Un regreso al Medioevo

6/29/2018



Por motivos tan prosaicos como la necesidad de documentarme para mi tesis de máster, he estado orbitando con más o menos penurias en torno al medievalismo y al propio Medioevo, periodo en el que nunca me había sumergido seriamente, fuera de tempranos (y superficiales) intereses juveniles derivados de mi amor por la Fantasía.

Evidentemente, es imposible no sentir al menos un grado de curiosidad por el Medioevo si te gusta la Fantasía, pues su corriente medievalista es una de sus expresiones más importantes. Si bien me atrevo a aseverar que muchos escritores de Fantasía medievalista se han inclinado por esta expresión particular debido a la influencia de J.R.R. Tolkien antes que por una atracción directa hacia fuentes medievales en sí (como sucedió también conmigo misma), tampoco dudo en reconocer que el Medioevo ha de inspirarnos a casi todos desde su propio encanto y enigmas.


No es mi intención detenerme en la refutación de la Edad Media como “época oscura”, en parte porque me parece un lugar común ya bastante revisado, y en parte porque mis propios estudios recientes no me dan pie para intentar algo tan importante como esto. No pertenezco al reino de la Historia; apenas me he asomado a sus fronteras con las piernas aún temblorosas. Pues bien, entonces, ¿por qué estoy hablando de estos asuntos? Simplemente porque he sentido que, de un tiempo a esta parte, numerosas cosas han empezado a confluir para devolverme al Medioevo, lo que me llena de alegría y, extrañamente, de una esperanza que no sé a qué refiere en realidad. Quería por tanto dejar registro aquí de estas sensaciones.

Como creo haber comentado en otras oportunidades, la vida me apartó drásticamente del Medioevo. El principal responsable fue mi hastío ante tantas obras genéricas o derivativas de Fantasía medieval, que arañaban elementos superficiales tanto de la época como de esta literatura imaginativa, pero sin alcanzar nada de la belleza de ambas. Sin embargo, creo que hubo muchos más factores que influyeron en esta distancia. Cosas tan fundacionales como que mi enseñanza escolar media en Historia fuera paupérrima, sin ahondar en causas y procesos, y sin explorar las zonas de claroscuros tan plenas que finalmente le dan densidad al paso de nuestras sociedades por el mundo. Tampoco puede dejarse de mencionar un asunto obvio: Latinoamérica no tuvo Edad Media. Por supuesto que, desde los cansinos enfoques localistas de esta tierra amarga, rara vez tendríamos oportunidad de explorar aquella época.

Dragón en una marginalia

Otro aspecto relevante fue descubrir que la mayor parte de iniciativas medievalistas abiertas al público general (léase: no estudios especializados pagados) eran del tipo “ferias medievales”, eventos más o menos masivos con muchos artesanos, músicos, recreaciones de combates y gente disfrazada. Es decir, algo más recreativo que de estudio. Puesto que siempre me he sentido un tanto incómoda en los jolgorios sociales, llegué a sentir de adolescente que en realidad el goce de la Edad Media no era para mí, pues me sentía fuera de lugar en estas instancias e incluso triste, aunque no pueda explicar bien el porqué de esto último. Insisto que no se trata de un asunto despreciativo, sino que en realidad sentía que no tenía nada que hacer en espacios semejantes. A mí me gusta mucho poder profundizar en las cosas y en las personas que me interesan, y un espacio social masivo lleno de bulla no es el mejor entorno para ello.

El Medioevo dejó de ser así esa época llena de extrañas maravillas que leía en mis cuentos de hadas y en mis enciclopedias infantiles, sin hacer distinción real entre historia e imaginación, y pasó a ser el recuerdo de algo valioso destinado a perderse en las brumas de la edad.

Sin embargo, algo empezó a cambiar en los últimos años. Pude asistir a uno de los conciertos de despedida de Rhapsody, la banda más importante de mi vida y una de las que más mantuvo mi interés por el medievalismo en mi juventud (bieeeen diluido, en todo caso), y me reencanté con el power metal épico de algunas bandas jóvenes como Twilight Force.

Descubrí la obra de Verónica Murguía, que es profunda y bellamente medievalista no solo por Tolkien, sino por ella misma, avezada lectora y amante del Medioevo. Que la eligiera para trabajar mi tesis fue el equivalente de abrir levemente un portal inmenso que diera a un mundo aún más inmenso. Un mundo que me llena de pavor, pero también de entusiasmo, y que compensa la miseria constante que supone cursar un posgrado de literatura y la tragedia y estupidez supinas que supone hacerlo desde la Fantasía en la academia hispanoamericana, algo que solo se le podría haber ocurrido a una imbécil testaruda como yo.

Por otra parte, puesto que mi tesis es de perfil comparativo, hube de regresar a Tolkien como jamás lo había hecho hasta ahora, al menos no de manera sistemática: desde lo que los académicos habían estudiado sobre él. Se sabe que muchos investigadores que se dedican a la Fantasía en cualesquiera de sus expresiones son unos marginados, que por lo general la mantienen como una dimensión secundaria en relación con sus líneas de investigación principales. Acaso por eso, me he topado con artículos muy bellos, honestos y duros contra la idiotez de los críticos de Tolkien (se sabe que la belleza, la honestidad y la capacidad para ir contra el sistema no son precisamente valores académicos contemporáneos). En ese contexto di con esta magnífica y sarcástica cita de Thomas Honegger en su artículo “Tolkien Through the Eyes of a Medievalist”, que me ha dejado pensando: “Mediaevalists see more and are able to understand and use Tolkien’s own standards in order to assess his work, whereas many literary critics are no longer even familiar with these standards, let alone being in sympathy with them”.


Portada de Tolkien the Medievalist, compilación de estudios
sobre la obra de Tolkien editada por la gran Jane Chance.
Parte de mi bibliografía de tesis.

Aunque a un especialista esta iluminación le ha de parecer absurda por lo obvia, de pronto comprendí que me estaría perdiendo mucha de la belleza de Tolkien sino accedía a ese legado de conocimiento de la tradición en la que él inscribió su vida. Cierto es que El Señor de los Anillos es una obra hermosísima en sí misma, pero ¿sería posible aumentar la percepción de su belleza si fortaleciera mis conocimientos en literatura e historia medieval? Por otra parte, ¿cómo una Fantasista no querría ahondar en aquella tradición que Tolkien tanto amó y a la que le dedicó, en última instancia, su vida entera? Puesto que la Fantasía es un gran árbol, ¿cómo no ocuparme de algunas de sus raíces más relevantes?

De pronto, todos mis torpes acercamientos previos al Medioevo de los últimos años empezaron a cobrar sentido: mi fascinación por las hagiografías de Santa Marta y Santa Margarita, ambas vencedoras de dragones; o mi curiosidad por “The Dream of the Rood” (puede consultarse una versión en español del texto aquí), el poema anglosajón del madero que recibió el cuerpo de Cristo crucificado y que es una muestra sincrética maravillosa entre cristianismo y paganismo. Por ejemplo.

Y ahora, para continuar este camino, me entero de que ha salido una edición conmemorativa de Olvidado rey Gudú (1996), la obra maestra de la española Ana María Matute, que incluye numeroso material adicional creado en su momento por la autora durante los largos años en los que gestaba la obra. De ella ya he escrito previamente, a propósito de sus bellos cuentos de hadas, pero aún me falta la lectura de dos de sus obras inspiradas en el Medioevo: el ya referido Olvidado rey Gudú y Aranmanoth (2000). La torre vigía (1971), única novela de esta estirpe que he leído, me produjo un efecto similar al de la obra de Verónica en su ambientación medievalista: la maravilla de dejarse llevar por un léxico pulido y la sensación de estarse efectivamente adentrando en un mundo antiguo y lejano. Pero esta novela de Matute también logró desconcertarme hacia su último tercio. Este me pareció, en mi primera lectura, una completa locura, aunque en un buen sentido. No acabé de entender bien qué había leído, pero me encantó sentirme así. Desde luego, no es la incomprensión misma lo que me cautivó, sino el planteamiento de un enigma que espero poder desentrañar mejor en posteriores lecturas. Esa sensación de encantamiento y misterio es algo que, ahora entiendo, siento por la propia Edad Media.

Portada de la nueva edición de Olvidado rey Gudú.

Me confieso emocionadísima por la posibilidad eventual de leer Olvidado rey Gudú, en principio desde la edición de bolsillo que me compré hace algunos meses. El monstruo de la tesis y su larga sombra no me deja pensar, sentir ni leer con claridad. ¿He de confesar también que una de las pocas razones por las que he alzado la cabeza estos últimos días es por esa anhelada lectura de Olvidado rey Gudú, que pretendo comenzar una vez que termine el calvario del posgrado? La Fantasía siempre me ha apartado de la muerte, incluso desde su mera proyección o esperanza.

No sé si me gustará Olvidado rey Gudú. Quiero de todo corazón que así sea, aunque en general considero tener buenas corazonadas en relación con las obras de Fantasía que pueden llegar a marcarme. Basta con acercarse un poco al autor y ver cómo se expresa, qué es lo que le importa, qué es lo que ama. De Ana María ya me había enamorado de su prosa y de su sensibilidad infantil, pero si me entusiasmé de veras en llegar a su obra literaria fue por la lectura de su precioso discurso “En el bosque”, con el que ingresó a la Real Academia Española a ocupar el sillón de la K. No puedo dejar de maravillarme ante la osadía de plantarse ante la obtusa RAE, que para el caso representa el bastión del odio a la imaginación de nuestro mundo hispanoparlante, y leer un texto que es, justamente, un panegírico a la propia imaginación y la palabra, su más elemental herramienta. Es un discurso precioso, quiero insistir en ello, y ha significado un verdadero tablón en la marea para mí, que de cuando en cuando vuelvo a él en busca de consuelo.

Ahora que Olvidado rey Gudú vuelve a acaparar titulares (españoles, se entiende; Latinoamérica vive en su mundillo aparte), me he sorprendido enormemente además al descubrir toda clase de detalles en torno a la confección de la obra y la forma en la que la autora vivió a su lado, mientras crecía en sus palabras. Por ejemplo, la enigmática creencia de que su culminación, en su calidad de obra maestra de su producción literaria, supondría su muerte. No fue así: Ana María Matute vivió por casi veinte años más y en ese periodo publicó otros trabajos. Sin embargo, mientras más me detengo en esta creencia, más sentido le encuentro. Ahora, al pensar en mi OM, me pregunto si la imposibilidad de terminarla en mis años mozos no habrá tenido que ver con eso: mis palabras eran demasiado bisoñas, demasiado torpes. Habría pergueñado algo sin ningún valor, y no habría tenido tiempo para enmendar este yerro. Tal vez deba seguir viviendo y escribir otras historias en medio para fortalecerme, a fin de volver a ella con las palabras pulidas.

Ana María Matute: una vida de escritura e imaginación.

De hecho, esa ha sido una de mis esperanzas durante todos estos años inciertos, uno que solo ahora puedo explicarme bien a mí misma.

 ¿Y después de OM? Quién sabe. En realidad, sé bien que la vida es incierta y que la creencia de Ana María no debiera recogerse como algo literal. Tampoco puedo obviar que Olvidado rey Gudú se publicó cuando la autora ya era consagrada, y gracias a los esfuerzos de diversas personas con poder en la industria literaria que le generaron un contexto propicio para que trabajar sus correcciones. Es decir, una suma de privilegios, al margen de que en este caso, como rara vez sucede, estaban plenamente justificados.

Pero pensar en términos puros sobre la relación entre la muerte y la magnum opus ayuda mucho a reflexionar y a organizar las escrituras. Como sea, solo el hecho de leer que alguien amó tanto su historia como para crearle por su cuenta todo tipo de ilustraciones o transportarla a todas partes en un carrito ya es suficiente para sentirse atraído.

Por todo lo anterior, mi pesimismo no puede sino esbozar una mueca de ironía al ver que la prensa española, en un afán un tanto patético, ha intentado a toda costa hacer un paralelo entre Olvidado rey Gudú y Canción de Hielo y Fuego (referido, claro está, como Juego de tronos). Entiendo que debe tratarse de una operación de márketing para atraer a nuevas generaciones de lectores y tratar así de emular el éxito que supuso la publicación original de la obra en 1996. Pero ¿puede haber algo más ridículo que esto? Como ya he rabiado en otras entradas, lo que a mucha gente parece interesarle de CdHyF no es su valor como obra de Fantasía, sino más bien todos aquellos elementos que la apartan de la estética en su acepción más hermosa e importante: la obsesión con la promiscuidad, la violencia por mera crueldad humana, las intrigas políticas y otras sandeces por el estilo. Insisto en que no he leído Olvidado rey Gudú; puede que haya en su historia también elementos como estos…Pero no sé. Soy una mujer terca y fiel a sus corazonadas, y siento que su tratamiento, en caso de tenerlos, habrá de ser muy distinto.

Ahora, desde luego que quisiera que la obra de la autora llegara a gente que disfrutara su descubrimiento. Pero vivimos en tiempos tan absurdos y decadentes que una parte de mí vuelve a caer en el elitismo de esperar que solo llegue a gente que pueda valorarla como obra de Fantasía, incluso si la novela no fuese de su pleno agrado. Sería descorazonador (nunca mejor dicho) ver que los eventuales lectores la criticaran de mala fe por no ajustarse a expectativas moldeadas por el poder de las modas de la industria (un poco como lo que ha pasado con algunas reseñas increíblemente torpes que he leído de lectores juveniles sobre Loba, dicho sea de paso).

De todos modos, quiero tratar de no pensar así y concentrarme en cambio en el recuerdo del propio contexto en que yo llegué a El Señor de los Anillos: por medio del tráiler de las entonces futuras películas de Peter Jackson en un cine. Jamás olvidaré que entonces me dije a mí misma que tenía que leer aquellas novelas (las películas me daban y me dieron un poco lo mismo, la verdad; nunca he sido cinéfila). ¡Ojalá alguien se topara de manera similar con esta obra de Ana María! Es decir, a partir de la pompa y la circunstancia, que una vez deshechas revelan el tesoro de su pulpa. Veremos qué pasa.

Por cierto que desearía poder complementar mi inmersión en obras como esta y en clásicos medievales con un estudio más profundo y especializado en la época, cuando esté menos ahogada existencialmente. Esta ha sido otra gran motivación para resistir estos días, aunque no puedo perder de vista que lo que probablemente más me maraville de la Edad Media no sea tanto su mundo histórico como su mundo fabulesco, y que un enfoque excesivamente historicista puede llegar a decepcionarme (además de resultarme duro de estudiar, por mi formación en otra disciplina). Lo que me interesa, claro, ha sido siempre el pasado imaginario. Medievalismo como corriente estética y de estudio antes que Medioevo en sí mismo. Pero por algo se ha comenzar, supongo. Por lo pronto, el solo hecho de anhelar comenzar algo verdaderamente nuevo en mi vida, que al mismo tiempo es la restauración de un amor interrumpido de mis años mozos, ya me parece lo bastante valioso en sí mismo en estos tiempos. Y a ese nuevo anhelo me aferraré por ahora, de la misma manera en la que me he aferrado en la Fantasía para sobrevivir.

Hildegard von Bingen, santa, visionaria
e intelectual extraordinaria del Medioevo.


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