sin obras que muestren otras formas de infancia. Ellos, precisamente, que son los que me atrevería a decir que más necesitan una representación alentadora desde la ficción, porque la realidad rara vez se las brindará, a diferencia de los otros.
Críticas como las de Garralón a la obra LIJ de Zambra ayudan a recordar que el emperador está desnudo, pero siguen viniendo de figuras de poder y prestigio que acaso emplacen en su lugar obras estupendas para el campo, pero que tampoco se sostengan para otro tipo de lectorías infantojuveniles marginalizadas… o incluso lectorías adultas que están en todo su derecho de buscar una LIJ que les siga hablando a lo que son hoy.
Cuando Garralón se pregunta con ironía “¿Qué niño piensa esto?”, además, está pensando en un niño del mundo real, realista. Quienes tenemos a la fantasía como parcela de vida, entendemos claramente que otro mundo implica un pensamiento no mimético, divergente, artificioso a propósito.
¿Se acuerdan de Bergil, el hijo preadolescente de Beregond, en El retorno del rey de J.R.R. Tolkien? Él acompaña a Pippin en el asedio. ¿Se imaginan a este chico hablando como un niño contemporáneo, considerando su naturaleza, su posición, y la propia construcción de una infancia humana en el contexto de la Tercera Edad y la Guerra del Anillo? Por supuesto que esto no funcionaría. Por supuesto que Bergil nos suena muy serio, como un muchacho excesivamente maduro, y que probablemente nos parezca distante. Pero es posible que nuestro niño más cercano pudiese ser justo como él, si viviese lo que él vive.
No pienso todo esto solo en términos de verosimilitud técnica. Hay algo más importante que subyace aquí: una vocación de grandeza, de volver a lo más noble (o más ruin, pero siempre trascendente) de nuestra naturaleza humana. El destino de nuestra estirpe no puede estar csolo en nuestras limitaciones carnales y terrenales: somos también espíritu. Obsesionarse con la verosimilitud sería así un impulso más bien secular, que determina el baremo desde la mediocridad, la vulgaridad y la miseria. La mayor parte del tiempo en nuestra vida cotidiana tendemos, en efecto, a ser mediocres, vulgares y miserables. Pero ¿por qué seguir optando por ello también en el campo literario, que es donde tenemos pleno control de nuestro universo subcreado? ¿Por qué no desmontarlo desde la imaginación y la imposibilidad?
Un tópico que me gusta mucho de la literatura es la construcción ficcional de una subjetividad infantil, precisamente, artificiosa. Obras como Las olas, de Virginia Woolf, o Claus y Lucas, de Agota Kristof. Nadie consideraría estos trabajos como LIJ, claro, aunque sus protagonistas sean, al menos en momentos cruciales, niños. Y, por lo mismo, nadie les cuestiona que sus planteamientos sicológicos o expresivos de estos personajes infantiles sean “inverosímiles”. Lo que importa es la potencia con la que están escritos, la propuesta que sus infancias articulan en sus respectivas novelas.
Comprendo por qué se puede esperar que en la LIJ el personaje infantil sí tenga un correlato más o menos verosímil con un modelo de niño real, aunque sea este uno normativo y, en última instancia, aburrido o excluyente para nosotros. Sin embargo, no creo que toda LIJ tenga que insistir siempre en ese sentido de verosimilitud. Quizá un personaje infantil “inusual” para lo que el propio niño real espere le despierte, desde este desplazamiento, curiosidad y una comprensión diferente del mundo y de sus posibilidades.
Mi entendimiento actual de la LIJ, en esta línea, ya no la concibe como una ficción necesariamente centrada en el destinatario lector niño o adolescente, en el sentido de una forma literaria que parte de los presuntos (fantasmagóricos o proyectivos también, quizá) intereses o necesidades de estos sujetos lectores. Más bien, la pienso como una categoría literaria más, un potencial subgénero paraguas definido (¿sugerido?) más por principios estéticos/estilísticos que por consideraciones etarias, educativas o artísticamente doctrinarias desde campos culturales adultos (o infantiles privilegiados).
Con esto no pretendo “apropiarme” de manera adultocentrista de la LIJ, como podría pensarse: por supuesto que los niños y los jóvenes han de acceder a estos textos. Lo que me interesa abrir la recepción de estas obras a todo lector, de la misma forma en la que, desde hace muchísimo tiempo, los lectores niños y jóvenes han abordado textos que en principio no han sido escritos por ellos. Y de la misma forma, podríamos añadir, en la que el plan lector escolar empieza progresivamente a incluir estas obras como parte integral de la experiencia lectora institucional.
Esta apertura también la extiendo al otro lado, el de la creación. Si bien en mi ensayo “Post mortem: yo, autora de LIJ” (2022) expresé mi distancia actual de esta categoría y las razones (externas) por las que me vi orillada a optar por esa lejanía, acaso sea posible volver a sus parcelas desde una mirada diferente e idiosincrática al concepto. En otras palabras, creo que, en la medida en que la LIJ se piense ante todo como literatura, sin un corsé extraliterario determinado, es más factible que una obra que retrate un sustrato idiosincrático de la niñez resulte potencialmente interesante para un niño/joven descolgado de los suyos (y acaso también de sí mismo, por ahora). Dentro de este paradigma “abierto”, es natural que puedan haber fricciones entre el mundo interior de este niño/joven y la obra, pero estas y sus posibles respuestas me parecen más valiosas (más literarias, si se quiere) que una experiencia cómoda de lectura, dentro de ciertos márgenes de expectativas de lo que podría abarcar el campo de la LIJ hoy validada, o desde ciertas formas prestigiosas de mediación adulta.
Hace un tiempo, leyendo una crónica del académico chileno Felipe Munita, me encontré con una anécdota muy habitual entre los especialistas en LIJ y que, quizá, pueda explicar mi distancia personal ante estas convenciones tradicionales sobre el concepto: experiencias de narración oral en el seno familiar, que presdispondrían desde la infancia a la lectura.
A mí jamás nadie de familia me leyó ni me narró nada. Aprendí tempranamente a leer porque me enseñaron, eso sí, pero de ahí en más todas mis experiencias ficcionales relevantes sucedieron en la más completa soledad. Para mí la lectura formativa, así fuese de libros o cómics o videojuegos, nunca se trató de un acto afectivo en una comunidad, sino precisamente de una forma de contención ante el aislamiento que múltiples comunidades proyectaron sobre mí, desde muy niña. Una forma de diversión autónoma que no requería lidiar ni con adultos ni con otros niños, ambos tan inefables como insufribles (y viceversa). Una forma de conocer el mundo que no podía alcanzar por mi crianza negligente y la exclusión social de los grupos que me rodeaban. Una forma de existir desde las amplias posibilidades de la imaginación, que me llevaban muy lejos de la violencia, la tristeza, la sensación de inadecuación perpetua, del estrecho departamento que habitaba; tan lejos como al centro de mí misma. Una forma de destino.
Parafraseando la hermosa imagen del prisionero de Tolkien, nada es más necesario para una niña atrapada e infeliz que una historia que le revele que el mundo es algo más que barrotes y carceleros. Y, como he podido constatar durante todos los años de mi vida, ninguna historia hace mejor eso que una buena historia de fantasía.
Pienso en las obras “antiguas” de fantasía que leía en esos lejanos años de mi infancia, esas obras que me formaron y me salvaron, y las contrasto con otras que hoy se validan, se leen y se premian institucionalmente (casi nunca de fantasía, por cierto). Al margen de las naturales diferencias, creo que el punto crucial de distancia estriba en que aquellas obras parecían contener todo lo que podría necesitar determinado tipo niño o joven en determinado tipo de desgracias, como lo fui yo. Siguiendo la imagen anterior, como una caja de herramientas para escapar de la prisión.
Pero no percibo esa intensa fuerza salvífica en este otro tipo de obras. No me parecen dirigidas a niños o jóvenes como la que yo fui. Y está bien: de nuevo, insisto en que las obras literarias no tiene por qué apelar a todos los lectores, y de hecho es la idea que no lo hagan, sino no serían expresiones artísticas. El problema, para mí, es que solo este segundo tipo de obras parece más a la palestra. No planteo este reparo solo como autora, desde una hipotética frustración por no contar con más espacios, sino también como lectora adulta que lee ocasionalmente obras infantiles por gusto, y que también gustaría recomendarlas a los niños y jóvenes raros que le importen.
Si bien la fantasía en la que pienso es siempre generosa en caminos hermenéuticos y ofrece múltiples entradas para múltiples tipos de lectores, la quieran o no cruzar algunos de ellos, estas otras obras obras me parecen un tanto cerradas. A veces me da la impresión que gustan más a los adultos que a los niños y jóvenes, cosa que tal vez también se me podría reprochar a mi propia postura, con dos salvedades: 1) yo no tendría problemas en reconocer que priorizo mis intereses personales y a la niña que yo fui o que creo haber sido, la niña que estoy reconstituyendo desde estas palabras adultas, y los niños y jóvenes que me recuerdan a mí o a esa reconstitución, pues me considero una persona egocéntrica; 2) yo no ocupo posiciones de poder en el campo de la LIJ, así que no depende de mí la crucial decisión de destacar un trabajo por sobre otro, sabiendo que mi dictamen influirá en el acceso de diferentes historias al público lector infantojuvenil que no tiene aún agencia plena para sus propias elecciones, o en el destino de determinado escritor que pueda haber depositado su vida entera en su obra.
Aunque he mencionado antes mi propio egocentrismo, o acaso por lo mismo, estoy en condiciones de considerar que algunas de estas otras obras infantojuveniles validadas, de tendencias realistas o alegóricas, pecan de una obsesión por el reflejo de lo “Mismo”. Por supuesto, esta inclinación a buscar representatividad es natural y no tiene nada de malo en sí misma, pero no puede ser lo único que legitime el valor de un trabajo literario. Después de todo, el “Mismo” de alguien es el “Otro” de otra persona. Eso es cierto para todos. La gran diferencia es cuando el “Mismo” corresponde a una enorme mayoría más o menos genérica y abiertamente despectiva de aquello o aquellos a los que codifica como “Otro”.
El hecho además de que se niegue esta tendencia también acrecienta el problema de su potencial reduccionismo. Por otro lado, debemos recordar que, como señalé antes, esta representatividad parece más bien corresponder al imaginario o expectativas que el adulto normativo proyecta sobre la forma de ser de niños y jóvenes también normativos y el tipo de narrativas que a estos les interesaría, y no necesariamente a las preferencias reales de estos lectores, o de otros que comparten sus edades pero no sus destinos genéricos.
Al ser la fantasía una literatura densamente simbólica, estimo que en su naturaleza está el potencial de reflejarnos a todos los lectores, niños, jóvenes y adultos, sin importar si estamos del lado del “Mismo” o del “Otro”, según la manera en la que ingresemos en sus historias y entablemos diálogo entre sus narrativas y nuestras propias vidas. Como la tierra fértil, nos devolverá aquello que sembremos en ella, según cómo cuidemos la semilla: por sus frutos la conoceremos, pero también nos conoceremos mejor a nosotros mismos.. y a los demás.
Porque en esta diversidad también hay una mayor posibilidad de redescubrimiento del otro, filtrado por el tamiz de la transformación imaginativa. La fantasía nos presenta a muchos niños/jóvenes que no piensan o pensaron como nosotros a esas edades, pero que precisamente por eso nos ayudan a ampliar el horizonte de nuestro entendimiento humano. Y cuando nos presenta a niños/jóvenes parecidos a nosotros, nos muestra nuestros pensamientos de una forma diferente, acaso bajo las palabras que nunca hubiéramos entonces podido articular, pero que eran precisamente las que necesitábamos conocer.
¿Cómo fue que realicé esta bajada abrupta desde la LIJ a la fantasía? Pues desde el furor: creo que la LIJ (y, en realidad, cualquier obra de la humanidad) alcanza su expresión superior cuando es tejida desde la fantasía. El canon de ambas literaturas parecen coincidir en ello, hasta el punto en que incluso lectores casuales no pueden evitar asociar indefectiblemente a ambas, aun cuando no toda literatura infantil y juvenil es de fantasía, y no toda fantasía se enmarca en la literatura infantil y juvenil. Entiendo que esta asociación forzada y homogénea molesta a muchos, y a mí también me ha molestado por su imprecisión.
Sin embargo, pruebo ahora a darle una vuelta: qué genial que ocurra eso. Qué estupendo que la fantasía alcance bellas cotas desde una literatura, en principio, destinada a niños y jóvenes, que están formándose y aprendiendo a ser ellos mismos en un mundo roto como este. Qué providencial que los primeros encuentros significativos de tantos lectores infantiles o juveniles con el arte literario sean desde la imaginación pura. Qué reconfortante que el niño o el joven desamparado, sin ningún amigo de su edad, pueda descubrir amigos ficcionales desde la fantasía y encontrar en ellos pistas para rastrear en otros niños reales. Qué esperanzador leer una obra como La historia interminable de niño o joven, decirse “Bastian soy yo” y luego, en la impactante segunda parte, entender cuán importante es seguir apostando por ser el Bastian lector y gordito y no el héroe destemplado.
Qué reparador sería recuperar mi propia idea tensionada de la LIJ, antes de la hostilidad del campo de los árbitros culturales y más allá incluso de las apreciaciones de los niños comunes y corrientes, y apostar por su marco narrativo para seguir contando determinadas historias de fantasía.
Quizá el campo más normativo siga cerrado a una LIJ como la concibo en este texto, una LIJ que intenté escribir hace más de diez años y cuyo espíritu siento haber perdido en el tiempo, aunque quizá no sea esa la visión de algún lector atento. Sin embargo, prefiero que se cierre el campo a que se cierre mi corazón y el puño con el que sostengo el lápiz, en un sentido metafórico. Las tendencias editoriales van y vienen; solo persiste la prosa y la historia de nuestro lado, y los guardianes del otro. Siempre habrá un monstruo nuevo custodiando las puertas de las editoriales con planes lectores establecidos. Pero la vida me ha mostrado que muchas cosas, y acaso esta también, se vencen con el mero paso del tiempo, en la medida en que resistas sus vaivenes caprichosos. Estoy aquí, escribiendo este texto y muchas historias, porque fui una niña y una joven que esperó y resistió. Y quizá, como a veces aún pienso de cuando en cuando, porque inconscientemente sé que hay otros niños y jóvenes como yo que están esperando y resistiendo para encontrarse con alguna obra mía, o una obra ajena valiosa que yo pudiese mostrarles. Pero, ante todo, quisiera poder seguir esperando y resistiendo por mí misma. Hay historias “infantiles” que quisiera contar porque, parafraseando al patrono C.S. Lewis, es a través de ellas que siento que podré expresar mejor lo que deseo expresar.
Mientras le daba vueltas a cómo terminar este texto, recordé que ayer, en un estado de angustia por otras complicaciones (adultas: estúpidas), me encontré releyendo El oso que no lo era, un bello libro infantil de Frank Tashlin. Esta obra la conocí ya adulta. La compré porque a mí me gustan mucho los osos y me interesa mucho la temática identitaria osil de estos animales como personajes de ficción.
Al volver ahora su historia, conecté enseguida con el protagonista oso, desde otra mirada: a veces también he sentido que otros adultos han creído que soy una escritora LIJ tonta. Y yo les digo: “Pero es que yo soy una Fantasista”. ¿Cómo pueden estas personas hablarme así si yo lo que soy es una Fantasista? Que yo recuerde, he sido una Fantasista (casi) toda mi vida. Nada tengo que ver con las máquinas de la LIJ en las que pretende forzarme a trabajar, a mí, que amo los bosques y refugiarme en invierno. Pero estas gentes me llevan antes ciertos “escritores de literatura fantástica” [sic] para enrostrarme que yo no soy eso, que soy solo una escritora LIJ tonta, porque los “escritores de literatura fantástica” están en otras posiciones del campo cultural: circos y zoológicos. Es decir, que están enclaustrados y que sirven solo como deleite de otros, cuando yo quiero seguir en el bosque, porque un Fantasista habita el bosque y no los barriales de la metrópoli cultural, aun si tuviera que soportar el invierno entre sus árboles ateridos.
Y en ese invierno he estado, en cierto sentido, desde la LIJ. Porque ante la cueva calientita me he preguntado si realmente debía entrar a ella, si para los demás no era en realidad ni una LIJera ni una Fantasista. Si para los demás era una escritora LIJ tonta, solo destinada a la máquina aquella. Pero los días de la máquina han acabado, por ahora: esta fábrica en particular ha cerrado y solo ha quedado el invierno. A veces, he estado muy triste y me he sentido muy sola. Pero ahora creo que bien puedo atreverme a entrar otra vez a la cueva.
La verdadera tontería sería negar mi naturaleza y renunciar a lo que es propicio para mí y mis historias, solo porque parezca que las fábricas no van a desaparecer nunca. El invierno ha estado antes de todas ellas, y seguirá estándolo, cuando la última usina se caiga a pedazos. Y siempre habrá Fantasistas que tejerán historias para abrigarse a sí mismos y a otros.
Aunque medio mundo pudiera insistir en que no soy más que una escritora LIJ tonta, sé que no lo soy. Ni siquiera soy una escritora LIJ propiamente tal, como he mencionado en otros textos; acaso podría comenzar a serlo desde formulaciones diferentes, como las que he esbozado aquí, que no son particularmente originales pero a las que he llegado casi sola.
No soy una escritora LIJ tonta, reitero, pero (y acaso esto sea más importante), tampoco soy una Fantasista tonta. No se puede ser Fantasista y tonto, al menos no desde las cosas que realmente importan.
Veo al oso dormir calientito en las páginas finales del libro y sonrío. Me pregunto qué habría leído de esta historia de haberla conocido de niña. Jamás lo sabré. Pero, a mi manera, siempre he sabido lo que es que te nieguen ser quien eres, lo que es que otros pares escritores que están en los lugares “correctos” no reconozcan en ti la naturaleza que compartes con ellos.
Me pregunto cómo volver a la cueva. Esa es la pregunta que cerrará este texto, pienso, hasta el momento en que pueda comenzar a soñar con las formas que cobrarán las promesas de la inminente primavera.
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El osito calientito en su cueva. |
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